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La hechicera

Aquella mañana, mientras Eulalia desayunaba en la cocina de su caserío pensaba que, por fin, tenían acorralada a la hechicera. El pueblo entero de Eguílaz estaba dispuesto a atestiguar en su contra y eso, en parte, era mérito suyo como le reconoció el padre Joseba Lejarreta cuando fue a confesarse. Con aire distinguido y el pelo blanco sedoso, dibujó una sonrisa complacida. No sabía que esto solo era el preludio de lo que estaba por venir. El reloj de la iglesia daba las doce campanadas cuando la luna llena paralizada allá arriba congelaba la noche. «¡La hora de las brujas!», se dijo Eulalia al santiguarse. Inquieta notó que alguien empujaba suavemente la ventana de su cocina. De repente, un gato negro encrespado fijó en ella sus pupilas verdes, lanzó un maullido terrorífico y le saltó encima propinándole un zarpazo en la cara. Se retorció de dolor, pero no se rindió. El grito que pegó, esencia del susto que la aterraba, huyó como un poseso golpeando puertas y ventanas de vecinos