Con Merceditas vivíamos nuestra epifanía particular cuando todos los veranos llegaba al pueblo. Decían que los aires de la sierra le iban muy bien para las secuelas que tenía de la polio. Cuando un mercedes negro subía dando tumbos entre el polvo del sendero, todos sabíamos que eran ellos. Los criados y las doncellas venían antes para abrir la casa y con estropajos restregaban los suelos hasta dejarlos niquelados. Después, salían como un hatajo de sumisos uniformados a recibirlos.
Mamá era la cocinera de la casona y aunque no le pagaban mucho, con su santa paciencia decía que le compensaban en especie. Así comíamos en casa alguna perdiz de caza, los restos de un pastel exquisito o frutas que empezaban a pasarse. Un día me trajo el recado de que Merceditas sentía nostalgia por mí y me mandaba recuerdos. Tras la bonhomía de la niña intuía la elocuencia de la madre acostumbrada a dar órdenes. Total, que tenía que llamarla para salir el domingo y cuidarla de tanto sinvergüenza del pueblo. ¡Joder, qué malestar me entró!
Aquella tarde de domingo, el viento polvoriento soplaba irrespirable y el sol sofocante parecía cobrarse una venganza contra todo ser vivo. Con un esfuerzo ímprobo, Merceditas me seguía con su andar renqueante como si fuera mi sombra maltrecha. Subíamos campo a través una árida loma hasta las ruinas de un chozo.
Allí nadie nos vería.
Un golpe de aire le llevó el bonito sombrero que planeó como un ave que quisiera remontar el vuelo. Azorada, lo seguía para intentar cogerlo. Lo atrapé antes de caer desplomado al suelo y al entregárselo, enrojecida, gesticuló como si las palabras que bullían por salir se le quedasen pegadas y la lengua las sacara a tropiezos: “Gra-gra-gracias”, dijo. ¡Había hablado, por fin!, y una brillante sonrisa le iluminó la cara.
Sentí deseos de abrazarla.
Empapadas en sudor y soledad, nos sentamos a la sombra del derrumbe hasta la hora de volver. ¡Cómo le divertía estar allí acurrucadas entre el canto de los grillos! Se había caído y llevaba las rodillas marcadas, también algún arañazo en las piernas por el roce de las hierbas secas, el vestido sucio, y el sol se reflejaba en los mechones de pelo que le caían desordenados. Parecía no importarle. Solo la pasión de sus inquietas pupilas clavadas en mí mendigando una amiga.
Quise verla de nuevo. "Se ha ido", dijeron. Me mintieron.
Mamá era la cocinera de la casona y aunque no le pagaban mucho, con su santa paciencia decía que le compensaban en especie. Así comíamos en casa alguna perdiz de caza, los restos de un pastel exquisito o frutas que empezaban a pasarse. Un día me trajo el recado de que Merceditas sentía nostalgia por mí y me mandaba recuerdos. Tras la bonhomía de la niña intuía la elocuencia de la madre acostumbrada a dar órdenes. Total, que tenía que llamarla para salir el domingo y cuidarla de tanto sinvergüenza del pueblo. ¡Joder, qué malestar me entró!
Aquella tarde de domingo, el viento polvoriento soplaba irrespirable y el sol sofocante parecía cobrarse una venganza contra todo ser vivo. Con un esfuerzo ímprobo, Merceditas me seguía con su andar renqueante como si fuera mi sombra maltrecha. Subíamos campo a través una árida loma hasta las ruinas de un chozo.
Allí nadie nos vería.
Un golpe de aire le llevó el bonito sombrero que planeó como un ave que quisiera remontar el vuelo. Azorada, lo seguía para intentar cogerlo. Lo atrapé antes de caer desplomado al suelo y al entregárselo, enrojecida, gesticuló como si las palabras que bullían por salir se le quedasen pegadas y la lengua las sacara a tropiezos: “Gra-gra-gracias”, dijo. ¡Había hablado, por fin!, y una brillante sonrisa le iluminó la cara.
Sentí deseos de abrazarla.
Empapadas en sudor y soledad, nos sentamos a la sombra del derrumbe hasta la hora de volver. ¡Cómo le divertía estar allí acurrucadas entre el canto de los grillos! Se había caído y llevaba las rodillas marcadas, también algún arañazo en las piernas por el roce de las hierbas secas, el vestido sucio, y el sol se reflejaba en los mechones de pelo que le caían desordenados. Parecía no importarle. Solo la pasión de sus inquietas pupilas clavadas en mí mendigando una amiga.
Quise verla de nuevo. "Se ha ido", dijeron. Me mintieron.
Parecía que Merceditas lo tenía todo y sin embargo, no tenía nada. Le faltaba lo más importante. Con frecuencia " no es oro todo lo que reluce"
ResponderEliminarBesos
Mentiras cínicas, que algunos llaman piadosas, para no ofender.
ResponderEliminar¡Qué pena!
ResponderEliminarPobre niña, que forma mas triste de crecer. Un abrazo
ResponderEliminarTriste,abrazo.
ResponderEliminarTe quedo una historia muy buena con tu juego de palabras. te felicito. Triste, eso sí.
ResponderEliminarUn abrazo!
Uy buen argumento lo malo de madurar e s que siempre encontramos mentiras y decepciones. Te mando un beso
ResponderEliminarEl juego ha dejado de serlo para convertirse en un magnífico relato.
ResponderEliminarEl juego podría consistir en averiguar cuál es la palabra que falta.
Un abrazo.
Conocimos a los niños de la polio, con sus piernecillas enjauladas.
ResponderEliminarEl terrón de azúcar con unas misteriosas gotitas rojas nos salvó de ser como Merceditas.
Casaste las palabras con sentimiento y maestría.
¡Feliz año, María Pilar!
Los hay y las hay que ya nacen con mal de ojo; en cambio otros ya nacen de pie.
ResponderEliminarBesos María Pilar.
Seguramente como Merceditas llegó con el vestido sucio, sonrosada del sol y con los ojos brillantes de alegría; su proteccionista madre debió considerar que no eras buena influencia. ¡Precioso!!!
ResponderEliminarHola Pilar,me ha dado mucha pena Meceditas.
ResponderEliminarBesos:)
Buen trabajo de costura que has conseguido con las palabras obligatorias. Te ha salido un relato que sospecho que tiene mucho de verdad. Yo viví esas situaciones, también del lado del servicio. Me ha gustado.
ResponderEliminarEse final me ha helado la sangre...
ResponderEliminarTengo ganas de denunciarte... pero claro, no hay caso...
Besos.
La madre se habrá asustado al verla despeinada, con las piernas lastimadas y el vestido sucio. Pero no descubrió la alegría de la niña, ni su felicidad.
ResponderEliminarHay madres que son torpes.
Hermosa historia.
mariarosa
Queda el recuerdo de momentos buenos que supo enjendrar con buena voluntad
ResponderEliminarCariños y buena semana
Qué bonito el texto. Eres una artista de las letras. Sabes colocar la más adecuada para que todo tenga un gran sentido. Una historia con tintes dolorosos, pero a la vez de felicidad. Merceditas sufría pero se puso a la par y consiguió subir la montaña.
ResponderEliminarMe ha encantado leerte.
Abrazos. María Pilar