Aquel día, el abuelo trajo un gatito precioso, bicolor: el lomo jaspeado y el resto blanco.
—Mira lo que te he traído. Toma, es para ti —le dijo—. Aprenderás a cuidarlo.
La niña estaba exultante de alegría. Lo cogió con mucho cuidado. ¡Qué suave! El minino abrió los ojos y la mirada azul que posó en la pequeña tenía el brillo de la grata acogida. La enterneció tanto que su corazón generoso se expandió lleno de felicidad. Le asignó un sitio junto al hogar, cerca del fogón donde borboteaba el puchero.
—Abuelo, este será su espacio.
—Me parece bien —asintió el abuelo a la vez que le guiñó un ojo como gesto de complicidad. Estaba orgulloso de su pequeña. Era él el que le había imbuido el amor a los animales.
Al minino le gustaba lo mullido que era su ropón y hecho una bola dormía haciéndose invisible con las paredes ahumadas; solo le delataban los ojos que abría al notar una presencia. Era esa misteriosa manera de hacerse visible lo que le daba a su mirada un poder mágico. Curioso y juguetón, saltaba al pavimento de losas de barro irregulares y no paraba de jugar ya fuera con su sombra, con su propia cola o con la pata de una banqueta. Cuando la niña se sentaba a la mesa para comer el tazón de sopa de ajo que le preparaba el abuelo, daba un brinco para acomodarse en sus rodillas. Los finos bigotes de felino le intrigaban a la pequeña. “Demasiado largos para su carita tan linda”, pensaba.
Atizó las brasas como hacía el abuelo. Las paredes de la vieja cocina salieron del gris para colorearse del rojo del atardecer que no tardó en reflejarse en sus mejillas. También el gatito mimado lo agradeció remolón. Le acercó el atizador encendido a los bigotes. “Solo un poquito”, pensó. Algún pelo del bigote chisporroteó y se enrolló como fina seda. Al sentir el peligro lanzó un maullido intenso, mostró sus pequeños dientes afilados y huyó despavorido dejando chispas a ras de suelo.
El corazón de la pequeña se estremeció. Aprendió con tristeza el poder que tiene el echar en falta a alguien. Por la noche no dormía. Su sueño se había perdido por los inusitados vericuetos nocturnos y no encontraba el camino para venir a consolarla. Si a ratos lo conseguía, se veía jugando feliz con su gatito de pelaje sedoso y bella mirada azul, para al despertar darse cuenta de que solo había sido una quimera. Aguardaba encogida entre las mantas. Y no se molestaba en secarse las lágrimas.
—Mira lo que te he traído. Toma, es para ti —le dijo—. Aprenderás a cuidarlo.
La niña estaba exultante de alegría. Lo cogió con mucho cuidado. ¡Qué suave! El minino abrió los ojos y la mirada azul que posó en la pequeña tenía el brillo de la grata acogida. La enterneció tanto que su corazón generoso se expandió lleno de felicidad. Le asignó un sitio junto al hogar, cerca del fogón donde borboteaba el puchero.
—Abuelo, este será su espacio.
—Me parece bien —asintió el abuelo a la vez que le guiñó un ojo como gesto de complicidad. Estaba orgulloso de su pequeña. Era él el que le había imbuido el amor a los animales.
Al minino le gustaba lo mullido que era su ropón y hecho una bola dormía haciéndose invisible con las paredes ahumadas; solo le delataban los ojos que abría al notar una presencia. Era esa misteriosa manera de hacerse visible lo que le daba a su mirada un poder mágico. Curioso y juguetón, saltaba al pavimento de losas de barro irregulares y no paraba de jugar ya fuera con su sombra, con su propia cola o con la pata de una banqueta. Cuando la niña se sentaba a la mesa para comer el tazón de sopa de ajo que le preparaba el abuelo, daba un brinco para acomodarse en sus rodillas. Los finos bigotes de felino le intrigaban a la pequeña. “Demasiado largos para su carita tan linda”, pensaba.
Atizó las brasas como hacía el abuelo. Las paredes de la vieja cocina salieron del gris para colorearse del rojo del atardecer que no tardó en reflejarse en sus mejillas. También el gatito mimado lo agradeció remolón. Le acercó el atizador encendido a los bigotes. “Solo un poquito”, pensó. Algún pelo del bigote chisporroteó y se enrolló como fina seda. Al sentir el peligro lanzó un maullido intenso, mostró sus pequeños dientes afilados y huyó despavorido dejando chispas a ras de suelo.
El corazón de la pequeña se estremeció. Aprendió con tristeza el poder que tiene el echar en falta a alguien. Por la noche no dormía. Su sueño se había perdido por los inusitados vericuetos nocturnos y no encontraba el camino para venir a consolarla. Si a ratos lo conseguía, se veía jugando feliz con su gatito de pelaje sedoso y bella mirada azul, para al despertar darse cuenta de que solo había sido una quimera. Aguardaba encogida entre las mantas. Y no se molestaba en secarse las lágrimas.
Un mal uso de un buen regalo.
ResponderEliminarBesos.
A veces queremos cambiar al amigo y eso es un error. Seguro que aprendió la lección.
EliminarGracias, Alfred.
Besos
Los experimentos de los niños pueden llegar a ser muy crueles.
ResponderEliminarInteresante tu relato, como siempre.
Un abrazo.
Gracias, Macondo. Seguro que aprendió de su propio error, un pena.
EliminarUn abrazo, Chema.
Relato triste,abrazo.
ResponderEliminarAsí lo creo también, Fiaris. Cuántas veces se pierde una amistad por no aceptarla tal como es.
EliminarUn abrazo.
Que triste que una niñeria acabe con el principio de una amistad. Un abrazo
ResponderEliminarSeguro que aprendió a valorar la amistad, pero sí, qué triste que se llegue a eso.
EliminarUn abrazo, Ester
Ohhhh.... Qué triste... No esperaba ese final...
ResponderEliminarTu relato excelente, como siempre, Pilar!
Cariños amiga!!
Lau.
Gracias, preciosa Lau. Ese final tiene continuación, pero era un relato muy largo y está cortado. Ya lo publicaré entero.
EliminarBesos.
Uy pobre gatito esperó que ella haya aprendido a tratarlo mejor. Buen relato
ResponderEliminarSeguro que aprendió. Me voy a animar a publicar todo el relato porque era largo y está cortado.
EliminarGracias, Citu. Besos.
A veces, sin mala intención, pueden llegar a hacerse cosas que dañan a los demás. Creo que esta niña aprendió la lección por la males :( Espero que el gatito la perdonara pronto y volviera junto a sus amorosos e infantiles cuidados.
ResponderEliminarPrecios, María Pila, ¡muy tierno!
Un beso.
Julia, el relato tiene segunda parte. Ya se verá. Seguro que ella aprendió la lección de por vida.
EliminarGracias por comentar.
Un beso.