Han tenido que pasar unos años para que se me deshiciese el nudo que me presionaba por dentro y poder escribir lo que pasó aquella aciaga noche.
Hacía unos días que se había celebrado la fiesta de la primavera. Las noches se acortaban y los días eran luminosos y floridos. Pero algo ocurrió la noche del 25 de marzo que rompió esa tendencia natural y se hizo larga, muy larga. Yo no dormía. Estaba contigo en la habitación 407 del hospital de Txagorritxu. A veces te movías inquieto y te preguntaba: ¿Tienes dolores? Y tú lo negabas.
La tenue luz de emergencia recortaba con precisión tu espacio: la cama que te acogía y el gotero que te alimentaba; el resto de la habitación adquiría una tonalidad de penumbra donde los elementos, entre ellos el sillón en el que me encontraba, parecíamos testigos maniatados por el miedo esperando la llegada de algo cuyo nombre éramos incapaces de pronunciar.
Te quedaste con los ojos cerrados y la mano del gotero sobre la sábana como un barquito varado. Yo oía ese respirar tuyo tan trabajoso que se expandía por la habitación. Te creía dormido y me decía confiada que mientras durmieras no podía pasar nada malo porque descansabas. Y en algo tan simple puse el éxito de tu lucha por vivir, convencida de que si llegabas al amanecer, te salvabas. Pero el tiempo pasaba muy lento y el amanecer no llegaba. Si te movías, como un resorte me acercaba a ti y tú, con la mano hacías el gesto de tranquila. Como hermano mayor, me cuidabas.
Decidí permanecer sentada en el sillón desde donde seguía el ritmo lento del gotero y me quedé callada. El silencio estableció una comunión entre los dos y todo fue mejor. En un momento de la noche una enfermera entró y encendió la luz. No me atreví a decirle que tú preferías la penumbra por si se molestaba, y me mantuve en el rincón viendo cómo te inyectaba algo en el gotero. Habías abierto los ojos y mirabas todo lo que iba haciendo. Se fue tan enérgica como había venido y yo me preguntaba si habría percibido mi presencia.
Hoy sé que mientras me enredaba con toda aquella cháchara de poner en tu respirar todas mis esperanzas, tal vez no durmieras como yo creía, tal vez las pausas se debieran a tu agotamiento y no a momentos de relajación, tal vez tu respirar profundo fuera agonizante… ¿Cómo no lo comprendí entonces?
Y llegó el amanecer. Y seguías respirando con ese esfuerzo tan brutal. Subí un poco la persiana para ver cómo la luz del día hacía jirones a la noche. Y sí, lo estábamos logrando. Cuando llegó la mañana y todo empezó a moverse en nuestro entorno, te vi despierto, con profundas ojeras, pero con tu aspecto joven, tranquilo y me dije: Esta noche hemos ganado la partida. Entonces sacaste tu mano libre y cálida de entre las sábanas buscando la mía; la tuya hablaba de despedida, la mía te retenía, que no, todavía no. No sentía el silencio alevoso de la parca dispuesta a actuar ni el vértigo al vacío que a veces me atrapa. Nos miramos y nos hablamos palabras que los ojos confirmaban. Había tanta serenidad, tanta paz y entereza en los tuyos cuando me decían esto se acabó, que me separé de ti con ánimo de añadir disimulo a lo que me estabas contando y convencerte, más creo que convencerme, de que todo iba a seguir.
Y me dejaste marchar.
En unos minutos estaba en casa. Pensaba ducharme, cambiarme de ropa... Sonó el teléfono.
Te habías ido.