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Una naranja al día

Alguien dijo que París bien valía una misa y el abuelo ha creado lo de «una naranja vale una vida». He empezado a hacerle caso y me he unido a su club.  Es lógico que al principio le costara. Él no es de orilla del Mediterráneo, tampoco ha regentado nunca una frutería y el color naranja nunca le ha sido familiar.  Todo empezó cuando se despertó aquel día en la cama de un hospital. Tras sus casi noventa años veía la luz del nuevo día que se filtraba por las rendijas de la persiana. Lo habían ingresado, luego debía estar muy mal. ¿Y si estaba muriéndose? Tenía que salir de allí cuanto antes porque de los hospitales no se puede esperar nada bueno. Retiró la ropa de la cama. Al ver que no tenía su pijama, apenas una bata azul anudada a la espalda, se preguntó: «¿Y mi ropa? ¿Dónde la han metido?» Le empezaban a entrar sudores de muerte, se estaba poniendo malísimo. Por suerte apareció su hija.  —No tienes nada importante —le dijo. Le trajo su ropa, se vistió y salieron del hospital despid