Siempre decía que mi pueblo sintonizaba con mi presencia. Que cada vez que venía, el viento me acogía con un cálido abrazo y me contaba todas las historias que habían ocurrido en mi ausencia. Defendía que las ciudades cambiaban, pero que los pueblos permanecían. La verdad era que la imagen que durante tanto tiempo había guardado en mi memoria del lugar que me había visto nacer, no coincidía con la que me encontraba cada vez que lo visitaba. Algo me sobraba por aquí o me faltaba por allá. Imposible acoplar las líneas que conformaban el pueblo de mis recuerdos con el que tenía delante. Era, sí, pero… ¡Cuánto había cambiado! ¿Y yo? Apenas un niño cuando me fui. Acaso no había oído a mi paso murmullos preguntando: ¿Y ese quién es? Temía tanto convertirme en un proscrito y no ser de aquí ni del lugar al que mi familia había emigrado hacía ya tantos años...
Hoy los contornos coinciden perfectamente, se ensamblan tan bien que no puedo menos que sonreír al contemplarlo. Celebro el encuentro con el pueblo que tanto he buscado. Se respira sano, aire limpio bajo un cielo azul, con el aroma primaveral de los lugares donde se dan plantas aromáticas.
—¿Pero dónde te habías metido en todo este tiempo que te he buscado? —le pregunto— Ahora que te he encontrado me quedaré aquí contigo para siempre. Ya nunca me iré.
En mi paseo subo la pequeña colina del cementerio. Desde allí miro hacia atrás para contemplar una de las mejores vistas de todo el pueblo: pequeño, acogedor, encajado en el valle con sus casas alineadas y arropado por el color verde brillante de sus campos inconfundible de la primavera. (Mi pueblo cambia de color con las cuatro estaciones del año. Las casas no, las casas permanecen; pero participan de su entorno y eso les hace más luminosas y alegres o más apagadas y tristes).
La pesada puerta de hierro que custodia el camposanto está abierta. Un grupo doliente arropa un panteón. Desconsolados lloran la pérdida de un ser querido. El tiempo se detiene y la vida se vuelve silencio porque el muerto, soy yo.
Hoy los contornos coinciden perfectamente, se ensamblan tan bien que no puedo menos que sonreír al contemplarlo. Celebro el encuentro con el pueblo que tanto he buscado. Se respira sano, aire limpio bajo un cielo azul, con el aroma primaveral de los lugares donde se dan plantas aromáticas.
—¿Pero dónde te habías metido en todo este tiempo que te he buscado? —le pregunto— Ahora que te he encontrado me quedaré aquí contigo para siempre. Ya nunca me iré.
En mi paseo subo la pequeña colina del cementerio. Desde allí miro hacia atrás para contemplar una de las mejores vistas de todo el pueblo: pequeño, acogedor, encajado en el valle con sus casas alineadas y arropado por el color verde brillante de sus campos inconfundible de la primavera. (Mi pueblo cambia de color con las cuatro estaciones del año. Las casas no, las casas permanecen; pero participan de su entorno y eso les hace más luminosas y alegres o más apagadas y tristes).
La pesada puerta de hierro que custodia el camposanto está abierta. Un grupo doliente arropa un panteón. Desconsolados lloran la pérdida de un ser querido. El tiempo se detiene y la vida se vuelve silencio porque el muerto, soy yo.

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