23 diciembre 2019

Nunca me abandones

La adolescencia de María es un tren con el traqueteo de los del pasado. Un tren que, con sus silbidos envueltos en hollín, deja atrás los ondulados campos castellanos y serpentea por las montañas inabarcables del País Vasco.

De mañana, su padre la lleva a la estación. Le coloca la maleta en el estante superior del compartimento y, mirando el billete, le indica el sitio donde tiene que sentarse; junto a la ventana.
—No me dejes —le dice ella.
—Nunca. Ya sabes lo mucho que te quiero —le contesta revolviéndole el pelo.
La atrae hacia sí y la abraza a la vez que le pregunta: «¿Lista para tu aventura?»
María hace un gesto afirmativo con la cabeza gacha.

La gente se arremolina en el andén para despedir a los que se van; raudos cargan bultos y maletas, los últimos abrazos y besos, otros dicen adiós con la mano. Con el sonido estridente del pitido, el tren se pone en marcha y la figura del padre se empequeñece hasta quedar reducida a un punto inexistente. A ella le invade una sensación extraña a la que aún no sabe ponerle nombre. Con el tiempo aprende que se llama vértigo.

El resuello anhelante de la locomotora la va alejando de su mundo mucho más de lo que pudo imaginar antes de partir. Sentada en el borde del asiento, con sus zapatos de colegiala y calcetines cortos, no puede parar de moverse. Está preocupada de que se le pase la estación de llegada; por eso mira detenidamente el nombre de cada parada por si coincide con el que lleva grabado en la memoria de tanto repetirlo. El revisor viene a mirar el billete y le susurra muy simpático: «¿Todo bien, señorita?» Respira aliviada y sonríe porque le gusta que no la trate como a una niña.

Por el ventanal, pasan árboles y postes de la luz a velocidad apresurada. Giran y huyen interponiéndose entre ella y su lugar de procedencia. Cuando se le caen los párpados cansados, las imágenes siguen rotando en su cabeza y rompen la calma tensa que entumece sus miembros. Agarrada al asiento se muerde el labio inferior para aguantar las lágrimas. Y, con los ojos empañados no logra leer el nombre de la estación que ya huye.

Atrapada entre aquellas montañas por las que discurre el tren, donde le espera un modo de vida tan diferente al que conoce, comienza a sentir una inquietud imposible de calmar. En el mundo que deja, sus pies, fieles a la manía de no pisar rayas, saltaban de losa en losa y el reflejo de un charco le devolvía una niña pizpireta que la entusiasmaba. Ahora se ve una hoja zarandeada por el viento hacia un destino incierto. Atrás queda su infancia con los trinos de los gorriones columpiándose en los cables de la luz y las nubes algodonosas que le contaban cuentos, el miedo a subir las escaleras a oscuras y los fantasmas invisibles que poblaban las noches. También, dos largas trenzas de sedoso cabello negro. «Para que puedas peinarte sola», le dice el rumor del arroyo en el que se encuentra con la sonrisa de su madre que ella guarda muy dentro. 

Bajo un cielo cubierto de oscuras y plomizas nubes, el convoy entra en la estación con un ruido ensordecedor. Algunos se agolpan en las puertas impacientes por bajar. Los esperan. El frío de despedida que recorre el andén la encuentra desprotegida y la va calando un olor húmedo a naturaleza que siempre la transporta a ese momento. El reloj de la estación marca las cuatro de aquel día gris de septiembre. Patea calles extrañas como se anda en los sueños y cada poco muestra la dirección escrita por su padre. Un señor la acompaña. Camina a su lado en silencio. Su destino acaba frente a unas puertas de hierro forjado que en ese momento están abiertas. Una vereda flanqueada por árboles muy altos lleva a la escalinata de un palacete que, como por arte de magia, asoma al fondo. ¡Fascinante si fuera un cuento! Con esa sensación paralizante que te impide moverte, se queda mirando, como una papanatas, la secuoya gigante de la entrada. El hombre que la ha acompañado la anima a entrar: «Etorri, neska!». Se hace la valiente y, con el corazón al galope, pone un pie dentro.
Mädchen Internat, lee en la entrada principal.

Cuando llega la Navidad, un runrún de maletas liberadas de los armarios recorre el internado. Entre velas rojas, coronas de abetos y la música del villancico O Tannenbaum, las adolescentes solo hablan de un tema: «¡Vacaciones!».
Muy circunspecta, Schwester Lidana, con una carta de su padre en la mano, le dice que se ha casado de nuevo y pronto va a tener un hermanito. Mejor que estas vacaciones se quede con ellas. Un jarrón de agua fría nunca le hubiera hecho tal efecto. A solas, hace trocitos a la mujer que está en la foto con su padre y a este, las lágrimas derramadas lo van desdibujando.

Una puerta le hace guiños y allí se cuela. Descubre libros, muchos libros. Con la intriga de Extraños en un tren de Patricia Highsmith, no puede dejar de leer; devora la historia página a página robándole tiempo al sueño. Conoce a los personajes, se siente atrapada por el relato, lo vive con tensión. Al final, le da pena terminarlo, pero esa emoción sentida la arrastra a descubrir otras historias que la hagan vibrar, sonreír, llorar.

La cortina de lluvia tras la ventana, idéntica al día que llegó, hace pensar que nada ha cambiado; pero, salvada por la lectura, es consciente de que ella sí ha cambiado. Mucho.
Llueve, pero María vuela.

© María Pilar

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01 diciembre 2019

Hubo un tiempo

Hubo un tiempo, en el que creí que Dios era un ojo atrapado en un triángulo equilátero. En ese tiempo pasado, pensaba que el ratoncito Pérez vendría con nocturnidad, a llevarse mi recién caído diente de leche, como el mío no se lo llevó dejé de creer en él. Llegaron después los años de catecismo, para hacer la primera comunión, durante los que supuse que había un cielo diáfano y feliz para los buenos y un infierno ardiendo en un fuego perpetuo para los malos. 

Durante mi infancia estuve convencida de que los Reyes Magos de Oriente dejaban regalos a los niños buenos por Navidad, a mí no me traían nada, ni siquiera arbón. ¡Qué descarados! También me contaban que las cigüeñas traían a los bebés, pero en mi casa, mamá se acostaba y después nacía un hermano sin que cigüeña alguna intermediase. Los mayores mentían mucho, lo que era un pecado venial, tal vez por eso se acercaban al confesonario donde el cura los escuchaba a través de una rejilla y los perdonaba si cumplían una penitencia. En el soto, por las eras o en la plaza, de repente, las chicas mayores desaparecían con los chicos, en pareja, y todos sabíamos que hacían cosas que también eran pecado, pero, como los temíamos, no se lo decíamos a nadie. 

Más tarde, cuando, por fin, se murió Franco y este país salió de la dictadura, hubo un tiempo en el que consideré que la democracia era la mejor forma de gobiernos y que nos traería progreso y libertades. Entonces opinaba que a la OTAN había que decirle «de entrada no» y que, ya para siempre, aunque sufriéramos sed o hambre, nos quedaría la palabra, como decía Blas de Otero. 

Ese fue también el tiempo en el que, ilusa, opinaba que la justicia era ciega, que hacienda éramos todos e incluso que todos remábamos a una en una misma dirección, para construir un país maltrecho. La realidad siempre me sorprendía con dolorosos puñetazos en plena cara que laceraban el corazón y me iban haciendo más suspicaz. «El hombre era un lobo para el hombre», que ya dijo Thomas Hobbes en el siglo XVII. 

El tiempo ha pasado raudo y veloz y, en una ventolera, me tiró del caballo como a San Pablo; en mi caso, del burro más bien. Me abrió los ojos a la cruda realidad de la existencia humana. Dios no estaba allá arriba, siempre justiciero, con un triángulo por corona. Acaso esté en ese paseo por los bosques otoñales cuando el viento acaricia las hayas que juguetonas exhiben con orgullo sus colores espectaculares. Quizá en tantas obras buenas de seres humanos anónimos y que nos sorprenden como una amapola que luce en un pedregal. Tal vez…

La justicia que nos trajo la democracia no es la de los ojos vendados, los tiene bien abiertos, la prueba es su debilidad por el poder y el dinero. Tampoco la hacienda somos todos, más bien los que menos tienen, porque los ricos y poderosos conocen el atajo de las cuentas offshore.  

Y de entrada dijimos sí a la OTAN con todas sus consecuencias. No llevo el registro de en cuántas guerras hemos participado. 

Después de todo, en conclusión, puedo decir que lo que más me duele es que en esta jungla donde abunda la hipocresía es difícil que crezca la inocencia de un niño.