«Se llamaba Salomón. Murió cuando tenía cinco años, ahogado en el lago de Amatitlán. Así me decían de niño, en Guatemala. Que el hermano mayor de mi padre, el hijo primogénito de mis abuelos, el que hubiese sido mi tío Salomón, había muerto ahogado en el lago de Amatitlán, en un accidente, cuando tenía mi misma edad, y que jamás habían encontrado su cuerpo».
Así comienza esta maravillosa novela de Halfon de apenas cien páginas.
El misterio de la muerte del niño Salomón es el eje que vertebra toda la obra. El narrador, en primera persona, con una prosa precisa y la lírica de la anáfora, nos va haciendo partícipes de todos los datos que va encontrando sobre el suceso. Y lo que parecía tener tan claro en un principio, que el niño se había ahogado en el lago, se va a ir complicando hasta el punto de llevarle a pensar que no todo ocurrió como había creído.
Cuando ya adulto regresa a ese lago en busca de respuestas, nos transporta a un presente de ruina y abandono.
«Me golpeó un olor a humedad, a azufre, a algo muerto o a punto de morir. Pensé que lo que estaba muerto o a punto de morir era el lago mismo, tan contaminado y podrido, tan maltratado durante décadas». (pág. 13)
En la búsqueda, parte de colores, olores e imágenes que quedan en la mente fijando recuerdos de infancia. Indaga en su complejo universo familiar formado por judíos emigrados que se instalaron en Guatemala y después en Estados Unidos. Y también, nos introduce en el acervo popular de este país, herido por la pobreza y la violencia.
«Yo no terminaba de entender eso de la situación política del país, pese a estar ya acostumbrado a dormirme con el sonido de bombas y tiroteos en las noches; y pese a los escombros que había visto con un amigo en el terreno detrás de la casa de mis abuelos, escombros de lo que había sido la embajada de España, me explicó mi amigo, al ser ésta incendiada con fósforo blanco por las fuerzas del gobierno, matando a treinta y siete funcionarios y campesinos que estaban dentro… Era el verano del 81. Yo estaba a punto de cumplir 10 años» (pág. 16)
La novela arranca en el chalé que había sido de los abuelos, cerca del lago de Amatitlán, un lugar mágico en el que transcurrió parte de la infancia del autor con su hermano menor, ambos compañeros de aventuras hasta la adolescencia. Fue entonces, cuando su relación se convirtió en un combate, un duelo, el origen del alejamiento actual.
En el chalé vive aún don Isidoro, una figura sacada del imaginario guatemalteco, jardinero, guardián y el que muchas veces los cuidó de niños, mientras les contaba historias de la tradición oral. Han pasado tantos años desde que salieron huyendo de Guatemala que el narrador siente que se partió en dos y ahora percibe que ya no es de ese lugar en el que nació ni de ningún otro.
«Don Isidoro hizo un par de chasquidos con la lengua, sonriendo, meneando la cabeza como para señalar la totalidad de aquello que nos rodeaba. Usted, joven, dijo, siempre va a ser de aquí» (pág. 59)
A partir de ese momento, los desplazamientos espacio-temporales se suceden en un vaivén entre los retazos del pasado y los del presente. En los del pasado, conocemos acontecimientos familiares como el campo de concentración de Alemania donde estuvo preso su abuelo polaco. En los del presente, seguimos al narrador en sus pesquisas por Guatemala para rellenar la página en blanco de lo que está buscando.
Son relatos breves que se leen con fluidez y que tienen la intensidad de los buenos cuentos. Lo impresionante es que el lector no se pierde en ningún momento. Al final todas las piezas encajan como en un puzzle. Tras las huellas de Salomón, nos iremos adentrando en la denuncia social, la culpa, el remordimiento y el duelo del que no ha podido desprenderse la familia. Tan solo decir el nombre Salomón, les duele tanto que no se lo han vuelto a poner a ningún descendiente.
Conoceremos a la bruja doña Ermelinda, un personaje y un escenario donde se mezclan los elementos maravillosos y los realistas de forma tan natural, que bien podemos identificarlo con el realismo mágico.
Es en este encuentro donde se da uno de los momentos más impresionantes de la novela. La enumeración de los niños ahogados en el lago, con ese ritmo que marca el recurso estilístico más importante de Halfon: la anáfora, es tan impactante como conmovedor. Te deja un nudo en la garganta. Porque, a veces, las anáforas de Halfon son aldabonazos que te taladran el cerebro; otras veces, puro lirismo. Ninguno de los niños ahogados se llama Salomón, pero este nombre les va a englobar a todos.
El capítulo final es bellísimo. Está lleno de poesía, sentimiento y reconciliación con sus recuerdos. Emociona la fragilidad del niño que vende café y tortillas en su cayuco, que rema, en la inmensidad del lago, con una raqueta medio podrida de ping-pong. En él también conviven con naturalidad los elementos mágicos y la dura realidad. El halo de encantamiento que lo impregna es lo único que lo sostiene. Nos hace temblar porque comprendemos que la lista de doña Ermelinda no está terminada.
Sorprende gratamente el cierre del libro en círculo. Una genialidad del autor que lo encauza todo para que la última palabra sea Salomón.
© María Pilar