Esta encina casi centenaria, de lejos parece imperturbable; pero los que la conocemos bien sabemos que rejuvenece todas la primaveras regalando el canto de las aves que juguetean entre sus ramas, da sombra a los que se cobijan bajo su manto para protegerse del asfixiante verano, se vuelve impasible ante los vientos que la zarandean en otoño y oscurece plantando cara como ser inanimado al crudo invierno. Mientras, sus viejas raíces siguen con sabia actividad hurgando la tierra para obtener las sustancias que la mantienen en pie. Aunque señera del lugar admirada y respetada por todos, no se manifiesta engreída desafiando al tiempo; más bien soporta estoica la carga que le aplana sobre su propio eje sintiéndose presa de un tiempo presente al que no pertenece. De ahí que a veces con el susurro de sus hojas se atreva a decir: “yo ya no sé que pinto en este mundo”, lo que está en contradicción con su energía vital que la agarra a la tierra y la sostiene en todo su esplendor. Con los año
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