28 octubre 2013

La casa de mis recuerdos

Tal vez porque la mayor parte de mi vida ha transcurrido en un piso de ciudad o tal vez porque en la mente de los niños todo se engrandece, lo cierto es que la casa de mis recuerdos es enorme.  

Lo que más llama la atención son las cinco robustas columnas de piedra tallada en redondo que sostienen la galería de la parte superior. La fachada principal da a una calle importante y la casa se alarga haciendo esquina con otra más pequeña. Este lateral, revestido de mampostería tosca, está abierto por un balcón que mira curioso al centro de la plaza. Es boca que deja entrar historias que se viven en el pueblo a la vez que permite salir voces y figuras que se asoman.  

La ventana, al lado de la puerta principal, no es muy grande, resiste el paso del tiempo y sigue dando la bienvenida a los visitantes. En ella se reconoce el aire familiar de los que habitaban. Deja ver a la abuela sentada a coser en la sala, la estancia más cálida, mientras la luz del sol, que parece detenerse en ella, le ilumina la vista a la par que le calienta las manos. Levanta la cabeza agradecida y ve la ola de polvo que levanta el traqueteo de un carro. Las ventanas no son solo los ojos o la boca de la casa, sino también sus oídos y su nariz. Se abren para ventilar y se cierran para evitar que los olores de la limpieza de pocilgas y cuadras se adueñen de la casa. Recogen sonidos que no hacen daño, como el paso de un rebaño de ovejas o el canto de los pardales, el de los vendedores ambulantes o el chiflo del afilador y también los que asustan, como los gritos de enfado junto al estrépito de un cristal roto. Hoy todos han quedado atenuados por el paso del tiempo frente al ruido dominante en el que vivimos.   

La cocina tenía una chimenea acampanada enorme, en el fuego siempre los pucheros desprendían el inconfundible olor de las comidas de casa que nunca te abandona. En la parte baja de una pared, estaba la hornacha para calentar con troncos de encina la gloria de la sala. Esa vida se me ha ido desdibujando, pero me queda el olor del humo de las chimeneas, el sonido del chisporroteo de la leña al quemarse, los colores tan vivos del fuego que me hipnotizaban y la caricia del calor en la piel.  

Al lado de la cocina, la despensa, con el frescor de una bodega y los olores propios de una tienda de ultramarinos. No los quesos, que las mujeres hacían de forma artesanal con la leche de las ovejas, estos tenían su fresquera, una sala propia. Su sabor exquisito se mezclaba con una cultura y un arte que solo estando lejos he aprendido a valorar.  

Por la puerta trasera, al atardecer, entraban las mulas a las cuadras, con los hombres que venían de trabajar los campos. En el corral picoteaban las gallinas y, en primavera, se oía el canto de los pardales que, a veces, armaban un gran escándalo por una miga de pan. La cochiquera era el reino de los cerdos. En torno a San Martín, los vecinos venían a ayudar. Yo me escondía detrás de una puerta y me tapaba los oídos con las manos, así y todo, nunca olvidaré los chillidos cuando el matarife les clavaba el cuchillo.  

La escalera de madera, con el barandal brillante de usarlo como tobogán sin que me viera el abuelo, nos lleva a las habitaciones de arriba. Las que daban a la calle eran muy grandes: una con alcoba, otra con vestidor, la de más allá con una sala aneja; las de la zona de atrás, eran más pequeñas y modestas. En cada habitación había un palanganero, unos de madera y otros de hierro forjado. Y en los armarios, entre la ropa, bolitas de naftalina. Recuerdo su olor fuerte que algunas personas extendían en la iglesia con su ropa de domingo.  

Debajo del tejado, el gran desván abovedado, con uvas pasas sobre hojas de periódicos viejos, por aquí; sacos de almendras por allá, estanterías abarrotadas de libros y fajos de papeles amarillentos, cajas, baúles; parecía el almacén de una tienda en el que me encantaría perderme si no fuera por los rincones oscuros y el misterio que lo envolvía, me amedrentaba. Crujidos que no sabías de dónde venían, la cortina del ventanuco temblaba, la puerta, que siempre dejabas abierta, se movía. Tal vez lo habitaban espíritus de antiguos habitantes de la casona que se habían quedado atrapados.  

Con la última luz del día, a veces, se oía el canto persistente de la lechuza. Cuando estaba cerca, los mayores se ponían muy serios. Decían que en el tejado que se posase, en unos días, alguien de esa casa iba a morir. Y tras su canto, el ulular del viento soplaba con tanta fuerza que llenaba la casa de misterios y los muebles se volvían más rígidos y mostraban su mirar pasmado. El abuelo se encogía en su mutismo, la abuela callaba y yo temblaba de miedo. Los tres callados al unísono, bajo la luz de las bombillas, subíamos a acostarnos por las escaleras de madera que rompían el silencio con sus crujidos.  

Cuántas veces mis emociones y fantasías brotan de ese mundo que ya pasó. Pero qué enigmática es la memoria. A veces te muestra los más bellos recuerdos y otras, te deja en el alma la inquietud del silencio y noches con funda de misterio. 

El beso de Gustav Klimt

Se celebraba la fiesta de la belleza y del erotismo. El cóctel, en el palacio Belvedere, se nos sirvió en el romántico jardín entre fuentes ornamentales y ajedrezados de césped. El grupo más numeroso se quedó en el paseo central que se pierde hacia un horizonte inabarcable y muy animados con sus copas en la mano disfrutaban del privilegio reservado a unos cuantos. Algunas parejas nos fuimos dispersando bajo la influencia de esa luz que matiza los alegres colores florales mientras la brisa nos envolvía con deliciosos aromas de plantas de los Alpes. Los surtidores con sus juegos de agua al precipitarse nos salpicaban la piel y todo avivaba los sentidos y te invitaba a formar parte del juego amoroso porque todo latía bajo el influjo erótico de los actuales dueños.
En el salón de baile los tules y las gasas se rozaban al ritmo del “Danubio Azul” que la orquesta interpretaba y allí Emilie, con la inequívoca sonrisa del amor en los labios, nos comentó que lo conoció en la boda de su hermana. “Él ya era un hombre de mundo y yo estaba en los albores de mi juventud, pero prendió en mí la llama de un irresistible amor ante el fuego de deseo que me lanzaban sus miradas. Recuerdo cómo se aceleró mi corazón cuando se me acercó. Ahí empezó nuestro idilio que ha dado lugar a nuestra eterna historia de amor. Él puso la pasión, yo la entrega más absoluta y mi sensibilidad ante un simple roce de su piel. Nos fusionamos con frenesí para vivir nuestro amor prohibido aferrándonos como el pie del equilibrista al alambre. Fui la eterna amante ̶ mujer fatal y pelirroja decían ̶ nuestra pasión estuvo por encima de normas y condicionamientos sociales y el vértigo al precipicio amenazante bajo nuestros pies fortaleció nuestro querer hasta la muerte y nos sobrevivió”.
Fue hermoso captar ese beso de la pareja de anfitriones cuando los dos abrazados, vestidos con sus coloridas túnicas de fiesta, se entregaban a la felicidad erótica de manera imperturbable con tal fuerza, que irradiaban fulgores dorados de un sol abrasador.
¡La eternidad de un beso!
© María Pilar

21 octubre 2013

Doblan las campanas

Cuando la brisa despliega la ambrosía
En un lugar de amables atardeceres
Las alas de sombra de los plátanos se alargan.
Cuando desflora su virginidad la primavera
En armonía con el trébol de la suerte
El peine del viento mece nuestros sueños.
Cuando recibe un ventanal velado
La absorbancia de la luz que nos deja
Gimen las paredes de una casa
Impregnadas de tristeza y soledad.
Doblan las campanas de la iglesia
Por el contador de historias
Que ya no está.

13 octubre 2013

Vendimia en La Rioja Alavesa

El otoño, con sus días soleados y sus noches frías, se detiene en el pueblo cuando la vendimia llama a su puerta. El ambiente sabe a grana y esperanza y el olor dulce del caldo se extiende por todos los rincones. Por las calles se ve ajetreo constante de gente y se siente el crujir de los sarmientos a su paso. Ruidos de tractores seguidos de pequeños remolques se oyen por doquier y voces de tierras lejanas se mezclan con las del lugar. Son los temporeros que dejan casa, tierra y familia para hacer la campaña de la vendimia.
El ritual cargado de arte, magia y fiesta se repite de generación en generación hasta perderse en la memoria de los tiempos. En cuanto amanece, los vendimiadores están a pie de cepa para empezar a tomar contacto con esos racimos de uvas rebosantes. Avanzan con cuidado, notan el fruto maduro en su mano y cortan con diligencia para no estropear el milagro. Sienten la cercanía de los demás, a veces algún roce cómplice que se celebra con sonrisas. La recogida de la uva también implica recogida de ilusiones. Para algunos el sustento de la familia de todo el año.
El sol se pone y al compás de su luz se suspende la tarea. La sintonía de voces, olores y colores se va sosegando. Cuando por la noche el silencio envuelve un merecido descanso, hay quien, antes de dormirse, saca emocionado una gastada foto familiar para rozarla con los labios.
© María Pilar

04 octubre 2013

Síndrome del nido vacío

Conservo la jaula en mis manos, les abrí la puerta para que pudieran volar. Yo misma había tejido sus alas, fuertes, brillantes y vigorosas y les había inculcado un sueño, el sueño de la libertad. Las he visto alejarse volando con la ilusión de la juventud recién estrenada. El atardecer me descubrió inmóvil, con la mano levantada, contemplando su silueta hasta convertirse en un punto en el infinito.
Fuera del nido en el que nacieron ¿qué peligros les pueden acechar? Tejo esperas ilusionadas que se me mezclan con hilos de decepción, oteo el horizonte ojo avizor, creo verlas en otros perfiles que siempre me engañan y he aligerado mi equipaje siempre dispuesta a una llamada.
Quisiera ser el faro del puerto que guíe su camino, quisiera ser la brisa que mueve y acaricia sus alas, quisiera ser el fuego que aniquile a todos que se les acerquen para hacerles daño, quisiera ser el consuelo a sus suspiros, quisiera ser… quisiera ser…
Ya no habrá quien me calme en mis desvelos, a quien le descubra mis inquietudes y tristezas, porque las encerraré en un lugar oculto bajo siete llaves forjadas con lágrimas y silencios. La noche se convertirá en juegos de memoria y al amanecer, le sonreiré al viento que es un gran mensajero, le sonreiré y le gritaré: “¡qué bien lo estáis haciendo!” y en su retorno, me traerá aromas conocidos de tierras extrañas.
© María Pilar

01 octubre 2013

He plantado un tulipán

Desde que se fueron las niñas me he convertido en jardinera, bueno jardinera es un decir porque solamente tengo una planta. Clara me trajo, de uno de sus muchos viajes, esta vez de Holanda, un bulbo de tulipán y he leído en internet que a partir de septiembre ya se puede plantar para evitar el tiempo de las heladas y lograr un buen crecimiento. He seguido las normas que indicaban para hacerlo en maceta, pero al regar la tierra se ha quedado prieta y no sé si es lo adecuado.
 
Lo tengo en la terraza porque es bastante soleada y lo contemplo cada día. Como no da señales, he empezado a hablarle para que no se le ocurra morirse porque me sentiría culpable y me moriría también yo; bueno no voy a morirme, pero se lo digo para presionarle y que se anime a nacer. Le digo que no se preocupe porque, de momento, está solo. Ya sé que están habituados a crecer rectos y apoyados unos en los otros porque les gusta vivir en familia numerosa. Pero eso tiene remedio.
 
¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que empiece a dar señales? no quiero saberlo, así me sorprenderá. Espero observar su asombroso crecimiento y disfrutar del colorido que me regale con su flor.