Este cuadro ha sido restaurado recientemente y se puede ver en el Museo Reina Sofía de Madrid. «Un mundo», dijo la autora que representa. Por cierto, se llamaba Ángeles Santos y lo pintó con tan solo diecisiete años, una artista precoz donde las haya. ¡Qué no se hubiera dicho de ella en 1929 si hubiera sido un varón! Eran otras épocas; de la mujer se esperaba que se casara y fuera amante esposa y una madre solícita, no una artista del vanguardismo. De todas formas, el monumental lienzo de nueve metros cuadrados tiene tanto magnetismo que fue la obra que más sensación causó en el madrileño Salón de Otoño de 1929. Los especialistas se rindieron ante su genio precoz y recibió los elogios de la intelectualidad del momento.
¿Qué tiene esta pintura para que nos llame tanto la atención? ¿Es su aspecto de pesadilla? ¿Su monumentalidad? La miro desde la distancia. El cubo terráqueo está tan cargado de objetos que a duras penas se sostienen por la velocidad a la que se mueve; parece que va a salir despedido y estamparse contra el espectador. Me atrae como un imán. A medida que me acerco, su fuerza inquietante va dejando paso a un mundo culturalmente tan mío, que me sorprende gratamente. El mundo de Ángeles, es un cubo con aristas y vértices y no una esfera como vemos en los mapas. Eso sí, desprende soledad, una soledad infinita.
La parte de arriba describe Valladolid, la ciudad de la pintora. La cruza el río Pisuerga con sus barquitas de vela y zonas de esparcimiento. De las huertas acarrean los productos al mercado y hay personas comprando las verduras frescas producto de la tierra. En el vértice de la derecha, la iglesia, se oyen las campanas. Es la hora de la misa. Algún rezagado va corriendo. En el lado opuesto, el cementerio. Un coche fúnebre se acerca seguido en silencio por los familiares y conocidos que asisten al sepelio. Las casas sin una pared nos muestran su interior como esas casitas de muñecas: aquí el cine de barrio, allí una escena familiar cotidiana. No me pasa desapercibido el toque clasista de los jóvenes jugando al tenis.
En la cara de enfrente, un tren con el traqueteo de los del pasado deja atrás los ondulados campos castellanos y serpentea por montañas inabarcables con sus silbidos envueltos en hollín. Desde sus ventanas se pueden ver los valles áridos y atormentados que va dejando atrás. Se mete en un túnel y sale en la estación de Portbou donde la autora pasaba las vacaciones con su familia. Huele a mar. Se palpa el ambiente de verano con ese relax de los que están tomando el sol en la playa. Un partido de fútbol se libra entre dos equipos muy competitivos. No sabemos quién salió vencedor. Lo que sí apreciamos es el gran contraste entre la austeridad vallisoletana y la relajada vida de vacaciones en la costa.
La atmósfera azul está ocupada por unos espíritus de naturaleza femenina que suben por una escalera para llegar al sol que está en lo alto. En él prenden sus varitas de madera y bajan corriendo hacia el lado contrario donde está la noche para encender las estrellas. ¿Hay algo comparable a tumbarse en un campo una noche de verano y contemplar un cielo estrellado? Y esa estrella entre miles de estrellas que nos hace un guiño es la nuestra. Sí, porque así lo decide ella y nadie nos la puede disputar. Es la de un ser querido que nos dice: «Ánimo, tira para adelante que yo estoy bien». Y entonces, nos fijamos en los ángeles, unas figuras aladas que se acercan al cementerio para acoger en sus brazos el alma del difunto y la llevan al cielo.
Esas mujeres-madres que están en la derecha parecen extraterrestres. Inundan la atmósfera de música y no tienen oídos. Miran sin saber a quién, puesto que tienen los ojos cerrados. Nosotros las miramos con los ojos abiertos sin comprender. Me producen desazón, desconcierto. Hasta que me fijo en sus entrañas y es allí donde descubro la luz que reconstruye un puente con nuestro mundo. Esta pintura habla de la importancia de la mujer, sea de aquí o de allá. La mujer portadora de la vida, la que hace girar el mundo.