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El abuelo

El día que cumplió ocho años, el abuelo le regaló un gatito gris jaspeado, precioso. —Mira lo que te he traído, María. Toma, es para ti. Aprenderás a cuidarlo. La niña estaba exultante. Lo cogió con mucho cuidado. «¡Qué suave!» El minino abrió los ojos y la mirada azul que posó en la pequeña tenía el brillo de la grata acogida. La enterneció tanto que su corazón generoso se expandió lleno de felicidad. «Te llamarás Dido», le dijo. Y le asignó un sitio junto al hogar, cerca del fogón donde borboteaba el puchero. —Abuelo, este será su espacio. —Me parece bien —asintió el abuelo con el rostro confiado, orgulloso de su pequeña. Al minino le gustaba lo mullido que era su ropón y hecho una bola dormía haciéndose invisible con las paredes ahumadas; solo le delataban los ojos que abría al notar una presencia. Era esa enigmática manera de hacerse visible lo que le daba a su mirada un poder mágico. Enseguida perdía ese halo de misterio. Saltaba al pavimento de losas de barro irregula