¡El espantapájaros! Recuerdos de infancia, aplausos infantiles, miradas temerosas.
Los lugareños cachiporra en mano, hartos de que los intrusos visitantes alados les devorasen las frutas, decidieron declararles la guerra y no cejar hasta acabar con ellos o que pactasen una retirada en desbandada.
El revoloteo, gorjeo y trinos, exasperaba aún más a los del bastón que enfurecidos arreciaban contra las alegres aves cantarinas. Éstas, cual imán, se sentían atraídas más y más por las rojas y carnosas cerezas.
Reunidos en asamblea pequeños gorriones, negros tordos, coloridos petirrojos, cantarines canarios, camuflados mirlos y vencejos revoloteando, decidieron copiar el mimetismo del lugar y pasar desapercibidos ante el ojo humano. Con la tranquilidad y el silencio, los lugareños dormitaban la siesta, lo que era aprovechado por las ágiles y astutas aves para hacerse con el fruto. Al límite de su paciencia, los hombres crearon, cual dioses supremos, un ser a su imagen y semejanza, un ser que con el soplo del viento pareciera tener vida y engañar así a los malvados pajarracos.
¡Apareció el espantapájaros!
Lucía una increíble sonrisa y unos ojos picarones de un azul intenso, le cubría la cabeza una boina negra de abuelo con un gran pompón rojo que le daba un aspecto cómico. Iba vestido como los granjeros: mono azul con peto. Relleno todo él de hierba seca y con el gesto amenazante de los brazos abiertos, parecía moverse por el campo zarandeado por el viento.
Aportaba una nota pintoresca al paisaje.
A veces aparentaba un ser siniestro y otras un divertido payaso con ganas de juego. Bastaba ver el gesto de un niño que lo observaba, su leve sonrisa dejaba claro que se adentraba en un mundo mágico proyectando en sus pupilas un ser grotesco que inspiraba ternura en plena actuación: brazos en cruz, manos de paja, amplia txapela y leves movimientos de perceptible temblor.
Pronto descubrieron su debilidad las aves y sin ningún miramiento se posaron encima y le pusieron perdido con sus excrementos.
El espantapájaros se quitó la txapela, la sacudió y la apretó con las dos manos contra su pecho; agachó la cabeza para disimular las lágrimas que desdibujaban los rasgos grotescos de su cara y con inmensa tristeza echó a andar. Su figura se perdió en el tiempo.
© María Pilar
Los lugareños cachiporra en mano, hartos de que los intrusos visitantes alados les devorasen las frutas, decidieron declararles la guerra y no cejar hasta acabar con ellos o que pactasen una retirada en desbandada.
El revoloteo, gorjeo y trinos, exasperaba aún más a los del bastón que enfurecidos arreciaban contra las alegres aves cantarinas. Éstas, cual imán, se sentían atraídas más y más por las rojas y carnosas cerezas.
Reunidos en asamblea pequeños gorriones, negros tordos, coloridos petirrojos, cantarines canarios, camuflados mirlos y vencejos revoloteando, decidieron copiar el mimetismo del lugar y pasar desapercibidos ante el ojo humano. Con la tranquilidad y el silencio, los lugareños dormitaban la siesta, lo que era aprovechado por las ágiles y astutas aves para hacerse con el fruto. Al límite de su paciencia, los hombres crearon, cual dioses supremos, un ser a su imagen y semejanza, un ser que con el soplo del viento pareciera tener vida y engañar así a los malvados pajarracos.
¡Apareció el espantapájaros!
Lucía una increíble sonrisa y unos ojos picarones de un azul intenso, le cubría la cabeza una boina negra de abuelo con un gran pompón rojo que le daba un aspecto cómico. Iba vestido como los granjeros: mono azul con peto. Relleno todo él de hierba seca y con el gesto amenazante de los brazos abiertos, parecía moverse por el campo zarandeado por el viento.
Aportaba una nota pintoresca al paisaje.
A veces aparentaba un ser siniestro y otras un divertido payaso con ganas de juego. Bastaba ver el gesto de un niño que lo observaba, su leve sonrisa dejaba claro que se adentraba en un mundo mágico proyectando en sus pupilas un ser grotesco que inspiraba ternura en plena actuación: brazos en cruz, manos de paja, amplia txapela y leves movimientos de perceptible temblor.
Pronto descubrieron su debilidad las aves y sin ningún miramiento se posaron encima y le pusieron perdido con sus excrementos.
El espantapájaros se quitó la txapela, la sacudió y la apretó con las dos manos contra su pecho; agachó la cabeza para disimular las lágrimas que desdibujaban los rasgos grotescos de su cara y con inmensa tristeza echó a andar. Su figura se perdió en el tiempo.
© María Pilar