Las luces de emergencia iluminaban lo suficiente como para saber dónde estaba. También el lío en el que Carla se había metido. Tanta grandiosidad la empequeñecía. Se encendieron las alarmas en su cabeza. Se había quedado encerrada en la torre más lujosa de la Quinta Avenida.
Al atardecer, jóvenes y niños patinaban en la pista de hielo en torno al árbol de Navidad de Rockefeller Center. La música era navideña, los adornos también; lo paradójico, que estaban en abril. Su grupo escolar, con la monitora, hacían tiempo para subir al mirador Top of the Rock en el último ascensor de la tarde. Les habían dicho que las vistas de Manhattan iluminada al anochecer merecían la espera. Y así fue. El Empire State, como un ser de luz, se les acercaba flotando en la atmósfera. Podían estirar el brazo y casi tocarlo.
Llegó el momento de bajar. Al salir del ascensor, Carla se entretuvo curioseando el retrato del primer Rockefeller que estaba en la pared de enfrente. Una cabeza afilada, rodeada de una pelambrera lobezna; las aletas de la nariz dilatadas como olfateando algo, le daban cierto aire de animal al acecho. «¡Qué hombre tan horrible!», pensó. No pasó mucho tiempo, el suficiente para quedarse sola. ¡Se habían cerrado todas las puertas! ¿A dónde se habían ido todos? ¿Y los vigilantes? Aquello no le podía estar pasando. El silencio era total. Hecha un ovillo, se sentó en uno de los escalones de la lujosa escalera. Olía a madera cara y a dinero, mucho dinero. Enfrente, el mostrador de venta de tickets, vacío, la miraba displicente. Ella le sacó la lengua y le dio la espalda. Solo le quedaba esperar. Esperar a que los del servicio de seguridad vinieran a sacarla de allí. Los minutos pasaban y nadie aparecía, aunque su extraña presencia emitía señales como para incendiar todas las alarmas. Carla, que era muy lista, ya se había fijado en el parpadeo de los ojos rojos en lo alto de todas las esquinas. Empezó a moverse y los pasos resonaron sobre el mármol de Carrara. Una vez más, sus ojos se encontraron con la fiereza mirada de Mr. Rockefeller que torcía el gesto en señal de desaprobación. No le gustaba verla allí. A ella tampoco le gustaba él.
—¿No te da miedo quedarte aquí sola? —resonó su voz grave.
—A mí ninguno —contestó pizpireta la niña a pesar de su nerviosismo—. Me aburre este enorme bosque de columnas.
A él la respuesta le ensombreció el rostro y siguió en tono amenazante:
—Fuera es de noche, llueve y hace frío.
—Por mí no se preocupe, señor. —Y con los brazos abiertos lo interpeló—:
¿Puede decirme cómo se sale de aquí?
La contestación de Carla lo sorprendió porque no era el tipo de relación que él solía tener con los humanos. Entonces, de manera brusca, levantó el dedo índice, huesudo, y lo giró como una cobra para señalarle el ascensor. Ella se limitó a seguir la línea que marcaba aquel dedo del señor con cara salvajemente humana. Tras el silencioso ascensor, apareció una pequeña puerta. Se abrió solo con empujarla. ¡Qué alegría! El viento húmedo y frío de la noche le dio en la cara. ¡Cómo agradeció respirarlo profundamente! Estaba en la calle. Una calle, estrecha y oscura, que desafinaba con lo que se dice de la ciudad que nunca duerme. Las ventanas aparecían encendidas a lo largo de los edificios de cristal que se perdían en el cielo negro. Eran ojos que no dormían. El conjunto le pareció un animal gigantesco, un ser tenebroso que, en silencio, vigilaba. Atravesar aquel profundo túnel suponía meterse en la boca del lobo y el lobo la comería. El miedo le dio alas. Se subió la capucha roja del abrigo y arrancó a correr frenética, como solo lo hacen los que tienen prisa por abandonar el lugar. Los zapatos de Carla chapoteaban en los charcos al ritmo de su corazón desbocado. ¡Corre, corre! De lejos pudo oír el ruido sordo de la gente. Lo estaba logrando. Con el rostro encendido de emoción, entró en el mundo fascinante de Manhattan, el lugar donde pasan todas las aventuras.
Times Square la recibió con su alegría robótica, abarrotada de personas que la recorrían moviéndose al ritmo de su propia vida. Cada uno iba a su bola y no hacían caso de las prohibiciones. Todo era muy loco. Los altísimos edificios surcados de anuncios luminosos, que se sucedían sin cesar, proyectaban letras e imágenes en un derroche de fantasía. Carla abrió los brazos como si quisiera recoger toda aquella lluvia de luz y sonido que la hacía sentir feliz y dichosa. Las lágrimas resbalaban como lluvia por sus mejillas y supo que aquella experiencia vivida entre miedo y alegría no la iba a olvidar jamás. Pasó por su lado una banda de músicos estrafalarios que la invitaron con insistencia a unirse al jolgorio de su fiesta nocturna. Le parecieron muy divertidos, sobre todo el calamar rojo gigante, sin dudarlo, se unió a ellos. Manhattan quedó atrás, perdida entre las luces.
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