23 abril 2021

Día del libro


Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio.
(Scaramuche, de Sabatini)

Bueno ese, y el libro que heredó de su tatarabuelo que había ido pasando de generación en generación hasta que llegó a sus manos. Un libro muy famoso y gracioso, su tesoro más preciado. Contaba mil cien aventuras de un loco que iba por los caminos de caballero andante. De ellas había aprendido cuanto sabía. 

Diríase que sonreía a la vida y si esta le presentaba un problema se reía de ella. Tenía una habilidad especial para dotar de su propia existencia a tan pintorescos personajes, pues sacaba a cada tipo su lenguaje peculiar. Se situaba en una plazoleta y allí lo rodeaba la gente. A veces, les leía en voz alta las historias que le ocurrían al caballero y otras, se las narraba de memoria con tanto arte que a todos les divertía. Sobre todo, la de los molinos de viento que se convertían en gigantes contra los que tenía que luchar. Solo había que fijarse en los rostros de la concurrencia. Tanto pequeños como mayores lo miraban con los ojos expresivos y los labios entreabiertos de lo encandilados que estaban. Y siempre tenían ganas de más, porque se lo contaba de tal manera, que se imaginaban que lo estaban viviendo.  

Por la noche, sentado al lado de la chimenea, leía antes de dormir cuando un ruido extraño en la oscuridad de su casa lo sobresaltó. Se quedó escuchando tras la ventana. Silencio. Volvió al libro anteponiéndolo a la idea que le zumbaba en la cabeza; pero no podía concentrarse. Empezó a sentir un nerviosismo que lo inquietaba. Se levantó y fue al dormitorio donde escondió el libro bajo el colchón. Allí permanecería callado y ese silencio lo protegería. Él se acercó a la puerta y aguzó el oído. En ese momento, escuchó un clic metálico y, sin tiempo para darse la vuelta, sintió el cañón de una pistola en la nuca. 
«¡El libro o la vida!», le instó una voz desconocida. 
Sonriendo como él sabía, sin darse la vuelta, contestó: «La vida, por supuesto».

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04 abril 2021

El resplandor

"El que desde afuera mira por una ventana abierta nunca ve tantas cosas como el que mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrador, que una ventana iluminada por una vela: lo que se puede ver al sol siempre es menos interesante que lo que pasa detrás de un vidrio. En aquel agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, padece la vida". (Baudelaire)

 Cenábamos silenciosos en el comedor. Tan solo se oía el ruido de las cucharas cogiendo la sopa del plato. Yo, con la cabeza baja, jugaba con un rizo del pelo. 


 —No quiere tomar la leche —le dijo mi madrastra a papá. 

 Al oírla, me enderecé compungida en la silla. Papá se quitó las gafas y las dejó en la mesa para no ver la cara llorona de su hija, o la cara del miedo. Nunca llegué a acostumbrarme a sus gritos; pero aquella noche, conmigo, no tuvo compasión. 

 —No quiere tomar la leche —insistió la mujer con voz fría. 

 Quiero pensar que la irritación de papá nada tenía que ver conmigo. Quizá estaba enfadado por la ausencia de mamá, o malhumorado por el trabajo. Comprender eso supera la mente de una niña que se sabía el blanco de las reacciones violentas de su padre. Sus miradas iracundas eran las de la Medusa. Me dejaban petrificada. 

 —¡Qué pasa! ¿Esta leche de la granja no es buena para ti?—me habló con voz áspera.   Agaché la cabeza y la giré de un lado a otro. Tanta fue su furia que, al agarrarme del antebrazo y sacudirme con violencia, la silla de comedor en la que estaba sentada golpeó el suelo con estruendo. Empecé a llorar por el dolor que sentía en el brazo. 

 —¡Qué desgracia de criatura! —gritó a la vez que me llevaba a rastras por el estrecho y oscuro pasillo de la planta baja. 

 Al fondo, abrió con la llave la puerta de la vieja biblioteca que se usaba como trastero, me empujó dentro y la volvió a cerrar. El sonido hueco de los pasos alejándose no apagaron sus palabras: «Aprenderás a no lloriquear». Y esto se cumplió. 

 Horrorizada me quedé en aquel lugar sombrío con un olor a humedad irrespirable. Aún pude ver con la luz nocturna, que entraba por la ventana del patio de luces, algo de lo que me rodeaba. Cajas apiladas, rollos de alfombras desechadas y un caos de muebles destartalados cubiertos de polvo. Las paredes se alzaban amenazantes hasta el infinito, cargadas de libros viejos prisioneros del más absoluto de los silencios. Miré fijamente el ventanal hasta que el vidrio se ennegreció y lo dejó todo a oscuras. Fue cuando me hice pis encima. Entonces, golpeé con los puños la puerta con tanta rabia como la que necesité para dejar de quererlo. Solo pensaba en marcharme de casa para siempre. Pero, ¿a dónde podía ir una niña tan pequeña? Ni la oscuridad ni el silencio me respondieron. Y toda mi rabia se diluyó en lágrimas que me resbalaban por la cara, incapaz de detenerlas. 

 Acurrucada junto a la puerta, temblando de frío y miedo, me encontró la mañana. Escuché el arrastrar de los pies de la cocinera antes del chirrido de la puerta al abrirse. Allí estaba, voluminosa, parada en el umbral. Solo con verla empezaron a quitárseme los temblores que se habían apoderado de mí.
 
 —¡Mi niña! ¡Mi niña! —repetía apurada. 

 En la cocina, sin mediar palabra, me puso un zumo con tostadas untadas de mantequilla y mermelada de frambuesa, sin leche. Mis ojos le lanzaron un destello de gratitud, pero ella ya leía los posos del café en las tazas de mis padres. Con los de papá alzaba las cejas, suspiraba; con los de la madrastra fruncía el ceño y torcía la boca en una comisura. Nunca decía nada. 

 Para papá empecé a ser una sombra y en adelante, nunca le dirigí la palabra ni lo miraba de frente. En su presencia siempre estaba con los ojos bajos. Pensé que algo peor nunca me podría volver a ocurrir.

 La noche comenzó a ser una pesadilla. Un espíritu perturbador había tomado posesión de mi habitación y era evidente que se cabreaba con mi presencia. La primera vez que lo descubrí al abrir la puerta, oí un movimiento de vendaval que recorría el espacio. Un alien se encrespó dejándome paralizada en la entrada. Sentí que me desplomaba. El dormitorio se hundía bajo mis pies que caían en un pozo negro sin fin. Con los ojos abiertos por el pánico, me encontré las manos doloridas aferradas al marco de la puerta.
 
 Desde entonces, el terror me sobrecogía y detestaba subir a la habitación. El fulgor, que se filtraba por las rendijas de la puerta cerrada, me confirmaba que esa noche estaba dentro. Abría la puerta despacio y me quedaba parada bajo el dintel, temblando como una hoja. El engendro diabólico cambiaba de forma a medida que se sacudía de manera violenta. Un resplandor lo rodeaba, todo lo demás permanecía en tinieblas. 
 
Las mesillas, la cama y demás elementos estaban expectantes. En vez de ponerse de mi parte, me escrutaban con desdén y se mostraban con el aire hostil que tienen las cosas cuando se las interrumpe súbitamente. Hasta mi muñeca, con su cabello alborotado, parecía espeluznante.
 
 Cuando mis padres se movían abajo para subir a su habitación, el temor a que me encontrasen en la puerta me impulsaba a atravesar la oscuridad hasta la cama mirando mis pies descalzos. «No tengo miedo», me decía. Pero lo tenía y yo lo sabía. Más de una vez sentí que el maléfico se estrechaba en mi entorno y yo corría con el corazón desbocado. Me metía en la cama vestida y me tapaba hasta la cabeza porque sabía que no estaba sola. En la penumbra, el resplandor me vigilaba. 

Este relato ha sido publicado en la revista de El Tintero de Oro
900 palabras
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