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La caza

El crujir de una rama alertó a los dos cazadores que con el dedo en el tirador de las escopetas caminaban sigilosos entre la maleza. Como iban atentos a toda señal, creyeron percibir la sutil huida de la presa ante el olor a pólvora que emanaba de su presencia. “¡Maldición!”, murmuró uno de ellos impaciente. Ambos sabían lo bien que pagaría el amo si le llevaban la gran pieza. Nada menos que un jabalí verrugoso líder. Escucharon un nuevo chasquido. Con un mero gesto acordaron la dirección. A medida que se acercaban pisando con la máxima cautela la alfombra de hojarasca, el olor fétido que contaminaba el aire les obligó a ponerse el pañuelo para cubrirse la nariz y la boca. Al llegar al lugar, un sudor frío les recorrió la espalda y se quedaron sin palabras. Los rayos de sol que se colaban entre el encinar, descubrían la rama de encina que se desgajaba vencida por el peso del pingajo humano oscilante. Una turba de moscardas zumbaba alrededor de la lengua que, cianótica y mucho más gran