Había una vez una secuoya gigante en Vitoria que estaba catalogada como árbol singular y, por tanto, legalmente protegida. Plantada en un parque céntrico donde podía vivir libre y segura, dejó de añorar sus tierras del norte y se hizo un árbol colosal que superaba los cuarenta y dos metros. Sobrepasaba a todos los edificios de alrededor, incluso, la Catedral Nueva que tenía enfrente. En perímetro medía más de ocho metros, se necesitaban seis hombres para abarcarla. Erguida y hermosa, se mantenía segura con unas raíces que podían alcanzar los treinta y cinco metros. Se asomaba por la tapia del colegio de las Ursulinas para disfrutar del jolgorio de las niñas en el patio del recreo y desde allí la veíamos como una diosa protectora. Le divertía lo sorprendidos que se quedaban los que la visitaban, la seriedad con la que daban pasos por su perímetro o los complicados giros de cabeza para intentar ver su copa. Pero lo que de verdad la enamoraba, era una sensación tan extraña
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