—Estás loco, Rubén —le dije mientras negaba con la cabeza— Los peligros del mar te han trastornado.
—¿Loco? Nunca lo he visto más claro —añadió con esa expresión risueña que tanto me atrae y por momentos me irrita— Te alegrarás, ya lo verás.
—Es que no entiendo cómo se te ha podido pasar por la cabeza —Quería imprimir un tono de malestar en mis palabras— Mi vida es mi vida y tú no puedes irrumpir como un vendaval para cambiarla. Además, el interesado eres tú, ¿no? Pues asume la responsabilidad.
—Yo… —añadió con una sombra de preocupación en la cara —tengo que volver.
Guardé silencio.
—¡Myriam! —Se levantó del sillón en el que estaba sentado y me abrazó. Había añorado tanto su ausencia que al sentirlo los ojos se me llenaron de lágrimas.
Entendí que quedaba zanjado el problema.
La tarde discurrió por derroteros más entrañables. Mi hermano había vuelto con tantas vivencias de esos meses pasados en los puntos calientes del Mediterráneo que me llenó de admiración.
El día empezaba a declinar.
—Existe —dijo dispuesto a marcharse —alguien que me está esperando.
—Qué callado te lo tenías. Has vuelto enamorado —le repliqué entusiasmada alentándolo a que hablara.
—No es lo que piensas. Tiene cinco años. Se llama Myriam, como tú. Sus padres murieron en el último rescate al que asistimos cuando la barcaza con 300 refugiados sirios se fue a pique cerca de la isla de Lesbos. Logré salvarla, ¿sabes?
—Es ella…, es la niña que quieres que acoja, ¿no? Quizá has pensado que así era más fácil convencerme, haciéndome chantaje emocional.
—Exacto, es ella; pero ahora ya no es mi intención convencerte, ni preocuparte. Buscaré otra solución. Sus ojos oscuros, muy abiertos, son dos luceros que siento posados en mí pidiéndome que no la abandone…
¡Cómo lamentaba mis duras palabras! Recordé la voz de la abuela cuando nos decía: Palabra y piedra suelta no tienen vuelta. ¡Qué egoísta me sentía!
Nos despedimos. Él, contento; yo, aparenté estarlo.
Unos meses más tarde, me sobrevino de repente un cambio de opinión. Bueno, no se dio así tan de repente. Compungida recordaba muchas cosas que estando con él no había considerado que tuvieran la importancia para que merecieran mi atención. Ahora era demasiado tarde para decírselo. Tenía razones profundas para ello. Cuanto más recordaba la última escena que había vivido con mi hermano más incomprensible se me hacía mi reacción ante la única cosa seria que me había pedido en la vida. Con ojos quebrados le manifesté mi firme convicción de que adoptaría a la niña. El caso es que hace dos meses que estoy en kara Tepe, el campo de refugiados. Preparo los papeles para llevármela. Es una niña preciosa.
—¿Loco? Nunca lo he visto más claro —añadió con esa expresión risueña que tanto me atrae y por momentos me irrita— Te alegrarás, ya lo verás.
—Es que no entiendo cómo se te ha podido pasar por la cabeza —Quería imprimir un tono de malestar en mis palabras— Mi vida es mi vida y tú no puedes irrumpir como un vendaval para cambiarla. Además, el interesado eres tú, ¿no? Pues asume la responsabilidad.
—Yo… —añadió con una sombra de preocupación en la cara —tengo que volver.
Guardé silencio.
—¡Myriam! —Se levantó del sillón en el que estaba sentado y me abrazó. Había añorado tanto su ausencia que al sentirlo los ojos se me llenaron de lágrimas.
Entendí que quedaba zanjado el problema.
La tarde discurrió por derroteros más entrañables. Mi hermano había vuelto con tantas vivencias de esos meses pasados en los puntos calientes del Mediterráneo que me llenó de admiración.
El día empezaba a declinar.
—Existe —dijo dispuesto a marcharse —alguien que me está esperando.
—Qué callado te lo tenías. Has vuelto enamorado —le repliqué entusiasmada alentándolo a que hablara.
—No es lo que piensas. Tiene cinco años. Se llama Myriam, como tú. Sus padres murieron en el último rescate al que asistimos cuando la barcaza con 300 refugiados sirios se fue a pique cerca de la isla de Lesbos. Logré salvarla, ¿sabes?
—Es ella…, es la niña que quieres que acoja, ¿no? Quizá has pensado que así era más fácil convencerme, haciéndome chantaje emocional.
—Exacto, es ella; pero ahora ya no es mi intención convencerte, ni preocuparte. Buscaré otra solución. Sus ojos oscuros, muy abiertos, son dos luceros que siento posados en mí pidiéndome que no la abandone…
¡Cómo lamentaba mis duras palabras! Recordé la voz de la abuela cuando nos decía: Palabra y piedra suelta no tienen vuelta. ¡Qué egoísta me sentía!
Nos despedimos. Él, contento; yo, aparenté estarlo.
Unos meses más tarde, me sobrevino de repente un cambio de opinión. Bueno, no se dio así tan de repente. Compungida recordaba muchas cosas que estando con él no había considerado que tuvieran la importancia para que merecieran mi atención. Ahora era demasiado tarde para decírselo. Tenía razones profundas para ello. Cuanto más recordaba la última escena que había vivido con mi hermano más incomprensible se me hacía mi reacción ante la única cosa seria que me había pedido en la vida. Con ojos quebrados le manifesté mi firme convicción de que adoptaría a la niña. El caso es que hace dos meses que estoy en kara Tepe, el campo de refugiados. Preparo los papeles para llevármela. Es una niña preciosa.