El tres apareció en mi vida en una concatenación de hechos que convirtieron mi frustración en alegría. La señal mágica más contundente que me ha ocurrido en toda mi existencia. Estaba claro que en el aire pululaban los números de la suerte y ese me tocó a mí.
Había encontrado un trabajo en la ciudad, una amiga me dejaba su apartamento a cambio de que se lo cuidara porque se iba a Camerún con una ONG, y yo, ¡por fin!, podía emanciparme. ¡Qué momento! Trabajo y piso que me aseguraba la independencia a coste cero. ¡No me lo podía creer! Llamé a todos los amigos para celebrarlo con pizzas y bebidas que pedimos al restaurante del bajo y el apartamento se llenó de música y jolgorio hasta el amanecer. Caí rendida nada más acostarme. La alarma sonó a las siete para recordarme que a las ocho tenía que estar en mi puesto de trabajo. En la nebulosa del sueño, recuerdo que saqué el brazo, la apagué y seguí durmiendo.
Me desperté con una sensación extraña, no sabía dónde me encontraba. Necesitaba un café bien cargado, pero mamá, que era la que siempre lo preparaba, no estaba allí, así que me froté los ojos para lograr vislumbrar que la pantalla del móvil marcaba las tres. ¡No podía ser! Mi primer día de trabajo y ni siquiera me había presentado. ¡Cómo había actuado de forma tan estúpida! Sentada en el borde de la cama, con los hombros caídos y sujetándome la cabeza con las manos porque me iba a estallar, sentía una rabia infinita contra mí misma. La elocuencia de aquel silencio me embargaba. Empecé a deambular por la habitación buscando una salida al caos mental que tenía. Y esa era mi cacareada independencia.
El tono de un mensaje en el móvil llamó mi atención. Una tienda de moda me invitaba a participar de grandes descuentos antes de las rebajas. Trato de clienta vip. ¡Qué rápido se habían enterado de que iba a tener pasta! Descubrí dos mensajes anteriores: en uno, me informaban de mi alta laboral en la Seguridad Social; y en el otro, la entidad bancaria me avisaba para que no acudiera al trabajo porque habían tenido aviso de bomba.
Respiré aliviada y entonces sonreí.
Había encontrado un trabajo en la ciudad, una amiga me dejaba su apartamento a cambio de que se lo cuidara porque se iba a Camerún con una ONG, y yo, ¡por fin!, podía emanciparme. ¡Qué momento! Trabajo y piso que me aseguraba la independencia a coste cero. ¡No me lo podía creer! Llamé a todos los amigos para celebrarlo con pizzas y bebidas que pedimos al restaurante del bajo y el apartamento se llenó de música y jolgorio hasta el amanecer. Caí rendida nada más acostarme. La alarma sonó a las siete para recordarme que a las ocho tenía que estar en mi puesto de trabajo. En la nebulosa del sueño, recuerdo que saqué el brazo, la apagué y seguí durmiendo.
Me desperté con una sensación extraña, no sabía dónde me encontraba. Necesitaba un café bien cargado, pero mamá, que era la que siempre lo preparaba, no estaba allí, así que me froté los ojos para lograr vislumbrar que la pantalla del móvil marcaba las tres. ¡No podía ser! Mi primer día de trabajo y ni siquiera me había presentado. ¡Cómo había actuado de forma tan estúpida! Sentada en el borde de la cama, con los hombros caídos y sujetándome la cabeza con las manos porque me iba a estallar, sentía una rabia infinita contra mí misma. La elocuencia de aquel silencio me embargaba. Empecé a deambular por la habitación buscando una salida al caos mental que tenía. Y esa era mi cacareada independencia.
El tono de un mensaje en el móvil llamó mi atención. Una tienda de moda me invitaba a participar de grandes descuentos antes de las rebajas. Trato de clienta vip. ¡Qué rápido se habían enterado de que iba a tener pasta! Descubrí dos mensajes anteriores: en uno, me informaban de mi alta laboral en la Seguridad Social; y en el otro, la entidad bancaria me avisaba para que no acudiera al trabajo porque habían tenido aviso de bomba.
Respiré aliviada y entonces sonreí.