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El ruiseñor enjaulado

 El excéntrico Antxon, a pesar de ser pequeño y feo, tenía labia de conquistador. Se divirtió tentando a la solterona Mabel, una belleza que esperaba su príncipe azul, y lo encontró convertido en sapo, pero con una abultada chequera.   Decía trabajar los fines de semana para reflotar la empresa. Ese sábado, al salir de casa con su aspecto singular y la estúpida barba roja, se giró para contestarle a Mabel un tanto abatido:     —Sí, vuelvo mañana, por supuesto. —Y le lanzó un beso al aire.     Tras el ventanal, ella vio la plaza ajardinada llena de luz y frescor primaveral por la que su hombrecillo se alejaba con ese aire indescriptible del que va ansioso a una cita y no quiere ser pillado. Su actitud exageradamente afectuosa había sembrado en ella las sombras de la sospecha. No le cabía duda de que él era consciente del daño que le infligía y con qué torpeza lo intentaba envolver para quedar como víctima.  Un rumor huraño le fue creciendo por dentro acompañado de un redoble de tambor