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Mostrando entradas de febrero, 2019

El cine de mis días

Cuando papá murió en el accidente ferroviario ocurrido en Álava en 1982, a mamá le adjudicaron la cafetería de la estación y el apartamento que estaba encima. Allí vivimos, en pleno centro de la ciudad de Vitoria, junto al tramo de vías que la cruza sin estar soterrado. En aquel pequeño habitáculo yo pasaba las horas entre ruidos de trenes, siempre esperándola. Al fallecer mamá me quedé sola asomándome a la adolescencia y un montón de porqués sin respuestas. Los servicios sociales de la Diputación declararon mi situación de desprotección y me llevaron a un piso de acogida donde vivía con otras chicas en situación similar a la mía. Una tarde lluviosa, me metí en los cines Azul que la profesora de inglés nos había recomendado para ver clásicos en versión original. La película se titulaba: «Matar a un ruiseñor». Desde el principio vi en Atticus al padre que no había conocido. ¡Cuánto lo necesitaba! No pude contener las lágrimas. Siempre iba a su lado una niña maravillosa. Me parecía

El vecino de arriba

Por aquel entonces vivíamos en la zona del ensanche de Vitoria, el barrio más elegante de la ciudad, pisos amplios y soleados con sus típicos balcones y miradores blancos.  No recuerdo exactamente cuándo empezó el vecino de arriba a jugar al balón en su casa. Tengo la impresión de que cuando estalló en mi cabeza la pesadilla que suponía soportar el ruido del dichoso balón ya llevaba tiempo escuchándolo. Por las tardes, mi hija Maialen hacía los deberes y a veces me preguntaba algo que ella no entendía, para que se lo explicase. Era un momento entrañable entre nosotras. En ese preciso instante empezaban a resonar de manera incansable los boing , boing del balón de nuestro vecino, en nuestro techo. Me martilleaban la cabeza y me atacaban los nervios. Iba hacia la puerta dispuesta a subir y tener un sonado encuentro con los padres. ¿Acaso la madre no podía llevar a su hijo a un parque de la ciudad para que descargara adrenalina? Maialen me lanzaba unas miradas de extrañeza incomp

Un gran regalo

Aquel día, el abuelo trajo un gatito precioso, bicolor: el lomo jaspeado y el resto blanco. —Mira lo que te he traído. Toma, es para ti —le dijo—. Aprenderás a cuidarlo. La niña estaba exultante de alegría. Lo cogió con mucho cuidado. ¡Qué suave! El minino abrió los ojos y la mirada azul que posó en la pequeña tenía el brillo de la grata acogida. La enterneció tanto que su corazón generoso se expandió lleno de felicidad. Le asignó un sitio junto al hogar, cerca del fogón donde borboteaba el puchero. —Abuelo, este será su espacio. —Me parece bien —asintió el abuelo a la vez que le guiñó un ojo como gesto de complicidad. Estaba orgulloso de su pequeña. Era él el que le había imbuido el amor a los animales. Al minino le gustaba lo mullido que era su ropón y hecho una bola dormía haciéndose invisible con las paredes ahumadas; solo le delataban los ojos que abría al notar una presencia. Era esa misteriosa manera de hacerse visible lo que le daba a su mirada un poder mágico. Cur