27 enero 2018

Una niña siria

—Estás loco, Rubén —le dije mientras negaba con la cabeza— Los peligros del mar te han trastornado.
—¿Loco? Nunca lo he visto más claro —añadió con esa expresión risueña que tanto me atrae y por momentos me irrita— Te alegrarás, ya lo verás.
—Es que no entiendo cómo se te ha podido pasar por la cabeza —Quería imprimir un tono de malestar en mis palabras— Mi vida es mi vida y tú no puedes irrumpir como un vendaval para cambiarla. Además, el interesado eres tú, ¿no? Pues asume la responsabilidad.
—Yo… —añadió con una sombra de preocupación en la cara —tengo que volver.
Guardé silencio.
—¡Myriam! —Se levantó del sillón en el que estaba sentado y me abrazó. Había añorado tanto su ausencia que al sentirlo los ojos se me llenaron de lágrimas.
Entendí que quedaba zanjado el problema.
La tarde discurrió por derroteros más entrañables. Mi hermano había vuelto con tantas vivencias de esos meses pasados en los puntos calientes del Mediterráneo que me llenó de admiración.
El día empezaba a declinar.
—Existe —dijo dispuesto a marcharse —alguien que me está esperando.
—Qué callado te lo tenías. Has vuelto enamorado —le repliqué entusiasmada alentándolo a que hablara.
—No es lo que piensas. Tiene cinco años. Se llama Myriam, como tú. Sus padres murieron en el último rescate al que asistimos cuando la barcaza con 300 refugiados sirios se fue a pique cerca de la isla de Lesbos. Logré salvarla, ¿sabes?
—Es ella…, es la niña que quieres que acoja, ¿no? Quizá has pensado que así era más fácil convencerme, haciéndome chantaje emocional.
—Exacto, es ella; pero ahora ya no es mi intención convencerte, ni preocuparte. Buscaré otra solución. Sus ojos oscuros, muy abiertos, son dos luceros que siento posados en mí pidiéndome que no la abandone…
¡Cómo lamentaba mis duras palabras! Recordé la voz de la abuela cuando nos decía: Palabra y piedra suelta no tienen vuelta. ¡Qué egoísta me sentía!
Nos despedimos. Él, contento; yo, aparenté estarlo.

Unos meses más tarde, me sobrevino de repente un cambio de opinión. Bueno, no se dio así tan de repente. Compungida recordaba muchas cosas que estando con él no había considerado que tuvieran la importancia para que merecieran mi atención. Ahora era demasiado tarde para decírselo. Tenía razones profundas para ello. Cuanto más recordaba la última escena que había vivido con mi hermano más incomprensible se me hacía mi reacción ante la única cosa seria que me había pedido en la vida. Con ojos quebrados le manifesté mi firme convicción de que adoptaría a la niña. El caso es que hace dos meses que estoy en kara Tepe, el campo de refugiados. Preparo los papeles para llevármela. Es una niña preciosa.



22 enero 2018

Lipograma (sin la u)

Me mira, la miro; me sonríe, le sonrío. Sin vacilar saca el móvil del bolso y empieza a grabarme. ¡Es fantástico! Lo colgará en las redes sociales y seré trending topic. De este lado, del otro. ¡Jajaja! Es evidente, la morenaza se ha prendado de mí. ¿Y ese maromo al lado? ¡Bah, si no le hace ni caso! Se me acerca más y más. Divina piel tan lisa y seca, y la cadencia en los andares, me derrite. Con mis grandes e irresistibles ojos le provoco la risa más simpática jamás oída en la alberca. Otro paso y caerá. Se mojará. La besaré, me besará y se convertirá en rana.

17 enero 2018

Soneto con estrambote


¿Dónde lavas tu rostro de belleza 
Para lucir de piedra tan lozana? 
¿En qué manantial, arroyo o fontana 
Reflejas tu pudor a tu manera?
 
Quisiera ser del túmulo la tierra 
Que acoges y abrazas cada mañana
Con el peso del agua enamorada 
Apoyando mi mano en tu cadera. 

Ser cordón para apretar tu corpiño 
Ser viento que despeine tu melena. 
Si lugar poder fuera: Este foso. 

Ser sol para provocarte un guiño. 
Feliz reo si fueras mi condena. 
Almohada que recoja tu reposo. 

Permíteme estos versos 
Acabar en estrambote 
Me quito el sombrero, Rosa 
A tus pies, tu Juan Belmonte 

 (de Ana Mary)

03 enero 2018

Merceditas en el pueblo

Con Merceditas vivíamos nuestra epifanía particular cuando todos los veranos llegaba al pueblo. Decían que los aires de la sierra le iban muy bien para las secuelas que tenía de la polio. Cuando un mercedes negro subía dando tumbos entre el polvo del sendero, todos sabíamos que eran ellos. Los criados y las doncellas venían antes para abrir la casa y con estropajos restregaban los suelos hasta dejarlos niquelados. Después, salían como un hatajo de sumisos uniformados a recibirlos.
Mamá era la cocinera de la casona y aunque no le pagaban mucho, con su santa paciencia decía que le compensaban en especie. Así comíamos en casa alguna perdiz de caza, los restos de un pastel exquisito o frutas que empezaban a pasarse. Un día me trajo el recado de que Merceditas sentía nostalgia por mí y me mandaba recuerdos. Tras la bonhomía de la niña intuía la elocuencia de la madre acostumbrada a dar órdenes. Total, que tenía que llamarla para salir el domingo y cuidarla de tanto sinvergüenza del pueblo. ¡Joder, qué malestar me entró!
Aquella tarde de domingo, el viento polvoriento soplaba irrespirable y el sol sofocante parecía cobrarse una venganza contra todo ser vivo. Con un esfuerzo ímprobo, Merceditas me seguía con su andar renqueante como si fuera mi sombra maltrecha. Subíamos campo a través una árida loma hasta las ruinas de un chozo.  

Allí nadie nos vería. 
Un golpe de aire le llevó el bonito sombrero que planeó como un ave que quisiera remontar el vuelo. Azorada, lo seguía para intentar cogerlo. Lo atrapé antes de caer desplomado al suelo y al entregárselo, enrojecida, gesticuló como si las palabras que bullían por salir se le quedasen pegadas y la lengua las sacara a tropiezos: “Gra-gra-gracias”, dijo. ¡Había hablado, por fin!, y una brillante sonrisa le iluminó la cara. 
Sentí deseos de abrazarla. 
Empapadas en sudor y soledad, nos sentamos a la sombra del derrumbe hasta la hora de volver. ¡Cómo le divertía estar allí acurrucadas entre el canto de los grillos! Se había caído y llevaba las rodillas marcadas, también algún arañazo en las piernas por el roce de las hierbas secas, el vestido sucio, y el sol se reflejaba en los mechones de pelo que le caían desordenados. Parecía no importarle. Solo la pasión de sus inquietas pupilas clavadas en mí mendigando una amiga. 
Quise verla de nuevo. "Se ha ido", dijeron. Me mintieron.

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