Unai era hijo único de una familia de la burguesía bilbaína. En sus astilleros se fabricaban barcos que navegaban por el ancho mundo. Hacía dos años se había casado con Begoña, una joven vizcaína de clase media y belleza deslumbrante. Ambos eran la imagen de la felicidad. Él la llevaba a los viajes de negocios y con orgullo la presentaba en las reuniones y fiestas a las que acudían.
En uno de sus viajes a Nueva York, Begoña se puso de parto. Llegaba el primogénito, el ansiado heredero. Cuando Unai, ¡por fin!, pudo entrar en la habitación, lo hizo precedido de un mar de flores cuyo aroma lo inundaba todo y dificultaba la respiración. Su alegría se truncó en un rictus de desagrado al ver al precioso niño.
̶ ¿Qué broma es esta? —preguntó con la dureza del granito y el cruel sarcasmo. En los ojos le latía el fuego de la ira y apretaba los puños hasta hacerse daño —¡Es negro! ¡Hija de puta, me has engañado!
Cuando se presentó solo en su casa familiar de Las Arenas, su padre le aclaró:
̶ ¡Qué has hecho! Es tu sangre. Siempre te he mentido al respecto porque ni por lo más remoto imaginé que tuvieras que pasar por esto. Tu bisabuelo emigró pobre y solo a América donde amasó la gran fortuna que nos dejó en herencia. Regresó con su hija, viva estampa de la gran belleza de su madre, excepto la piel.
La cara de Unai se descompuso como si los músculos se le hubieran aflojado y derramó lágrimas de impotencia con las que hubiera querido borrar su vergonzosa reacción en aquel hospital. Sentía la necesidad de enmendar el daño. Una mañana de crudo invierno se lanzó a buscarlos y los encontró en el Bronx. Begoña compartía buhardilla con otras dos chicas. Una de ellas, tan negra como el niño, limpiaba en el hospital y al verla abandonada se compadeció y le abrió su casa.
Begoña, seguramente porque no luchaba para ella sola, encontró el coraje para decirle con una calma glacial:
̶ Ahora ya es tarde.
© María Pilar
En uno de sus viajes a Nueva York, Begoña se puso de parto. Llegaba el primogénito, el ansiado heredero. Cuando Unai, ¡por fin!, pudo entrar en la habitación, lo hizo precedido de un mar de flores cuyo aroma lo inundaba todo y dificultaba la respiración. Su alegría se truncó en un rictus de desagrado al ver al precioso niño.
̶ ¿Qué broma es esta? —preguntó con la dureza del granito y el cruel sarcasmo. En los ojos le latía el fuego de la ira y apretaba los puños hasta hacerse daño —¡Es negro! ¡Hija de puta, me has engañado!
Cuando se presentó solo en su casa familiar de Las Arenas, su padre le aclaró:
̶ ¡Qué has hecho! Es tu sangre. Siempre te he mentido al respecto porque ni por lo más remoto imaginé que tuvieras que pasar por esto. Tu bisabuelo emigró pobre y solo a América donde amasó la gran fortuna que nos dejó en herencia. Regresó con su hija, viva estampa de la gran belleza de su madre, excepto la piel.
La cara de Unai se descompuso como si los músculos se le hubieran aflojado y derramó lágrimas de impotencia con las que hubiera querido borrar su vergonzosa reacción en aquel hospital. Sentía la necesidad de enmendar el daño. Una mañana de crudo invierno se lanzó a buscarlos y los encontró en el Bronx. Begoña compartía buhardilla con otras dos chicas. Una de ellas, tan negra como el niño, limpiaba en el hospital y al verla abandonada se compadeció y le abrió su casa.
Begoña, seguramente porque no luchaba para ella sola, encontró el coraje para decirle con una calma glacial:
̶ Ahora ya es tarde.
© María Pilar