30 marzo 2018

Mi pueblo

Siempre decía que mi pueblo sintonizaba con mi presencia. Que cada vez que venía, el viento me acogía con un cálido abrazo y me contaba todas las historias que habían ocurrido en mi ausencia. Defendía que las ciudades cambiaban, pero que los pueblos permanecían. La verdad era que la imagen que durante tanto tiempo había guardado en mi memoria del lugar que me había visto nacer, no coincidía con la que me encontraba cada vez que lo visitaba. Algo me sobraba por aquí o me faltaba por allá. Imposible acoplar las líneas que conformaban el pueblo de mis recuerdos con el que tenía delante. Era, sí, pero… ¡Cuánto había cambiado! ¿Y yo? Apenas un niño cuando me fui. Acaso no había oído a mi paso murmullos preguntando: ¿Y ese quién es? Temía tanto convertirme en un proscrito y no ser de aquí ni del lugar al que mi familia había emigrado hacía ya tantos años...
Hoy los contornos coinciden perfectamente, se ensamblan tan bien que no puedo menos que sonreír al contemplarlo. Celebro el encuentro con el pueblo que tanto he buscado. Se respira sano, aire limpio bajo un cielo azul, con el aroma primaveral de los lugares donde se dan plantas aromáticas.
—¿Pero dónde te habías metido en todo este tiempo que te he buscado? —le pregunto— Ahora que te he encontrado me quedaré aquí contigo para siempre. Ya nunca me iré.
En mi paseo subo la pequeña colina del cementerio. Desde allí miro hacia atrás para contemplar una de las mejores vistas de todo el pueblo: pequeño, acogedor, encajado en el valle con sus casas alineadas y arropado por el color verde brillante de sus campos inconfundible de la primavera. (Mi pueblo cambia de color con las cuatro estaciones del año. Las casas no, las casas permanecen; pero participan de su entorno y eso les hace más luminosas y alegres o más apagadas y tristes).
La pesada puerta de hierro que custodia el camposanto está abierta. Un grupo doliente arropa un panteón. Desconsolados lloran la pérdida de un ser querido. El tiempo se detiene y la vida se vuelve silencio porque el muerto, soy yo.



Relato ganador en RC
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16 marzo 2018

Su vida con un perro fue más feliz

Solo el conticinio aplacó el nerviosismo de las niñas envolviéndolas en un apacible descanso. El abuelo, defensor recalcitrante de los perros abandonados, nos había convencido y al día siguiente teníamos la cita para realizar la adopción. Con el fulgor de un sol calcinante, salimos hacia el centro de acogida en la gandola sin remolque. Pronto empezamos a cantar: “Una sardina, dos sardinas…”
Ya lo habíamos visto en la visita anterior: "Un cachorro mezcla de Golden con hermoso pelaje dorado que despedía destellos flamígeros".
Cuando llegamos estaba solo, una bolita peluda, un tanto triste, en un montón de arena dentro de su espacio vallado. Levantó la cabeza al vernos. El abuelo, se acercó y le habló con cariño. Se lo fue ganando poco a poco. Al principio temblaba; pero pronto, una luz radiante iluminó sus ojos y empezó a dar saltos de alegría como si entendiera que habíamos ido a buscarlo. Nos contagió la risa.  De una pequeña maleta que llevaba sacó un peine especial que facilitaba el cepillado y él, zalamero y juguetón, lo agradeció subiéndose con sus patas delanteras por el pantalón del que ya consideraba su dueño.
El apocalipsis se hizo presente en la entrevista con la joven directora del centro de adopción.
— ¿Quién lo va a cuidar?
—Mientras trabajamos y las niñas están en el colegio, el abuelo.
—¿Cómo? ¡Si es un señor mayor! ¿Y qué lugar de la casa va a ocupar?
—Le hemos preparado una caseta en el jardín.
—¡En una caseta! ¡Un miembro más de la familia! Eso sí que no lo consiento. Para que se muera de frío. Aquí no hay cultura de cómo tratar a los animales. Tienen que aprender de las personas extranjeras, ellas vienen hasta aquí para adoptar a su perro y saben cómo tratarlo.
Con una palidez que contrastaba con el arrebol de la tarde, ante la falta de cordura de la directora me dijo: "Vámonos". Y lo vi alejarse para ocultar una lágrima furtiva que se le escapaba. El cachorro también se refugió en un rincón para llorar su pena. Las copas de ambrosía tendrían que esperar para ser libadas. No teníamos nada que celebrar.
Entonces, lo vimos salir corriendo tras él. Empujó con la cabeza la maleta que llevaba en la mano, cayó al suelo y se abrió. Se coló dentro. Se puso travieso y peleón frente a la directora que quería cogerlo. Le mordió una mano cuando estaba regañándolo.
Claudicó.
Nos lo llevamos.
© María Pilar 
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12 marzo 2018

Gabriel

Me gusta tu mirada picarona, las sonrisas que siembras
De “pescaítos” de colores el mundo que sueñas
Donde no hay pérfidas madrastras de niñas buenas

Me gusta escuchar tu voz, participar de tu contento
El roce de tu mano, tus abrazos en mis sueños
El fragor de tus luminosas alas alzando el vuelo

Me gusta tu bufanda azul, dormir en tu almohada
Saberte libre en el océano, sin pozos ni cavernas
En el ruido de la caracola, camuflado tras la palmera

Me gusta perderme en tu sur de Las Negras
Dialogar en silencio, pintar tu nombre en la arena
Gritarlo al viento y sentirte muy cerca.

Me gusta cuando me miras con tu candor e inocencia
En un mar de girasoles la más brillante estrella
Aprender a andar de nuevo porque tengo tu fuerza

© María Pilar 


02 marzo 2018

Me llamaban Libertad

Hacía cuatro meses que se habían celebrado las pompas fúnebres del dictador Franco con tanta repercusión mediática que habían paralizado el país. Y dos meses que malvivíamos con la ciudad paralizada por la mayor huelga de su historia. Los precios subían, los impuestos subían y los flacos salarios se estancaban. Eran días tristes en Vitoria con grandes tensiones que ocasionaban los ya dos meses sin cobrar. Las tiendas cerradas, rebuscadores en la basura, se liquidaban las cajas de resistencia y la intransigencia patronal se mostraba inamovible. Las manifestaciones obreras llenaban las calles demandando mejoras salariales con el aliento frío de los antidisturbios en la nuca. Se olía el miedo.
—¿Alguna vez pensaste que esto fuera tan brutal? —me dijo Mikel con la mano en las lumbares doloridas por los golpes policiales. 

—Esto... ¡Pero qué es esto! —grité enojada— ¡Cabrones! Y los medios de comunicación dirán que han sido cuatro exaltados. 
Antes de abordar el barrio de Zaramaga, ya nos llegaba un rumor que se iba acrecentando.
Eran muchos.
Caminaban hombro con hombro con el entusiasmo del grito acompasado que me acompañará siempre: "¡Libertad! ¡Libertad!"
Los “grises”, parapetados con sus cascos y escudos, se ensañaron cargando con contundencia. El humo nos impedía respirar. Gritos desgarradores de los que eran golpeados de forma tan salvaje. El estallar de disparos nos dejaba sordos. Con los ojos irritados por los gases lo veíamos todo nublado. ¿O eran lágrimas que escocían? Las barricadas ardían, los adoquines volaban por los aires y las sirenas de refuerzo se oían por toda la ciudad. El lugar era impracticable.
Por fin, una voz: “¡A la iglesia!”
Y la iglesia fue nuestra perdición. Primero la gasearon con miles de personas dentro. Presos de la asfixia y el pánico intentamos salir. 

—¡Fuego! 
Relámpagos con estampidos como fuegos de artificio nos estaban matando. Cayeron los primeros compañeros. Y luego más y más. Había sangre, sangre que se extendía. Sangre pisoteada del salvaje asesinato cometido en una iglesia de barrio. Se levantó un rabioso clamor generalizado: "¡No disparen!"
Los gritos callaron. Solo quejidos.
Después, silencio.
Los latidos en mi cabeza eran fuertes y rápidos.
Vi a Mikel sollozando sin cesar. Me acerqué para consolarlo. Lo abracé y mis brazos atravesaron su cuerpo. Entonces comprendí el porqué de sus lágrimas. 

Yo era una de las asesinadas. Me llamaban Libertad.
© María Pilar

Mi amiga es una okupa

Hoy hace un año que una okupa se instaló en mi casa. Compartimos habitación. Ella, con tal de tener su pequeño espacio, se conformaba. No la oí llegar. Tal vez para pasar al lado de mi cama, se quitó los zapatos. Cuando me levanté, al estirarme bostezando, la descubrí. Me acerqué. Me miraba.
—Saludos —dijo
—¿Saludos?
Ella estaba en un lugar desconocido y yo no sabía de sus mañas. 
Había colocado en la pared un delicado encaje de seda, a modo de hamaca. Se columpiaba. Me hizo una caída de párpados como avergonzada.
—Saludos, es mi forma de decir: “Hola, ¿qué tal?”
Me encantó. Le sonreí. 
Todos los días, cuando me levantaba ella ya tenía arreglada su cama y se estaba limando las uñas para que no se le enganchasen en las finas mallas. Más de una vez la sorprendí mirándose coqueta en una gota de rocío de las que perlaban su hamaca. A veces observaba tras la ventana con una mirada cargada de añoranza. Tal vez un viejo amor la reclamaba.
—Me gusta que seamos amigas le dije
—Lo somos, pero… La vida es tan incierta…
Era tan menuda que me fascinaba la energía incansable con la que tejía con hilos de plata, blondas de encaje tan sutil como lo era ella misma. ¿Qué trataba de mostrarme con ello? ¿Quizá el esfuerzo para lograr lo que se quiere en la vida?
Ñanduti, su amiga, le trajo la noticia: “Es maravilloso, Carlota. Te han concedido el 1.º premio de diseño de mantillas. Tienes que ir a recogerlo”. 
Se subía por las paredes. Las recorría como un atleta preparando una maratón. Iba, venía. Abría los diminutos cajones de su cómoda que tenía colgada en lo alto. Rebuscaba… Se probaba… Mallas negras, blazer femenino con motivos rojos, sombrero de plumas de ácaro, el pequeño bolso de alas de mosca. ¡Los zapatos! ¡Cuánto le costó elegir los zapatos! Por fin dio con unos negros de salón. Les pegó en la parte superior unas florecitas rojas que había tejido. Parecía más esbelta. 
No ha vuelto. 
Atrapada en su red, la espero.

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