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Cuando papá murió en el accidente ferroviario ocurrido en Álava en 1982, a mamá le adjudicaron la cafetería de la estación y el apartamento que estaba encima. Allí vivimos, en pleno centro de la ciudad de Vitoria, junto al tramo de vías que la cruza sin estar soterrado. En aquel pequeño habitáculo yo pasaba las horas entre ruidos de trenes, siempre esperándola.
Al fallecer mamá me quedé sola asomándome a la adolescencia y un montón de porqués sin respuestas. Los servicios sociales de la Diputación declararon mi situación de desprotección y me llevaron a un piso de acogida donde vivía con otras chicas en situación similar a la mía. Una tarde lluviosa, me metí en los cines Azul que la profesora de inglés nos había recomendado para ver clásicos en versión original. La película se titulaba: «Matar a un ruiseñor». Desde el principio vi en Atticus al padre que no había conocido. ¡Cuánto lo necesitaba! No pude contener las lágrimas. Siempre iba a su lado una niña maravillosa. Me parecía que vivía sin importarle el qué dirán de los demás que a mí tanto me preocupaba. La envidiaba, sí; porque ella tenía la protección y el cariño de un padre que a mí me faltaba.
En la penumbra de la sala, cuando apenas se perfilaba la sombra de los espectadores absortos en el mundo mágico de la pantalla, alguien me rozó con la yema de los dedos la rodilla izquierda. La carga electrizante del contacto me erizó la piel. «Aléjate», me dijo una vocecilla interior. Me quedé paralizada.
Ni parpadear podía al notar cómo esa mano se metía bajo mi falda y se abría camino entre mis piernas. El respingo que di en la butaca me lanzó hacia arriba cuando hurgó en mis profundidades húmedas. La sentía en lo más hondo. El ritmo constante de su caricia me llevó a agarrarme a la butaca con una fuerza irresistible. El corazón se me salía del pecho. Un placer jamás vivido empezó a crecerme dentro y se expandía más y más. Perdí el control. Respiraba a jadeos cuando con una mano enredada en mi cabello me atrajo hacia sí e introdujo la otra en la entrepierna de su pantalón. Cerré los ojos porque estar frente a frente me aterraba. Sonaba el tema Doe Eyes. Clint Eastwood empapado bajo la lluvia esperaba a que Meryl Streep se decidiera. Supongo que imaginé a la actriz abandonando el coche para encontrarse con él. El apremio se apoderó de mí y fue más fuerte que mi voluntad. Con una mezcla de vergüenza y nervios, respondí a esos labios ardientes con la boca entreabierta y la predisposición al cariño que delataban mis carencias. El beso de cine que esperaba no fue la experiencia particular y agradable que esperaba. Percibí el aliento cálido. La respiración agitada. El roce de labios. Hasta que su lengua me invadió y se abrió camino hacia las profundidades de mi vida. Demasiada lengua.
Sofocada, tardé algo más de lo normal en levantarme para salir. Cuando encendieron las luces, giré la cabeza porque quería ver a la persona que había estado conmigo. Se abría paso entre la gente que abandonaba el cine. Huía con mi corazón enmarañado entre sus besos y con la adolescente tutelada que me había acompañado hasta ese momento. Fue cuando creo que tuve conciencia de que había sido real, no un sueño. Una oleada bochornosa me recorrió el cuerpo. No era capaz de dominar los pensamientos oscuros que se me agolpaban. ¿Qué sería de mí si lo contaba? Me entró miedo. Miedo a las represalias. Lo silencié y cargué con la culpa de mi secreto.
En la salida, de nuevo alcancé a ver a lo lejos el pelo rubio, muy corto; los vaqueros ajustados, camisa blanca y fular a juego con el morado de los zapatos planos.
Era la orientadora del piso de acogida.

Al fallecer mamá me quedé sola asomándome a la adolescencia y un montón de porqués sin respuestas. Los servicios sociales de la Diputación declararon mi situación de desprotección y me llevaron a un piso de acogida donde vivía con otras chicas en situación similar a la mía. Una tarde lluviosa, me metí en los cines Azul que la profesora de inglés nos había recomendado para ver clásicos en versión original. La película se titulaba: «Matar a un ruiseñor». Desde el principio vi en Atticus al padre que no había conocido. ¡Cuánto lo necesitaba! No pude contener las lágrimas. Siempre iba a su lado una niña maravillosa. Me parecía que vivía sin importarle el qué dirán de los demás que a mí tanto me preocupaba. La envidiaba, sí; porque ella tenía la protección y el cariño de un padre que a mí me faltaba.
En la penumbra de la sala, cuando apenas se perfilaba la sombra de los espectadores absortos en el mundo mágico de la pantalla, alguien me rozó con la yema de los dedos la rodilla izquierda. La carga electrizante del contacto me erizó la piel. «Aléjate», me dijo una vocecilla interior. Me quedé paralizada.
Ni parpadear podía al notar cómo esa mano se metía bajo mi falda y se abría camino entre mis piernas. El respingo que di en la butaca me lanzó hacia arriba cuando hurgó en mis profundidades húmedas. La sentía en lo más hondo. El ritmo constante de su caricia me llevó a agarrarme a la butaca con una fuerza irresistible. El corazón se me salía del pecho. Un placer jamás vivido empezó a crecerme dentro y se expandía más y más. Perdí el control. Respiraba a jadeos cuando con una mano enredada en mi cabello me atrajo hacia sí e introdujo la otra en la entrepierna de su pantalón. Cerré los ojos porque estar frente a frente me aterraba. Sonaba el tema Doe Eyes. Clint Eastwood empapado bajo la lluvia esperaba a que Meryl Streep se decidiera. Supongo que imaginé a la actriz abandonando el coche para encontrarse con él. El apremio se apoderó de mí y fue más fuerte que mi voluntad. Con una mezcla de vergüenza y nervios, respondí a esos labios ardientes con la boca entreabierta y la predisposición al cariño que delataban mis carencias. El beso de cine que esperaba no fue la experiencia particular y agradable que esperaba. Percibí el aliento cálido. La respiración agitada. El roce de labios. Hasta que su lengua me invadió y se abrió camino hacia las profundidades de mi vida. Demasiada lengua.
Sofocada, tardé algo más de lo normal en levantarme para salir. Cuando encendieron las luces, giré la cabeza porque quería ver a la persona que había estado conmigo. Se abría paso entre la gente que abandonaba el cine. Huía con mi corazón enmarañado entre sus besos y con la adolescente tutelada que me había acompañado hasta ese momento. Fue cuando creo que tuve conciencia de que había sido real, no un sueño. Una oleada bochornosa me recorrió el cuerpo. No era capaz de dominar los pensamientos oscuros que se me agolpaban. ¿Qué sería de mí si lo contaba? Me entró miedo. Miedo a las represalias. Lo silencié y cargué con la culpa de mi secreto.
En la salida, de nuevo alcancé a ver a lo lejos el pelo rubio, muy corto; los vaqueros ajustados, camisa blanca y fular a juego con el morado de los zapatos planos.
Era la orientadora del piso de acogida.