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Edgar Degas y el taller de escritura

Edgar Degas Por la oscura y crujiente escalera se extiende el fuerte olor a pintura. Al empujar la puerta de madera produce un chirrido que rasga el silencio del ático parisino. Antes de entrar, mis ojos escudriñan al hombre que busco, coincide con el nombre escrito en la placa de la puerta. Edgar Degas no se inmuta, hurga en una caja que tiene bajo el caballete, elige el pincel adecuado y se concentra en su obra. La luz de la única ventana ilumina una estela de polvo hasta detenerse en el lienzo que está pintando. Es esa luz la que colorea el cuadro dejando el resto del estudio en penumbra. Con mano diestra el artista maneja pinceles, mezcla colores, traza líneas, cuida el claro oscuro y la perspectiva. Emborrona y empieza de nuevo. Las figuras de dos jóvenes van cobrando forma, su pelo recogido y sus vestidos negros son manchas que resaltan sobre el fondo. El pintor lo mira detenidamente, se acerca y se aleja sosteniendo el pincel entre los dedos, duda. Por fin la inspiración