Querida Alicia:
Hace ya ocho meses que te fuiste y no he sabido nada de tu vida. Durante este tiempo he deambulado por la casa sintiendo la soledad de tu ausencia. Cada objeto, cada rincón, todo me habla de ti y me emociono, no puedo evitarlo. Es como si aquí a mi lado estuviera esa Alicia a la que tanto quiero, la verdadera, la que llenaba de ilusión, sonrisas y vida la casa. La malhumorada de los últimos tiempos no eras tú.
Estabas ya tan acostumbrada a que todo cuanto te sucediera fuera algo extraordinario, que te pareció de lo más soso y estúpido que la vida siguiera por el camino normal. Te resistías a dejar de soñar en este mundo de adultos tan complicado. Por eso, mientras te dedicaste a contar cuentos a un público cautivado, el de los niños, que te recordaba tus felices días de infancia, todo fue estupendo. Cuando tu prestigio como narradora creció, fueron otros los que reclamaron tu presencia. El encontronazo, en la isla de Ely, con el presidente de la Sociedad literaria de la anguila, marcó un punto de no retorno por la resonancia que tuvo en los medios. «Te juro que quise contenerme, pero las preguntas de aquel hombre sobre mi vida privada me resultaron insoportables», me comentaste nerviosa, ¿recuerdas? Le habías estampado una tarta en la cara de la que solo asomaba su nariz aguileña cual quilla de barco naufragando. De repente afloró entre nosotras una complicidad que creía perdida.
Poco después, me hablaste de que tenías que irte para encontrarte contigo misma. Por tus silencios, tus miradas ausentes, tus breves y desganados resoplidos, yo ya sabía de tus ganas de huir; no de mí, no de la casa, sino de la persona en la que te estabas convirtiendo. Con tu decisión me sentí más tranquila y hasta sonreí porque comprendí que estabas hecha para vivir en el interior de un cuento donde los graznidos del Grifo colmaran el aire. La niña interior te llamaba con la fuerza de la curiosidad, esa luz que ilumina tu vida. Aquí nos dejaste un fulgor como de estrella hace tiempo desaparecida que llena la casa con tu presencia.
Admiro esa manera de ser tuya, que te lleva una y otra vez a seguir ciegamente al Conejo Blanco para desembocar en nuevos descubrimientos. A la vez me siento nostálgica. También tu gatita siente lo mismo, no sabes cómo me mira con ojos suplicantes. Ahora está retozando en mis pies mientras te escribo, creo que entiende lo que estoy haciendo y es su manera de agradecérmelo.
Al amanecer el día de tu marcha, ¡qué nerviosas estábamos! Viniste a mi cama y te acurrucaste junto a mí como cuando eras pequeña. Sentí tus brazos que contagiaban ilusión y creí ver en la penumbra tus ojos brillantes que me miraban risueños. Me susurraste: «Gracias, hermana, por estar a mi lado siempre y reírte con mis excentricidades». No pude responderte con palabras porque me hubiera quebrado en llanto. Después, te fuiste separando muy suavemente de mí, descalza como habías llegado, saliste de la habitación cerrando la puerta con mucho cuidado, para reunirte con aquellos que, como tú, no habéis perdido la imaginación ni la inocencia y consideráis que un modo de vida diferente es posible. No quisiste que te acompañara a la puerta, te vi cruzar la cancela del jardín desde la ventana. Era otoño y las hojas se arremolinaban por todas partes. Enérgica, con tu gorro de colores y la mochila a la espalda, te perdiste en ese día gris bajo un cielo sombrío.
Ya, ya sé que antes de tu partida me dijiste: «Nada de escribirnos. Necesito vivir esta experiencia en soledad como la que viví en Alicia en el País de las Maravillas». Te lo respeto. De hecho, si llegas a encontrar este escrito será porque yo ya me habré ido. No es que no piense esperarte como te prometí, pero el mundo tan seguro en el que vivíamos ha saltado por los aires. Nos están invadiendo unos seres letales, invisibles, contra los que parece no tenemos nada que hacer. Y no quiero que quede nada pendiente entre tú y yo. Porque una vez que uno se va lo que más se siente es precisamente eso. Si hubo alguna divergencia entre nosotras fue por lo diferentes que somos, tú eres la puerta que se abre a la fantasía y yo la manía de la razón de querer organizarlo todo.
Mientras espero una señal que me confirme que todavía vivimos bajo el mismo cielo, sigo con mi rutina cotidiana. Bueno, en algo he cambiado: cuido a tu gatita y escucho música, además de leer esos libros sin dibujos que te parecen tan aburridos.
De pronto, siento un impulso que me domina. Sé que se trata de ti, Alicia. Es ridículo decirlo, yo misma no lo comprendo hasta que te visualizo perfectamente. ¡Estás en el Bolero de Ravel que estoy escuchando! Mi corazón empieza a latir diferente, más bien aletea como un pajarito emocionado. Jubilosa, marcas el ostinato rítmico de la caja con el que guías a un grupo de personas que te siguen agitadas para atravesar la madriguera que los lleva hacia un mundo mágico.
Yo no soy tan valiente, pero me gustará dejarme mecer con tu voz cuando, con la cabeza apoyada en mi falda, me cuentes esta nueva aventura.