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Mostrando entradas de marzo, 2018

Mi pueblo

Siempre decía que mi pueblo sintonizaba con mi presencia. Que cada vez que venía, el viento me acogía con un cálido abrazo y me contaba todas las historias que habían ocurrido en mi ausencia. Defendía que las ciudades cambiaban, pero que los pueblos permanecían. La verdad era que la imagen que durante tanto tiempo había guardado en mi memoria del lugar que me había visto nacer, no coincidía con la que me encontraba cada vez que lo visitaba. Algo me sobraba por aquí o me faltaba por allá. Imposible acoplar las líneas que conformaban el pueblo de mis recuerdos con el que tenía delante. Era, sí, pero… ¡Cuánto había cambiado! ¿Y yo? Apenas un niño cuando me fui. Acaso no había oído a mi paso murmullos preguntando: ¿Y ese quién es? Temía tanto convertirme en un proscrito y no ser de aquí ni del lugar al que mi familia había emigrado hacía ya tantos años... Hoy los contornos coinciden perfectamente, se ensamblan tan bien que no puedo menos que sonreír al contemplarlo. Celebro el encuentro c

Su vida con un perro fue más feliz

Solo el conticinio aplacó el nerviosismo de las niñas envolviéndolas en un apacible descanso. El abuelo, defensor recalcitrante de los perros abandonados, nos había convencido y al día siguiente teníamos la cita para realizar la adopción. Con el fulgor de un sol calcinante , salimos hacia el centro de acogida en la gandola sin remolque. Pronto empezamos a cantar: “Una sardina , dos sardinas…” Ya lo habíamos visto en la visita anterior: "Un cachorro mezcla de Golden con hermoso pelaje dorado que despedía destellos flamígeros ". Cuando llegamos estaba solo, una bolita peluda, un tanto triste, en un montón de  arena dentro de su espacio vallado. Levantó la cabeza al vernos. El abuelo, se acercó y le habló con cariño. Se lo fue ganando poco a poco. Al principio temblaba; pero pronto, una luz radiante iluminó sus ojos y empezó a dar saltos de alegría como si entendiera que habíamos ido a buscarlo. Nos contagió la risa.  De una pequeña maleta que llevaba sacó un peine es

Gabriel

Me gusta tu mirada picarona, las sonrisas que siembras De “pescaítos” de colores el mundo que sueñas Donde no hay pérfidas madrastras de niñas buenas Me gusta escuchar tu voz, participar de tu contento El roce de tu mano, tus abrazos en mis sueños El fragor de tus luminosas alas alzando el vuelo Me gusta tu bufanda azul, dormir en tu almohada Saberte libre en el océano, sin pozos ni cavernas En el ruido de la caracola, camuflado tras la palmera Me gusta perderme en tu sur de Las Negras Dialogar en silencio, pintar tu nombre en la arena Gritarlo al viento y sentirte muy cerca. Me gusta cuando me miras con tu candor e inocencia En un mar de girasoles la más brillante estrella Aprender a andar de nuevo porque tengo tu fuerza

Me llamaban Libertad

Hacía cuatro meses que se habían celebrado las pompas fúnebres del dictador Franco con tanta repercusión mediática que habían paralizado el país. Y dos meses que malvivíamos con la ciudad paralizada por la mayor huelga de su historia. Los precios subían, los impuestos subían y los flacos salarios se estancaban. Eran días tristes en Vitoria con grandes tensiones que ocasionaban los ya dos meses sin cobrar. Las tiendas cerradas, rebuscadores en la basura, se liquidaban las cajas de resistencia y la intransigencia patronal se mostraba inamovible. Las manifestaciones obreras llenaban las calles demandando mejoras salariales con el aliento frío de los antidisturbios en la nuca. Se olía el miedo. —¿Alguna vez pensaste que esto fuera tan brutal? —me dijo Mikel con la mano en las lumbares doloridas por los golpes policiales.  —Esto... ¡Pero qué es esto! —grité enojada— ¡Cabrones! Y los medios de comunicación dirán que han sido cuatro exaltados.  Antes de abordar el barrio de Zaramaga, ya no

Mi amiga es una okupa

Hoy hace un año que una okupa se instaló en mi casa. Compartimos habitación. Ella, con tal de tener su pequeño espacio, se conformaba. No la oí llegar. Tal vez para pasar al lado de mi cama, se quitó los zapatos. Cuando me levanté, al estirarme bostezando, la descubrí. Me acerqué. Me miraba. —Saludos —dijo —¿Saludos? Ella estaba en un lugar desconocido y yo no sabía de sus mañas.  Había colocado en la pared un delicado encaje de seda, a modo de hamaca. Se columpiaba. Me hizo una caída de párpados como avergonzada. —Saludos, es mi forma de decir: “Hola, ¿qué tal?” Me encantó. Le sonreí.  Todos los días, cuando me levantaba ella ya tenía arreglada su cama y se estaba limando las uñas para que no se le enganchasen en las finas mallas. Más de una vez la sorprendí mirándose coqueta en una gota de rocío de las que perlaban su hamaca. A veces observaba tras la ventana con una mirada cargada de añoranza. Tal vez un viejo amor la reclamaba. —Me gusta que seamos amigas le d