«El chino lleva coleta» fue la primera frase que leí de seguido en mi cartilla. ¿Un chino con coleta?, me pregunté. No podía ser. Las chicas llevábamos coletas y no los chicos que todos iban con el pelo corto. Tenía cuatro años y era mi primera escuela. Sentada en un banco corrido intentaba escribir la Ch entre las dos líneas marcadas en el cuaderno, pero por más que apretaba el lápiz la Ch rebasaba los límites. Se parecía a Alfonso, el compañero gordinflón que tenía al lado. Siempre ocupaba su sitio y parte del mío y yo tenía que hacer equilibrios para no caer al suelo por los codazos que me propinaba. Era por la mañana. Lo recuerdo muy bien. El sol entraba a raudales por los ventanales que daban al patio y la luz peleaba con la atmósfera cargada que te invadía al entrar en el aula. Olía a polvo de tiza y hollín, a madera encerada y libros viejos. El rosal blanco ya había abierto sus capullos y lucía espléndido. Soplaba algo de viento porque las rosas se movían. ¡Los bellos y
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