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A las mujeres marroquíes de Vitoria

Temblaba como una hoja, estaba asustada, sus grandes ojos negros comunicaban lo que sus palabras no podían aclarar. Con la túnica granate que vestía y la cabeza cubierta con el hiyab parecía mayor, pero era muy joven. Su juventud contrastaba con una gran dignidad y un no querer ahogarse en el fondo de su propia angustia. Esta fuerza interior era lo que le había llevado a desobedecer por primera vez a su marido, a abrir la puerta de su casa y salir a la calle sola. Nos sentamos en un banco del pasillo, nos miramos y entablamos una “conversación”, si así puede llamarse, porque ella solo hablaba árabe y yo solo español. Sonó su voz en mis oídos, pero fueron sus ojos y sus manos los que me hicieron comprender y todo su mundo cobró vida. Su vida era una existencia de silencio y soledad dentro de las cuatro paredes de su casa en el Casco Viejo de Vitoria y sus negros pensamientos la oprimen más cada día pues los problemas se le acumulan y no entiende nada. Por eso se ha atrevido a llegar