23 octubre 2011

¡Por fin! Se acabó la violencia de ETA en Euskadi




"Mil sueños se han roto mil vidas al sol
Hoy sufro tu llanto te doy mi canción
No me caben penas para tanto horror
Es tanta la rabia es tanto el dolor”
Gontzal Mendivil

Desde que se anunció su estado crítico la gente pasaba las horas en su quehacer diario esperando el comunicado anunciado. En las miradas y en los gestos se insinuaba un atisbo de esperanza. 

Estaba en fase terminal y todos esperaban el desenlace. Hora tras hora como cuentagotas se fue colando en su mente lo que era una agonía sin vuelta atrás. Avanzaba la tarde del jueves 20 de octubre cuando el corazón del terrorismo del País Vasco dejó de latir. 
¡Por fin! 
El alegre desenlace se había producido. Terminaba un proceso de violencia, un muy largo y doloroso proceso.
Hoy el sol brilla más, la gente parece más contenta y en cafés y terrazas se habla de manera animada.
© María Pilar

21 octubre 2011

Nostalgia de la luz y las estrellas

Conozco un lugar de la tierra de bellos atardeceres rojizos y violetas que perfilan la silueta de todo un pueblo que descansa acunado por sus cerros. Siendo el mismo paisaje luminoso que te acompaña durante el día, a esta hora cobra nueva vida: las personas salen a la fresca enredándose en tertulias interminables, los grillos cantan por doquier, el tintineo de las lejanas esquilas avisan del retorno de los rebaños de ovejas y el cielo se engalana de fiesta lanzando sus fuegos artificiales. 
Se abre la puerta a un escenario estrellado que te sobrecoge con su presencia grandiosa e infinita para anunciar el advenimiento de un nuevo día. Este se cuela por las rendijas de las persianas inundándolo todo con un derroche de luz que te hace saltar de la cama y abrir la ventana para que te acoja con todo su esplendor acompañado de una sinfonía de trinos.
Hay lugares que no son simples puntos geográficos en un mapa, encierran sentimientos, emociones y vida, pura vida. Tienen el alma de quienes han aprendido y vivido mucho entre ellos. 

Y este es un lugar de esos.
© María Pilar

11 octubre 2011

El médico rural

El pueblo dormía la siesta ese día de verano.
La madre con el delantal de la cocina puesto y las zapatillas de estar en casa cogió rápidamente a la niña en sus brazos y corrió hacia la casa del médico. De vez en cuando tenía que espantar algún moscardón que se acercaba al olor de la sangre a la vez que sujetaba a la niña.

Al llegar sudada y con la respiración agitada, lo que parecía apurarle era presentar al doctor así a su hija, envuelta en un revoltijo de trapos ensangrentados, sudor y lágrimas.

La niña, pálida por la sangre que había perdido, miró al médico con ojos desorbitados manifestandole el rechazo que le producía y se agarró fuertemente al cuello de su madre para impedir que la dejara en aquel cuarto que le dejó grabado en un lugar recóndito de su cerebelo un olor tan penetrante que no ha vuelto a percibir jamás.

El padre había dejado la segadora agrícola a la entrada de casa, mientras comía. La niña retó a su amiga Chelo a subirse a lo alto de la máquina. La amiga se acobardó y entonces ella empezó a subir con la seguridad de la que se cree ganadora. Como la máquina no tenía las mulas enganchadas, se desequilibró y volcó. Los hierros oxidados se le clavaron en una pierna y toda ella quedó izada como una bandera al aire, cabeza abajo. Tres manantiales de sangre en su muslo izquierdo no dejaban de brotar y la iban empapando el cuerpo.

El médico, con una bata blanca, no hizo ningún gesto para manifestar su primera impresión, simplemente musitó para sus adentros: «Habría que coser, habría que coser». Por alguna razón no lo hizo, pero sí un torniquete para detener la grave hemorragia.

Lo que más le impresionó fue verlo preparar la inyección en la mesita de al lado mientras su madre le bajaba la braga y la dejaba con el culo al aire tumbada en la camilla donde le habían hecho las curas. Vio cómo el médico iba llenando la jeringuilla de cristal pinchando con la enorme aguja en el tapón de goma de aquel frasco hasta dejarlo vacío y luego escuchó el sonido de los dedos en el cristal: clic, clic. Cuando se acercó a ella con la jeringuilla cargada en una mano y en la otra el algodón impregnado de alcohol, le pareció un monstruo y sintió tener la pierna inmovilizada por no poder echar a correr de tal forma que nadie la alcanzara. A continuación, le dio unos cachetes en la nalga antes de clavar la aguja y ella puso el culo tenso, pero la aguja entró hasta el fondo y el líquido no se acababa nunca, lo que le dejó la pierna sana dolorida.

Era el médico del pueblo y practicaba todas las especialidades según la necesidad del enfermo. Había traído al mundo a todos los niños del pueblo, cosía heridas, ponía inyecciones, exploraba y recetaba sin horarios ni cita previa. Se le llamaba y acudía a las casas a cualquier hora o el paciente se acercaba a su casa cuando la situación lo requería y siempre lo atendía.

Se anteponía un "don" al nombre cuando se hablaba de él como señal de respeto y reconocimiento de un ser especial que podía con todo y a todas las enfermedades sabía hacer frente. Nadie se podía imaginar que también se cansaba, que tenía preocupaciones como cualquier otro ser humano o incluso que la enfermedad estaba haciendo mella en su interior.

De ahí las lágrimas por el sentimiento de ausencia y vacío que todos los del pueblo sintieron cuando se fue.

© María Pilar

04 octubre 2011

Contra el maltrato infantil

Amedrentados por las sombras que sus propias figuras proyectaban en las tinieblas a la luz de la vela, los dos hermanos se arropaban para hacerse compañía. El vino producía un sonido metálico al caer en el garrafón de cristal. De pronto, una oscuridad taponó la boca de la cueva. La vela se estremeció, un viento frío agitó los toneles, las gotas de humedad lloraron suspendidas en la bóveda, el crujir de las maderas se silenció, tan solo un caballo desbocado por corazón y unos pasos que se acercaban. El niño se escabulló al instante. La niña no corrió la misma suerte.
© María Pilar