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El fantasma de Julián

El Julián estaba muerto y bien muerto. ¿Qué cómo lo sé?, me pregunta usted, Sr. juez. Llevo años acompañando a D. Gregorio a dar la extremaunción y sé bien si están con los estertores o ya fallecidos. Cuando ya nos íbamos, una de las plañideras me agarró del roquete y me puso un velón encendido en las manos. «Tú aquí, a velar al difunto junto al sarcófago».  Hacía mucho calor en aquella sala llena de gente rezando el rosario. Se respiraba un aire rancio, como si rara vez se ventilase. La penumbra de la luz de las velas resultaba impresionante. El Julián todavía estaba arriba, tendido en la cama, solo. Las campanas tocaban a muerto. De repente, empezaron a oírse unos pasos por el techo. La muerte se enseñoreaba por la casa. Recuerdo muy bien el olor de la cera mezclado con el miedo. Alguien bajaba las escaleras.  Entonces se abrió la puerta de la sala con el crujir de los goznes oxidados y allí estaba el Julián. Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca, y un escalofrío me rec