26 marzo 2021

Los días sin ti

Para Leire 

Déjame que te cuente 
Que el arcoíris brilla de nuevo. 
Tras días de oscuridad, presión y desasosiego 
Pasaron soles y lunas, mañanas y noches, llantos y silencios 
Y sin darnos cuenta 
Nos metimos en la noche eterna 
Con la terrible idea de no volver a vernos 
La gente iba y venía rumiando recuerdos 
La quietud de la madrugada nos inquietaba  
¿Cómo comprender lo ocurrido? 
Por suerte empezamos a entender 
Que no estábamos solos 
Una nueva primavera nos saludaba  
Teníamos vecinos, amigos y te teníamos a ti 
Lejos para abrazarte, tocarte, pero estabas 
Cada vez que tu mirada iluminaba la pantalla 
Esculpías nuestra sonrisa 
Y el mundo era más feliz. 
Ahora que ya te has vacunado 
Déjame que te cuente
Que el arcoíris brilla de nuevo. 

© María Pilar
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14 marzo 2021

Reseña de Duelo



«Se llamaba Salomón. Murió cuando tenía cinco años, ahogado en el lago de Amatitlán. Así me decían de niño, en Guatemala. Que el hermano mayor de mi padre, el hijo primogénito de mis abuelos, el que hubiese sido mi tío Salomón, había muerto ahogado en el lago de Amatitlán, en un accidente, cuando tenía mi misma edad, y que jamás habían encontrado su cuerpo». 





Así comienza esta maravillosa novela de Halfon de apenas cien páginas. 

El misterio de la muerte del niño Salomón es el eje que vertebra toda la obra. El narrador, en primera persona, con una prosa precisa y la lírica de la anáfora, nos va haciendo partícipes de todos los datos que va encontrando sobre el suceso. Y lo que parecía tener tan claro en un principio, que el niño se había ahogado en el lago, se va a ir complicando hasta el punto de llevarle a pensar que no todo ocurrió como había creído. 

 Cuando ya adulto regresa a ese lago en busca de respuestas, nos transporta a un presente de ruina y abandono. 
 «Me golpeó un olor a humedad, a azufre, a algo muerto o a punto de morir. Pensé que lo que estaba muerto o a punto de morir era el lago mismo, tan contaminado y podrido, tan maltratado durante décadas». (pág. 13) 

 En la búsqueda, parte de colores, olores e imágenes que quedan en la mente fijando recuerdos de infancia. Indaga en su complejo universo familiar formado por judíos emigrados que se instalaron en Guatemala y después en Estados Unidos. Y también, nos introduce en el acervo popular de este país, herido por la pobreza y la violencia. 
 «Yo no terminaba de entender eso de la situación política del país, pese a estar ya acostumbrado a dormirme con el sonido de bombas y tiroteos en las noches; y pese a los escombros que había visto con un amigo en el terreno detrás de la casa de mis abuelos, escombros de lo que había sido la embajada de España, me explicó mi amigo, al ser ésta incendiada con fósforo blanco por las fuerzas del gobierno, matando a treinta y siete funcionarios y campesinos que estaban dentro… Era el verano del 81. Yo estaba a punto de cumplir 10 años» (pág. 16) 

La novela arranca en el chalé que había sido de los abuelos, cerca del lago de Amatitlán, un lugar mágico en el que transcurrió parte de la infancia del autor con su hermano menor, ambos compañeros de aventuras hasta la adolescencia. Fue entonces, cuando su relación se convirtió en un combate, un duelo, el origen del alejamiento actual. 
En el chalé vive aún don Isidoro, una figura sacada del imaginario guatemalteco, jardinero, guardián y el que muchas veces los cuidó de niños, mientras les contaba  historias de la tradición oral. Han pasado tantos años desde que salieron huyendo de Guatemala que el narrador siente que se partió en dos y ahora percibe que ya no es de ese lugar en el que nació ni de ningún otro.
 «Don Isidoro hizo un par de chasquidos con la lengua, sonriendo, meneando la cabeza como para señalar la totalidad de aquello que nos rodeaba. Usted, joven, dijo, siempre va a ser de aquí» (pág. 59) 

 A partir de ese momento, los desplazamientos espacio-temporales se suceden en un vaivén entre los retazos del pasado y los del presente. En los del pasado, conocemos acontecimientos familiares como el campo de concentración de Alemania donde estuvo preso su abuelo polaco. En los del presente, seguimos al narrador en sus pesquisas por Guatemala para rellenar la página en blanco de lo que está buscando. Son relatos breves que se leen con fluidez y que tienen la intensidad de los buenos cuentos. Lo impresionante es que el lector no se pierde en ningún momento. Al final todas las piezas encajan como en un puzzle. Tras las huellas de Salomón, nos iremos adentrando en la denuncia social, la culpa, el remordimiento y el duelo del que no ha podido desprenderse la familia. Tan solo decir el nombre Salomón, les duele tanto que no se lo han vuelto a poner a ningún descendiente.
 
 Conoceremos a la bruja doña Ermelinda, un personaje y un escenario donde se mezclan los elementos maravillosos y los realistas de forma tan natural, que bien podemos identificarlo con el realismo mágico. Es en este encuentro donde se da uno de los momentos más impresionantes de la novela. La enumeración de los niños ahogados en el lago, con ese ritmo que marca el recurso estilístico más importante de Halfon: la anáfora, es tan impactante como conmovedor. Te deja un nudo en la garganta. Porque, a veces, las anáforas de Halfon son aldabonazos que te taladran el cerebro; otras veces, puro lirismo. Ninguno de los niños ahogados se llama Salomón, pero este nombre les va a englobar a todos.  

 El capítulo final es bellísimo. Está lleno de poesía, sentimiento y reconciliación con sus recuerdos. Emociona la fragilidad del niño que vende café y tortillas en su cayuco, que rema, en la inmensidad del lago, con una raqueta medio podrida de ping-pong. En él también conviven con naturalidad los elementos mágicos y la dura realidad. El halo de encantamiento que lo impregna es lo único que lo sostiene. Nos hace temblar porque comprendemos que la lista de doña Ermelinda no está terminada. 
Sorprende gratamente el cierre del libro en círculo. Una genialidad del autor que lo encauza todo para que la última palabra sea Salomón.

 © María Pilar
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10 marzo 2021

La batalla de Vitoria

 Amanecía el 21 de junio de 1813. Los cañonazos del ejército dirigido por el general Wellington retumbaron en la pequeña ciudad de Vitoria, de apenas siete mil habitantes. Temblaron los vitorianos tras una noche tensa. Caminaban encorvados bajo la pesadumbre. Se oían exclamaciones y silencios elocuentes. 

 Wellington pensó que era el mejor lugar para tender una emboscada al francés. Allí se enfrentaron los dos ejércitos en una batalla campal. Miles de muertos cuelgan olvidados en alguna lista.  Al atardecer, cayeron las defensas francesas; huían en desbandada.
 
De manera directa, el protagonista del desenlace de la guerra fue un convoy de carros cargados de joyas, oro y obras de arte que los bonapartistas llevaban a Francia.

Cuando finalizó la batalla, miles de soldados ingleses se lanzaron sobre el botín de los carruajes y abandonaron la persecución del enemigo. Wellington, encendido en rabia, los insultaba a gritos. Su valet, mientras, abría el maletín de madera con el juego de té del general: vajilla de porcelana con cubiertos de plata. Eran las seis de la tarde. En medio de aquel caos, el duque de Wellington, con la taza de té humeante en la mano, palideció y se desplomó sobre la mesa. Un tiro traicionero le había entrado por la espalda. Murió en el acto. El sargento francés, camuflado con uniforme inglés, fue inmediatamente ajusticiado. 

 Rápidamente se extendió por toda Europa la noticia de la muerte de Wellington. Lo que impidió continuar la campaña. José Bonaparte siguió gobernando España. Esta vez, desde el palacio Montehermoso. 

 © María Pilar 
 
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Relato para el reto: ¿Y si el duque de Wellington hubiera perdido la vida en la  batalla de Vitoria? 
Punto Jonbar: Está en ese tiro de más de un soldado francés que mató a Wellington.  No sería fácil sustituirlo. Sus tropas estaban formadas por británicos, portugueses, alemanes, españoles e incluso franceses no imperialistas y logró acoplarlos. Según los historiadores, en esta batalla planificó una maniobra tan audaz con su doble movimiento envolvente que estuvo a punto de colapsar al ejército imperial.  
Al desaparecer, volveríamos al punto de partida, con muchos muertos por el camino. Eran tiempos muy convulsos en Europa. Los aires de la Revolución francesa se iban extendiendo cambiando mentalidades. Los ilustrados españoles no serían asesinados ni tendrían que huir del país.
José I vivió en el palacio Montehermoso de Vitoria. Se enamoró de su joven dueña y fueron amantes durante años. Dicen que ella ejerció una gran influencia sobre el rey. Además de belleza, poseía una enorme cultura y era una poetisa ilustrada.

Wellington's Victory or the Battle of Vittoria, Op. 91 de Beethoven


Relato publicado en el magazine de
ETDO