25 noviembre 2019

Mi número de la suerte

El tres apareció en mi vida en una concatenación de hechos que convirtieron mi frustración en alegría. La señal mágica más contundente que me ha ocurrido en toda mi existencia. Estaba claro que en el aire pululaban los números de la suerte y ese me tocó a mí.

Había encontrado un trabajo en la ciudad, una amiga me dejaba su apartamento a cambio de que se lo cuidara porque se iba a Camerún con una ONG, y yo, ¡por fin!, podía emanciparme. ¡Qué momento! Trabajo y piso que me aseguraba la independencia a coste cero. ¡No me lo podía creer! Llamé a todos los amigos para celebrarlo con pizzas y bebidas que pedimos al restaurante del bajo y el apartamento se llenó de música y jolgorio hasta el amanecer. Caí rendida nada más acostarme. La alarma sonó a las siete para recordarme que a las ocho tenía que estar en mi puesto de trabajo. En la nebulosa del sueño, recuerdo que saqué el brazo, la apagué y seguí durmiendo.
Me desperté con una sensación extraña, no sabía dónde me encontraba. Necesitaba un café bien cargado, pero mamá, que era la que siempre lo preparaba, no estaba allí, así que me froté los ojos para lograr vislumbrar que la pantalla del móvil marcaba las tres. ¡No podía ser! Mi primer día de trabajo y ni siquiera me había presentado. ¡Cómo había actuado de forma tan estúpida! Sentada en el borde de la cama, con los hombros caídos y sujetándome la cabeza con las manos porque me iba a estallar, sentía una rabia infinita contra mí misma. La elocuencia de aquel silencio me embargaba. Empecé a deambular por la habitación buscando una salida al caos mental que tenía. Y esa era mi cacareada independencia.
El tono de un mensaje en el móvil llamó mi atención. Una tienda de moda me invitaba a participar de grandes descuentos antes de las rebajas. Trato de clienta vip. ¡Qué rápido se habían enterado de que iba a tener pasta! Descubrí dos mensajes anteriores: en uno, me informaban de mi alta laboral en la Seguridad Social; y en el otro, la entidad bancaria me avisaba para que no acudiera al trabajo porque habían tenido aviso de bomba.
Respiré aliviada y entonces sonreí.

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09 noviembre 2019

Un ramito de violetas

Ya sabes, Julián, lo brutos que son los del pueblo. Te llevaron a las bodegas, dispuestos a seguir la farra que habían empezado en los bares: «Veréis qué pronto le quitamos esos aires de señorito de ciudad», decían. 

Era noche cerrada, cuando volvíamos. Tus andares, haciendo eses, te retrasaron del grupo y nadie se dio cuenta de que me quedé contigo, para acompañarte. Por nada del mundo quería que los padres de tus alumnos te vieran en aquel estado. Es que yo ya me había fijado en ti, ¿sabes? Tan alto y despistado; con esa mirada tan bonita de miope que me embobaba. En el reducido habitáculo de la bodega, logré abrir un espacio para estar a tu lado con el corazón latiéndome a mil. ¡Cómo me gustabas! 

Nos detuvimos en la zona de El mirador. Te hacía bien el aire fresco. Y allí, invisibles, en la oscuridad que sonorizó nuestros gemidos, ocurrió lo nuestro. ¡Las veces que te lo he contado! Cuando te preguntaba si te acordabas, siempre me contestabas: «Que sí, mujer». Siempre, menos la primera vez que no recordabas nada. ¡Cómo te portaste cuando te dije lo de mi embarazo! No veía el momento de contártelo. Fuiste todo un caballero. Me ahorraste la vergüenza de los comentarios del pueblo. «Una boda sencilla», dijiste. Dado mi estado, era lo más lógico. 

Vida íntima entre nosotros, Julián, después de aquello, nada de nada. Conmigo nunca fuiste tierno. Eso que te gustaba escribir versos en aquellos cuadernos azules que guardabas con tanto misterio. Te ibas y me dejabas sola. Claro, que de quien estabas enamorado era de tu profesión. Cursos en verano, intensivos los fines de semana, campamentos con los chavales. Con ese ritmo, ya me dirás. Por eso sonreías cuando cada nueve de noviembre te mandaban flores, siempre sin tarjeta. Ni falta que hacía, qué menos que las madres te agradecieran el trabajo con los muchachos. 

En el pueblo empezaron a llamarme con ironía: «La señora del maestro». Yo bien sabía que algunas me envidiaban. Un poco de mal genio sí tenías, pero jamás me pusiste la mano encima. Tenía claro que nunca iba a dejar que me tratasen como a mi madre. La lastimosa imagen de mi madre.

Hoy todo está cubierto por un manto de nieve. Si pudieras verme, notarías el vaho que me sale al hablarte. Es el frío del pueblo, ya sabes. ¡Anda! ¿Y ese ramito de violetas en tu lápida? «En el día de nuestro aniversario, 9 de noviembre. Cecilia». ¿Cecilia? ¡¿Pero qué es esto?! ¡¿Tú, un amor secreto?! ¡¡Y vas a quedarte tan callado como siempre!! 

Unas pisadas recientes sobre la nieve se alejan de la tumba. Las sigo muy decidida y me llevan a la pequeña puerta de la parte de atrás del cementerio. Desde allí la veo alejarse. Es una señora elegante, con botas altas y abrigo de los caros, que yo de eso entiendo un rato. Al subirse al coche, se gira y su penetrante mirada se posa en mí. Me entra un miedo casi convulsivo.


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