Imagen de El Tintero de Oro |
Nunca te lo he contado. Tratándose de Ray te va a resultar marciano.
Yo tenía veinte, él pasaba los sesenta. Nos conocimos en el verano de 1981 en un curso de Literatura fantástica que daba en El Escorial. Por la noche, todo el mundo lo buscaba. Bradbury, un soñador de mirada lírica, se había zafado de algunos pesados y caminaba en dirección opuesta a la mía. Tuvimos que esquivarnos. Estallé en una carcajada. Lo de él fue una risa franca que le quitó años de encima. Nerviosa, hice el gesto de recolocarme la larga melena , él se envolvió el dedo índice en su corbata.
—¿Por qué no haces algo para sacarme de aquí? —me susurró con la inocencia de un niño que se divertía en un juego maravilloso.
—¿Yo? —pregunté sorprendida. —Para ir donde estoy pensando tienes que vestir de sport. Con una visera taparás tu pelo cano.
Con su aspecto amable, me cogió del codo, disimulé que no me daba cuenta y subimos a nuestras respectivas habitaciones. Se suponía que a cambiarnos de ropa para salir.
Al momento, tocó en mi puerta. Abrí. Me miró emocionado y me besó suavemente. La noche dio tal vuelco que se llenó de esa risa asombrosa que marca el comienzo de una feliz historia. Él era Marte, el espejo rojo en el que yo me miraba.
Como fan del autor de Crónicas Marcianas puedes imaginar mi sorpresa al descubrir que Fahrenheit 451 no era solo la temperatura de la combustión del papel. Ray sublimaba sus aventuras con la magia de las palabras.
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