20 febrero 2018

El grafitero

Era un joven diseñador gráfico en paro. Se creía con carisma de artista y esperaba que un día los demás también lo reconocieran como tal. Con su aspecto bohemio, estaba sentado en un banco de la estación cuando lo vio entrar.
«Es él», se dijo.
Con el idealismo que lo caracterizaba, entendió que era su oportunidad y no la podía dejar pasar. Su objetivo era conseguir una obra que fuera admirada por los entendidos, los que sabían de qué iba aquello. Los mismos para los que, si resultaba un fiasco, le darían la espalda y por añadidura lo reducirían a escoria. De eso ya sabía un poco.
Plasmarlo le llevaría toda la noche. Se cubrió la cabeza con la capucha, fue sacando los aerosoles de diferentes colores de la mochila y se puso manos a la obra. Al principio su trazado titubeaba, pero muy pronto se dejó llevar por la pasión que lo llenaba por dentro y proyectó al exterior una explosión de colores como nunca antes lo había hecho. El impulso de la inspiración hacía que sus muñecas bailaran a ritmo de vértigo. Se reconocía en cada trazo, en cada volumen, en cada color. Ya amanecía cuando en la parte baja de la derecha dejó su firma: IBAI.
Se alejó para observarlo y el resultado le pareció impresionante: la imagen abstracta, dolorida, con gran fuerza de trazo y color, era un grito de desgarro y denuncia. Sonrió satisfecho. Sacó la cámara que se había afanado en unos grandes almacenes e hizo una foto para el recuerdo.
Estaba profundamente dormido cuando un timbre insistente le obligó a abrir los ojos. Oyó a su madre que hablaba con alguien. Creyó entender la palabra policía. Hablaban del tren AVE..., constitutivo de delito... Se tapó hasta la cabeza y se hizo el dormido.
Golpearon en la puerta de su dormitorio. Su madre le retiró la ropa de cama a la vez que le decía:
—Pero, ¿qué has hecho?
—Nada, mamá, te lo juro que esta vez no he hecho nada malo.
—Levántate y díselo a los que están esperando.
© María Pilar 


Relato ganador en RC

17 febrero 2018

Cuando yo me vaya



Cuando yo me vaya, no quiero que llores, quédate en silencio, sin decir palabras, y vive recuerdos, reconforta el alma.

Cuando yo me duerma, respeta mi sueño, por algo me duermo; por algo me he ido.

Si sientes mi ausencia, no pronuncies nada, y casi en el aire, con paso muy fino, búscame en mi casa, búscame en mis libros, búscame en mis cartas, y entre los papeles que he escrito apurado.

Ponte mis camisas, mi sweater, mi saco y puedes usar todos mis zapatos. Te presto mi cuarto, mi almohada, mi cama, y cuando haga frío, ponte mis bufandas.

Te puedes comer todo el chocolate y beberte el vino que dejé guardado. Escucha ese tema que a mí me gustaba, usa mi perfume y riega mis plantas.

Si tapan mi cuerpo, no me tengas lástima, corre hacia el espacio, libera tu alma, palpa la poesía, la música, el canto y deja que el viento juegue con tu cara. Besa bien la tierra, toma toda el agua y aprende el idioma vivo de los pájaros.

Si me extrañas mucho, disimula el acto, búscame en los niños, el café, la radio y en el sitio ése donde me ocultaba.

No pronuncies nunca la palabra muerte. A veces es más triste vivir olvidado que morir mil veces y ser recordado.

Cuando yo me duerma, no me lleves flores a una tumba amarga, grita con la fuerza de toda tu entraña que el mundo está vivo y sigue su marcha.

La llama encendida no se va a apagar por el simple hecho de que no esté más.

Los hombres que “viven” no se mueren nunca, se duermen de a ratos, de a ratos pequeños, y el sueño infinito es sólo una excusa.

Cuando yo me vaya, extiende tu mano, y estarás conmigo sellada en contacto, y aunque no me veas, y aunque no me palpes, sabrás que por siempre estaré a tu lado.

Entonces, un día, sonriente y vibrante, sabrás que volví para no marcharme.

Autor: CARLOS ALBERTO BOAGLIO

13 febrero 2018

Y la llamaban loca

—Sr. Director, perdone las molestias, quería llevarme a mi mujer.
—Si hace apenas dos meses que la trajo con un cuadro agudo de ansiedad —respondió el doctor sentado tras la mesa del despacho.
—Y que no hablaba, ¿se acuerda? —El director asintió—. La culpa de todo la tuvo el gato.
—¿El gato? En el informe de ingreso no mencionó ningún gato.
—Sí, el odioso gato. Propiedad de nadie y rico en piojos y pulgas. Me contó que anochecía cuando lo vio como a diez minutos de nuestra casa. Estaba hurgando entre bolsas de basura que la gente no había metido en los contenedores. Levantó la cabeza y dos luceros en medio de la penumbra se clavaron en ella.
La siguió.
Al principio, venía, comía y desaparecía. Después se quedó. Se le enredaba entre las piernas y ella le acariciaba el lomo con su pie descalzo. Tenía que ver cómo respondía zalamero a las carantoñas con sus ronroneos. Parecía una relación de pareja o más bien materno filial. Claro, como no tenemos hijos. Para qué, le decía yo.
Cambió, ya no era la misma.
Sentí su llanto desesperado por la casa durante tres días. Después, el silencio. Hacía las cosas como una autómata, sin hablar ni una palabra. Me miraba con ojos de espanto, como si me temiera. La mujer que más he querido… Siempre la he tratado como a una reina.
Si la ingresé en el centro fue para que reaccionara. Ahora veo que le ha vuelto el brillo a los ojos, participa en juegos de mesa con amigas y  sonríe y habla. Puede volver a casa.
—Habrá que preguntárselo a ella.
—Si usted da la orden no hace falta.
—¿Se lo ha preguntado?
—Sí, le he dicho que venía para llevarla conmigo. ¿Sabe que me ha contestado? Que de ninguna manera, que yo no mando aquí.
—Me queda una duda, ¿qué vio o qué sintió una mujer tan serena y cariñosa, como usted la describe, en el momento que rompió en aquel llanto tan desesperado?
—Un ligero hedor a vómito flotaba en nuestro dormitorio cuando fue a acostarse. Se me desató la furia, ¿sabe? En la manilla de la ventana aún se estremecía el gato ahorcado.
© María Pilar

Texto ganador en Relatos Compulsivos

Texto ganador en Territorio de Escritores
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08 febrero 2018

¿Por qué escribes?

"A esta isla que soy si alguien llega
Que se encuentre con algo es mi deseo
Manantiales de versos encendidos
Y cascadas de paz es lo que tengo"
(Gloria Fuertes)

¿Por qué escribes? Me pregunta mi hija. ¿Por qué escribes? Me pregunto yo. Porque me gusta, por el placer de contar historias, porque siento una necesidad imperiosa de juntar palabras con las que liberar mi pensamiento.
Comencé a escribir en mi adolescencia para dejar volar mi imaginación; bueno, más bien, para aclarar embrollos conmigo misma. Pasados los años me ha servido de confidente y rincón donde reflejar todo lo que se me ocurre: vivencias, sentimientos... Como dice Jaime Sabine: "...me recojo a pedazos, a trechos en el basurero de la memoria y trato de reconstruirme..." Por tanto escribo para mí. “Escribir, para mí, es tener ganas de escribir. Ganas de que haya algo donde antes no había nada. Ganas de llenar un hueco. De cubrir un vacío. De salvar del olvido algo, algo pequeño, irrelevante, de poco peso, como el color del cielo una tarde, el traje arrugado de Pablo o las mechas en la melena de Mónica. Cualquier cosa” (Eloy Tizón).
Y escribo para ti lector que pasas por aquí. Si me cedes un poco de tu tiempo, que ya sé que no te sobra, intentaré no defraudarte. Cuento contigo. Sin ti, sin todos los que pasáis por aquí, este blog no sería el mismo. Cuando empecé una sola visita me alegraba y me animaba, nunca pude intuir el número de visitantes ni los mensajes tan alentadores que me habéis dejado. Me ayudáis a crecer en esto que se da en llamar "el arte del escribir". Todo mi agradecimiento y mi cariño.

Para Vero


En las alas de los sueños 
Planea la música 
Brisa sonora del mar 
Nos llega con el viento 
¡Qué dulce canción! 
Huella deja al pasar 
La fuerza del imán 
De sombras la noche barre 
Dar para ella es arte 
El regalo de su amistad 

No le pregunten al viento 
Si es feliz 
Sus claros ojos dicen 
Todo lo que quieren oír 
¡Sus grandes sueños! 
Pintan risas en el alma 
Y rompen miedos 
De música vestida contagia 
Unas ganas de vivir 
Que detienen el tiempo

06 febrero 2018

El día de los milagros

—¿Dónde está San Antonio? ¿Y Juana de Arco?—murmuró ensombrecida la anciana tía abuela paseando la mirada por los muros vacíos de la iglesia—. Ya no quedan altares, ni santos. ¡Cielo santo! Vivir para ver.
Se santiguó tres veces.
Guardó silencio. Quizá en ese momento empezó a fermentar en su mente el castigo que merecían los causantes de tanta ruina moral porque pronto añadió:
—Los ministros de la iglesia… Arderán en el infierno por esta iconoclasia.
—Tía, por favor, estás perdiendo el tren de la vida —le susurré —. Los tiempos han cambiado.
Un centenar de personas, elegantemente vestidas, ya estaban sentadas en los bancos. Esperaban que comenzase la ceremonia del bautizo de las gemelas Beatriz y Laura. Sobrinas bisnietas de mi tía.
—Ahí vienen —dijo una voz a nuestras espaldas.
Todos rebulleron en sus asientos.
Los móviles quemaban las baterías: fotos y más fotos.
—Esto ni es bautizo ni es nada —gruñó taciturna.
Los padres caminaban por el pasillo central adaptándose al paso leve de las dos niñas de tres años hasta sentarse en el primer banco. Las niñas, con sus rizos rubios y sus zapatitos blancos, entre sus padres. Como debía ser.
El sacerdote observaba la escena desde el baptisterio y sonreía complacido.  Nada hacía suponer el terremoto de emociones que iba a desatar.
Al echarles el agua del bautismo un Ooohhh recorrió los bancos de la iglesia ante el milagro. Porque milagro era que el padre fuera el único en no ver el asombroso parecido entre las gemelas y el presbítero.
—Y entonces, ¿Sabéis qué hizo mi tía?
Como si hubiese leído mi pensamiento, que coincidía con el de los demás, me señaló con su bastón y con desdén me gritó: ¡Ni una palabra! Con gesto arrogante, se levantó de la silla y apoyada en el bastón se alejó.
Hacía años que no andaba sola.
© María Pilar
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