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La casa de arena

El paseo por el sendero que los llevaba al Valle Abajo estaba solitario. La quietud de la tarde se extendía por los rastrojos donde las pajas brillaban doradas por la cálida luz del sol. Los muchachos se dirigían a la Casa de Arena que ya conocían de otras veces, todos menos ella, Andrea, la hermana más pequeña, los acompañaba por primera vez.  En una loma de arenisca se abría una enorme y oscura boca ojival que bien pudo ser el precedente de las catedrales góticas. Era la entrada de la casa. Los muchachos corrieron a perderse en las sombras de su interior. ¿Qué peligros escondía la enorme boca negra de esa cueva? Andrea notó algo en el aire que la paralizó antes de entrar. Se quedó inmóvil atrapada por el hechizo. El sol del atardecer confería a la casa un aspecto mágico. Su misterio se dulcificaba y parecía sonreír. La habitaban formas sin rostro que iban de un lado para otro dejando, tras de sí, una sinfonía de palabras. Eran las voces de los contadores de historias más antiguos