El pueblo dormía la siesta ese día de verano.
La madre, con el delantal de la cocina y las zapatillas de estar en casa, cogió rápidamente a la niña en sus brazos y corrió hacia la casa del médico. De vez en cuando, tenía que espantar algún moscardón que se acercaba al olor de la sangre a la vez que sujetaba a la niña.
Al llegar, sudada y con la respiración agitada, lo que parecía apurarle era presentar al doctor así a su hija, envuelta en un revoltijo de trapos ensangrentados, con sudor y lágrimas.
La niña, pálida por la sangre que había perdido, miró al médico con ojos desorbitados, manifestándole el rechazo que le producía y se agarró fuertemente al cuello de su madre para impedir que la dejara en aquel cuarto que le dejó grabado, en un lugar recóndito de su cerebelo, un olor tan penetrante que no ha olvidado jamás.
El padre había dejado la segadora agrícola a la entrada de casa, mientras comía. La niña retó a su amiga, Chelo, a subirse a lo alto de la máquina. Esta se acobardó. Entonces ella empezó a subir con la seguridad de la que se cree ganadora. Como la máquina no tenía las mulas enganchadas, se desequilibró y volcó. Los hierros oxidados se le clavaron en una pierna y toda ella quedó izada como una bandera al aire, cabeza abajo. Tres manantiales de sangre en el muslo izquierdo no dejaban de brotar y le iban empapando el cuerpo.
El doctor, con una bata blanca, no hizo ningún gesto para manifestar su primera impresión, simplemente musitó para sus adentros: «Habría que coser, habría que coser». Por alguna razón no lo hizo, pero sí un torniquete para detener la grave hemorragia.
Lo que más le impresionó fue verlo preparar la inyección en la mesita de al lado mientras su madre le bajaba la braga y la dejaba con el culo al aire, tumbada en la camilla donde le habían hecho las curas. Vio cómo el médico iba llenando la jeringuilla de cristal pinchando con la enorme aguja en el tapón de goma de aquel frasco para succionar el líquido y dejarlo vacío. Luego escuchó el sonido de los dedos en el cristal de la jeringuilla ¡clic, clic! Cuando se acercó a ella con la jeringuilla cargada en una mano y en la otra el algodón impregnado de alcohol, le pareció un monstruo y sintió tener la pierna inmovilizada porque habría echado a correr de tal forma que nadie la alcanzara. A continuación, le dio unos cachetes en la nalga antes de clavar la aguja. Ella tensó el culo, pero la aguja entró hasta el fondo como una banderilla y el líquido no se acababa nunca, lo que le dejó la pierna sana, dolorida.
Era el médico del pueblo y practicaba todas las especialidades según la necesidad del enfermo. Había traído al mundo a todos los niños de la localidad, cosía heridas, ponía inyecciones, exploraba y recetaba sin horarios ni cita previa. Se le llamaba y acudía a las casas a cualquier hora, o el paciente se acercaba a su casa cuando la situación lo requería y siempre lo atendía.
Se anteponía un «Don» al nombre como reconocimiento de un ser singular que poseía una capacidad excepcional para afrontar cualquier tipo de patología. A todas, menos a la que él padecía y mantuvo oculta hasta que un día, se lo llevó.
Siempre te interpreto, hoy me falla 'la bola mágica'.
ResponderEliminarMe recordaste, las frías salas del hospital de mi ciudad, pequeñita concurría sola...el miedo se apoderaba de mi.
Te dejo besitos ❤
Se lo dedico a un médico que había en mi pueblo que era un todoterreno incansable, lo mismo tenía que asistir a un parto, que coser una herida o escayolar una pierna. Ahora todo va por especialidades, ya no es lo mismo.
ResponderEliminarUn abrazo :)