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La muñeca diabólica

Éramos una familia feliz hasta que la muñeca diabólica entró en nuestra casa. Mi hermana ya no seguía mis juegos, papá estaba callado y mamá muy preocupada. Sus ojos emitían una luz tan brillante que te cegaba, movía sus articulaciones y decían que hablaba, aunque en esas conversaciones yo solo oía diferentes modulaciones de la voz de mi hermana. Una noche se oyó una pelea nocturna de gatas. A la mañana siguiente la muñeca apareció con un brazo arrancado y la cara arañada. Esto afianzó el dominio que ya tenía sobre mi hermana. Ajada y fea, no pudo deshacerse del influjo de su mirada, la abrazó contra su pecho y no se separaba de ella ni de día ni de noche. Nunca fue consciente de cómo la cambiaba su malévola influencia. Ya no era la niña alegre, compañera de juegos y risas que inundaban la casa. Sus mejillas ya no estaban arreboladas. Era un ser triste y distante que poco a poco enfermaba. Yo las vigilaba de cerca evitando siempre que mis ojos se encontraran con la terrorífica mirada