
Antes del amanecer, cuando los gallos aún dormían, un hermano lego del monasterio de San Millán de la Cogolla oyó un balbuceo de bebé. Ávido por saber qué era aquello, siguió aquel sonido y lo llevó a un bulto que se movía envuelto en una manta de arpillera. Eran cinco niñas recién nacidas que alguien había dejado abandonadas en la puerta. Se dejó llevar por su intuición de protección y las introdujo en el convento sin pensar que las mujeres lo tenían prohibido. “En el chamizo de la huerta, junto a la chimenea, estarán calentitas”, se dijo. Ordeñó una vaca con las manos y empapó un trozo de tela en la leche diluida en agua que les fue dando a chupar a las criaturas.
El secreto era difícil de guardar por lo que muy pronto la comunidad entera estaba alborotada con la noticia. Todos los monjes corrieron a verlas y entre exclamaciones se santiguaban. Sus caras adustas y serias se suavizaban y sonreían por la ternura que les inspiraban, aunque sus palabras contradecían esa expresión al hablar con el sentido de la responsabilidad: había que buscar una solución para sacarlas de allí, darlas en adopción o entregarlas a las autoridades; pero lo primero de todo, cristianizarlas. Parcos en palabras, las llamaron: a, e, i, o, u. El amanuense glosó el hecho en el margen de un libro.
Pasó el tiempo y, por alguna razón, siguieron en el monasterio de aquel hermoso valle rodeado de bosques y tierras de labranza. La “a”, minúscula como sus hermanas, tenía un rostro francamente bonito con el pelo recogido en una cola, creció muy responsable, la que más, sobre todo de la traviesa “e” que jugaba al travestismo y le gustaba cambiar su posición física para parecer un 9. La “i”, fina y presumida, caminaba erguida con su punto de distinción. La “o” era tímida y miedosa y la “u” la asustaba todo el tiempo con su grito de guerra: "¡uuuhhh!", hasta que la hacía llorar.
Un día llegó al monasterio un notario que les traía el testamento de su padre, un noble muy rico que hablaba latín y que había fallecido en Roma. Les nombraba herederas de sus bienes. Tan solo la villa que tenía en Corfú se la dejaba a su otra hija natural nacida de un amor de juventud. Era una joven muy acogedora y equilibrista, caminaba erguida con una sola pierna, se la conocia como la “i griega”.