Era un joven diseñador gráfico en paro. Se creía con carisma de artista y esperaba que un día los demás también lo reconocieran como tal. Con su aspecto bohemio, estaba sentado en un banco de la estación cuando lo vio entrar.
«Es él», se dijo.
Con el idealismo que lo caracterizaba, entendió que era su oportunidad y no la podía dejar pasar. Su objetivo era conseguir una obra que fuera admirada por los entendidos, los que sabían de qué iba aquello. Los mismos para los que, si resultaba un fiasco, le darían la espalda y por añadidura lo reducirían a escoria. De eso ya sabía un poco.
Plasmarlo le llevaría toda la noche. Se cubrió la cabeza con la capucha, fue sacando los aerosoles de diferentes colores de la mochila y se puso manos a la obra. Al principio su trazado titubeaba, pero muy pronto se dejó llevar por la pasión que lo llenaba por dentro y proyectó al exterior una explosión de colores como nunca antes lo había hecho. El impulso de la inspiración hacía que sus muñecas bailaran a ritmo de vértigo. Se reconocía en cada trazo, en cada volumen, en cada color. Ya amanecía cuando en la parte baja de la derecha dejó su firma: IBAI.
Se alejó para observarlo y el resultado le pareció impresionante: la imagen abstracta, dolorida, con gran fuerza de trazo y color, era un grito de desgarro y denuncia. Sonrió satisfecho. Sacó la cámara que se había afanado en unos grandes almacenes e hizo una foto para el recuerdo.
Estaba profundamente dormido cuando un timbre insistente le obligó a abrir los ojos. Oyó a su madre que hablaba con alguien. Creyó entender la palabra policía. Hablaban del tren AVE..., constitutivo de delito... Se tapó hasta la cabeza y se hizo el dormido.
Golpearon en la puerta de su dormitorio. Su madre le retiró la ropa de cama a la vez que le decía:
—Pero, ¿qué has hecho?
—Nada, mamá, te lo juro que esta vez no he hecho nada malo.
—Levántate y díselo a los que están esperando.
© María Pilar
Relato ganador en RC«Es él», se dijo.
Con el idealismo que lo caracterizaba, entendió que era su oportunidad y no la podía dejar pasar. Su objetivo era conseguir una obra que fuera admirada por los entendidos, los que sabían de qué iba aquello. Los mismos para los que, si resultaba un fiasco, le darían la espalda y por añadidura lo reducirían a escoria. De eso ya sabía un poco.
Plasmarlo le llevaría toda la noche. Se cubrió la cabeza con la capucha, fue sacando los aerosoles de diferentes colores de la mochila y se puso manos a la obra. Al principio su trazado titubeaba, pero muy pronto se dejó llevar por la pasión que lo llenaba por dentro y proyectó al exterior una explosión de colores como nunca antes lo había hecho. El impulso de la inspiración hacía que sus muñecas bailaran a ritmo de vértigo. Se reconocía en cada trazo, en cada volumen, en cada color. Ya amanecía cuando en la parte baja de la derecha dejó su firma: IBAI.
Se alejó para observarlo y el resultado le pareció impresionante: la imagen abstracta, dolorida, con gran fuerza de trazo y color, era un grito de desgarro y denuncia. Sonrió satisfecho. Sacó la cámara que se había afanado en unos grandes almacenes e hizo una foto para el recuerdo.
Estaba profundamente dormido cuando un timbre insistente le obligó a abrir los ojos. Oyó a su madre que hablaba con alguien. Creyó entender la palabra policía. Hablaban del tren AVE..., constitutivo de delito... Se tapó hasta la cabeza y se hizo el dormido.
Golpearon en la puerta de su dormitorio. Su madre le retiró la ropa de cama a la vez que le decía:
—Pero, ¿qué has hecho?
—Nada, mamá, te lo juro que esta vez no he hecho nada malo.
—Levántate y díselo a los que están esperando.
© María Pilar