29 julio 2011

La primera vez que vi la muerte de cara

Valdimir Fedotko

Debía ser media tarde de un día de setiembre soleado y espléndido porque la sombra de los corrales cubría parte de la carretera. Llegó la vecina con cara de circunstancias y, con insinuaciones y frases entrecortadas, informó a mi madre de algo que era evidente no querían que yo me enterara.
Yo las seguí hasta la casa donde habían entrado. 

Estaba abierta —era habitual en esa época—, atravesé el portal y en vez de ir a la sala donde hablaban ellas en susurros, subí la crujiente escalera peldaño a peldaño intentando no hacer ruido, sin apoyarme en el pasamano que me quedaba alto para mi pequeña estatura. 
Parecía una casa sumida en el tiempo, como dormida; pero sin que una mota de polvo o telaraña se hubiera atrevido a hacer acto de presencia.
Arriba varias puertas cerradas, solo una permanecía abierta y aunque el interior estaba en penumbra, allí me colé. A través de la persiana entraban unas rendijas de luz que facilitaron mi visión del lugar. Percibí cierto olor extraño. Me quedé inmóvil, cerca de la puerta. Todo era sosiego y silencio, apenas interrumpido por unos sonidos guturales que salían de la garganta de una mujer.
Yacía en medio de una inmensa cama de hierro forjado, parecía diminuta por la pequeña zona abultada cubierta con la colcha. Solo dejaba ver su cara y sus manos artríticas, tenía los brazos a lo largo del cuerpo como rendida ya a su suerte. Los años habían dejado su huella en el pálido rostro, sus arrugas se marcaban fuertemente en aquella fragilidad humana, la boca abierta inundada por una enorme flema que borbotaba con sus jadeos era la única señal viva en aquella habitación. Desaparecí del lugar como ladrón que huye  por el temor a que me vieran.
Cuando estábamos cenando, un ave graznaba furiosa y oíamos también su aleteo desesperado. No pude comprender bien lo que sucedía, pero sé que fue entonces cuando de verdad sentí miedo al oír que mi padre decía con una voz grave: “Esta noche muere alguien y es de por aquí cerca”. 

Y se hizo el silencio
© María Pilar

26 julio 2011

Grito de mujer: mutilación genital femenina

Perdóname mi niña herida
Para que puedas dejar al lado el rencor
No perdón del que olvida
Porque nunca se supera tanto dolor.
El grito de tu mutilación enrojece al cielo
Y no puedo ayudarte
El grito de tu mutilación taladra mis oídos
Y no puedo liberarte.
El aire me trajo el olor de tu lecho
En la tierra ensangrentada
La noche lloró lágrimas dolientes
Mi impotencia la piel me arrancaba.
Ocho terribles días postrada a tu lado
Envuelta en tu dolor
Ocho terribles días espantando a la muerte
Maldiciendo esta tradición.
Ahora muerta para siempre tu sonrisa
Quiero decírtelo mi niña, tu padre habló:
“Si se muere hazte idea que el muerto soy yo”
Así no se habla a una madre,
Pero su palabra fue mi valor
Que me ignoren, que me rechacen todos
Que los miedos se los lleve el río
Que a tus hermanas, las libraré yo.
© María Pilar


A Amina, madre, coraje donde las haya, que confió en mí y me contó sin una lágrima, pero con un dolor inmenso, esta historia tan dura como real que le ocurrió cuando regresaron a su país de África para pasar unas vacaciones.
La abuela que los esperaba, con gran alegría cogió a la niña nada más llegar y aquel atardecer le hizo el emuatare, la ablación, ayudada por otras mujeres.
Amina sufrió lo indecible, escondida pero vigilante, haciendo suyo el dolor de su hija. Cuando se la entregaron, la hemorragia era tal que creyó que la perdía. No se separó de ella durante siete días con sus siete noches. Todo el tiempo le hablaba, le pedía que no se fuera, que no la dejara porque no podría soportarlo.
Amina es muy religiosa, pero sabe que esto nada tiene que ver con la religión, que es una costumbre tan ancestral como el mundo. Sabe de su impotencia para defender a sus hijas en la tierra que la vio nacer, porque ella allí, ante la suegra, es un cero, nada.
Ahora tiene miedo por sus dos hijas más pequeñas, sabe que no podrá librarlas. Y yo, desde un país europeo, tampoco puedo hacer nada para ayudarla. Tan solo unirme a su #Grito de Mujer con la esperanza de que otros muchos se unan y el grito de todos paralice esta práctica que causa tanto dolor indeleble de por vida, mutilación y sometimiento de la mujer. ¡Si hubierais sentido su dolor! 

¡Si hubierais visto su profunda mirada!
© María Pilar

24 julio 2011

El traje nuevo de Francisco Camps

Dicen que el hombre es el animal que tropieza dos veces en la misma piedra, y el caso de los trajes de Francisco Camps viene a confirmarlo.
¿Quién no recuerda la historia del rey vanidoso que se dejó comprar por unos trajes a cambio de una suma de dinero y una condición inconfesable?
Dejar que te hagan trajes de esa manera siempre es una apuesta arriesgada; pero era todo tan perfecto, fluía de una manera tan natural que… ¿Por qué no? Si su ego crecía con las expresiones de admiración y los elogios "forever".
Trajes y más trajes que seguramente todos hemos visto moviéndose con elegancia a través de las pantallas del televisor, quedaban tan bien ajustados a la medida del que los llevaba que nos impedían ver el defecto. 

Solamente un entendido en los entresijos de la confección pudo señalar con el dedo que el valor de los trajes se encontraba precisamente en lo que ocultaban y al presentar la prueba del delito, el defecto se hizo visible a los ojos de la mayoría. 
Implicado en la trama de corrupción Gürtel. 
Fue entonces cuando atónitos contemplamos todas sus miserias.
© María Pilar

12 julio 2011

Vacaciones de verano

Me conmueven los apasionantes compases de tango entre las encrespadas olas y los vertiginosos acantilados. Siento los besos de espuma que se lanzan y me dejo envolver por su vaporosa cola perlada. Me pregunto si tales asaltos de romanticismo afloran por influencia del verano en esta bellísima zona turística o más bien porque añoro ser yo la protagonista de tales encuentros. Cierro los ojos para imaginar largas piruetas de baile descalza sobre esas aguas cuando escucho:
̶ ¿Me concede este baile, Mademoiselle?
En sus brazos mi velero suelta amarras y se desliza como el viento.
© María Pilar