Valdimir Fedotko Debía ser media tarde de un día de setiembre soleado y espléndido porque la sombra de los corrales cubría parte de la carretera. Llegó la vecina con cara de circunstancias y, con insinuaciones y frases entrecortadas, informó a mi madre de algo que era evidente no querían que yo me enterara. Yo las seguí hasta la casa donde habían entrado. Estaba abierta —era habitual en esa época—, atravesé el portal y en vez de ir a la sala donde hablaban ellas en susurros, subí la crujiente escalera peldaño a peldaño intentando no hacer ruido, sin apoyarme en el pasamano que me quedaba alto para mi pequeña estatura. Parecía una casa sumida en el tiempo, como dormida; pero sin que una mota de polvo o telaraña se hubiera atrevido a hacer acto de presencia. Arriba varias puertas cerradas, solo una permanecía abierta y aunque el interior estaba en penumbra, allí me colé. A través de la persiana entraban unas rendijas de luz que facilitaron mi visión del lugar. Percibí cierto
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