14 febrero 2021

La flor del brezo

«Si el corazón pudiera pensar se pararía» (Fenando Pessoa)
RETO: Escribir un microrrelato enmarcado. (Grupo Idazki)

Laura y yo nos habíamos conocido en mi ciudad, Aldridge, a la que ella fue un verano para mejorar su inglés. Después de un tiempo, preparábamos muy ilusionados nuestra boda. Mi madre, que iba a ser la madrina, pensó que la flor de brezo no podía faltar. Como buena inglesa vivía en una casa con jardín donde dos veces al año se llenaba de flores el brezal. Y este fue el motivo de discordia entre mi novia y ella. 

 —Ian — me dijo Laura un tanto irritada—, tu madre quiere que todos los invitados lleven una flor en el ojal. ¡Qué cursilada! 

 Yo siempre fui un espíritu débil frente al carácter autoritario de mi madre y sufría por ello. Pero algo despertó en mí en aquel momento que dejó atrás al asustadizo Ian y, lejos de encerrarme en un silencio triste como hacía habitualmente, empecé a hablar por mí mismo: 

 —Cuenta la leyenda que las lágrimas que Malvina derramó al tener noticia de que su amado había fallecido en combate, cayeron sobre el brezo violeta que al instante se transformó en blanco. La misma joven deseó que aquella flor blanca trajera dicha a quien la encontrara. Esta leyenda continúa en la tradición británica, utilizándose el brezo blanco como un obsequio que da buena suerte. Es solo eso, Laura, pero si tú quieres lo quitamos. 

 —¡No! — me dijo risueña moviendo sus cabellos rizados. 

Y vi cómo se le iluminaba el semblante con la felicidad que nos acompañaba aquellos días. 

 © María Pilar
¡Feliz día de san Valentín!

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03 febrero 2021

El ruiseñor enjaulado


 El excéntrico Antxon, a pesar de ser pequeño y feo, tenía labia de conquistador. Se divirtió tentando a la solterona Mabel, una belleza que esperaba su príncipe azul, y lo encontró convertido en sapo, pero con una abultada chequera. 
 Decía trabajar los fines de semana para reflotar la empresa. Ese sábado, al salir de casa con su aspecto singular y la estúpida barba roja, se giró para contestarle a Mabel un tanto abatido: 
 
 —Sí, vuelvo mañana, por supuesto. —Y le lanzó un beso al aire. 
 
 Tras el ventanal, ella vio la plaza ajardinada llena de luz y frescor primaveral por la que su hombrecillo se alejaba con ese aire indescriptible del que va ansioso a una cita y no quiere ser pillado. Su actitud exageradamente afectuosa había sembrado en ella las sombras de la sospecha. No le cabía duda de que él era consciente del daño que le infligía y con qué torpeza lo intentaba envolver para quedar como víctima. Un rumor huraño le fue creciendo por dentro acompañado de un redoble de tambores que le estallaba la cabeza: ¡una amante! 
 
 Al mirar hacia el interior del salón le pareció oscuro y triste, con las flores mustias en el jarrón y las sillas vacías. Ni el ruiseñor que él le había regalado cantaba. «¡Para qué sirve si no canta!», se dijo. Odiaba que le siguiese recordando lo sola que se encontraba. Abrió la jaula y al cogerlo descubrió una dureza en el buche. Una pequeña cámara entre el plumaje la grababa. 
 
 —¡Joder, qué capullo! Él de putas y a mí me graba. ¡Enano saltarín, calvorota asqueroso! 
 
 Acuciada por la evidencia de haber sido burlada y encima vigilada en su propia casa, le brotó un arrebato de ira que desató una tempestad de palabrotas, reniegos y maldiciones. Claro, que esa tempestad no servía ni para regar las flores mustias del jarrón, pero era la que ella necesitaba. 
 
 La tormenta desencadenó la venganza que le recorría las entrañas con una violencia extrema. Le pedía sangre, sangre y justicia que la pusiera a la misma altura que él. No, a la misma altura, no, un peldaño por encima, se lo merecía. 
 
 Mientras sumergida en la bañera se dejaba arrugar como un garbanzo en un baño de espuma relajante, cavilaba sobre el premio con el que se iba a indemnizar por tanto gasto inútil de sentimientos volcados en un «nosotros» a la deriva. Al salir del agua, el espejo le dijo lo estupenda que estaba a los cuarenta y tantos. Gracias al gimnasio y ciertos arreglos a los que era adicta. 

 Sus tacones retumbaban en el pavimento de la calle Dato. Era alta, llevaba un vestido azul turquesa, de falda fluida, con los brazos al aire, y un echarpe de seda italiana en un hombro. Tenía una melena larga y rubia, el rostro ovalado con el matiz nacarado del maquillaje y los labios pintados de rosa suave, levemente apretados en un gesto de concentración, decidido. Una copia de la muñeca Barbie.

 Al llegar al Círculo, el lugar exclusivo de las élites de la ciudad, el conserje, al que enseñó el carné de socia, le dijo que no estaban permitidos los animales. 
 —¿Lo dice usted por mi brazalete en forma de serpiente? 
 —No, señora, me refiero al pájaro de la jaula. 
 —¡Ah, mi bolso de mano!, está de moda, ¿sabe? 
 —Hum... 
—Bueno, si no me cree, llame al señor Antxon Etxezarra, el presidente de Lintex Corporation, mi marido. 
 —Faltaría más, pase, pase, señora. —Le hizo una reverencia como un arlequín. 

 Pisó firme la alfombra estilo Luis XV. El aroma de lavanda mezclado con café recién hecho le aproximó voces de fumadores que le eran conocidas. Se dirigió directamente al reservado particular del hombrecillo. Frenó el paso tras un camarero que apurado les hacía gestos con los pulgares por encima de los hombros. Ellos, que no entendían nada, se partían de risa en sus butacones. Allí estaba él, junto al director de finanzas y el presidente del banco más importante de la ciudad; acompañados de tres jovencitas, muy monas, la verdad, pero con tan poca ropa que el aire acondicionado las iba a constipar. De repente, se quedaron atónitos, los otros. El hombrecillo colorado, que había levantado la copa para hacer un brindis, la miraba deformada a través del vidrio que no cubría el vino. Su rostro era una mezcla cómica de astucia y una dosis de cinismo. Mabel lo afrontó retadora. 
 Se dirigió a la chica que tenía al lado:
—Te he traído un regalito. —Al dejarle la jaula, el condenado ruiseñor comenzó a cantar, lo que atrajo un coro de correveidiles sedientos de noticias que ansiosos wasapeaban el suceso.
 —Anda, vamos a casa —le propuso el hombrecillo intentando cogerla del brazo. 
 —¡Ni me toques! Ahora sé lo que te hace feliz a ti —afirmó cabreada.  
 —Solo soy feliz contigo. 
 —¡Ja, ja, ja!, precisamente conmigo —dijo con su más refinado tono sarcástico.
 —Podría serlo. 
 —¡¡Lo dudo!! —contestó colérica y lo apuntó con el dedo acusador— Mira, no vengo con un amante porque me pondría a tu mismo nivel. Nunca voy a perdonarte porque deberías devolverme el daño que me has hecho y eso es imposible. —A él, al verla tan peleona, le atraía más que nunca; pero Mabel tajante concluyó—: Me conformaré con la tarjeta de crédito durante tres meses. ¡Me voy de viaje con mi amiga Maritxu, esa a quien tú odias tanto! 

Relato publicado en el libro de El Tintero de Oro  

© María Pilar 
(900 palabras)

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