26 abril 2017

Mujer alunarada, mujer afortunada

Paré el coche para comprar unas jugosas cerezas que a un lado de la carretera vendía una señora ataviada con faltriquera. Por delante de mí un joven le pidió medio Kilo. La vendedora puso un puñado en la romana oxidada con una mano regordeta de uñas negras. Después de ver trastabillar el brazo en forma de regleta, con la parsimonia que le caracterizaba, dijo: Cereza más, cereza menos… Usted también quiere medio, ¿no?
Ante mi asentimiento siguió añadiendo y comentó: Les pongo un kilo y ya luego entre ustedes se lo reparten.
¡No me lo podía creer! Estaba a punto de protestar cuando una mirada cautivadora me descolocó.
—Podemos quedar en el bar de al lado para hacer el reparto.
—Vale —le contesté con mi mejor sonrisa que ya bailaba al ritmo de la suya.
Hoy me ha llamado porque necesita verme y mi corazón se ha disparado en cuanto he oído su voz. Este tiempo de espera mirando el reloj aumenta mi nerviosismo. Me entusiasma la idea de que pueda haberse fijado en mí. Repaso mentalmente la conversación que hemos tenido para recordar cada una de sus palabras: «No, no quiero adelantarte nada, prefiero decírtelo cuando nos veamos». ¿Y si me pide que salgamos? ¡Me encantaría! Solo pensarlo hace que mi corazón reviva, que mi sangre circule más deprisa, que sienta que la vida merece la pena ser vivida. He prestado tanta atención a mi profesión los últimos años que no he sido consciente de lo arrinconado que he tenido el mundo de los afectos. ¡Cielo santo, qué me pongo! ¿El vestido vaporoso negro con lunares blancos que tengo sin estrenar? Ahora se llaman dots y esta primavera están de moda. Ya se sabe que mujer alunarada, mujer afortunada. Como un ritual me miro por última vez al espejo. Me suelto el recogido y dejo caer mi pelo brillante como el sol por encima de los hombros. Me miro de frente, de lado, de espalda. Sí, estoy estupenda. El taconeo de mis zapatos rojos se escucha ya saliendo apresuradamente. Y con un revoloteo de falda y el fulgor brillante en los ojos bajo las escaleras hacia la calle.
—Quería pedirte algo —me dice con cierta timidez.
—Ya ves que he venido en cuanto me has llamado —le contesto entusiasmada con el corazón saltándome en el pecho.
—Alguien nos vio en el bar aquel día... Se lo ha dicho a mi chica y me gustaría que me ayudaras porque no se cree la historia de las cerezas.


20 abril 2017

Aquel lúcido recuerdo de un gélido diciembre

Tras las huellas de mi infancia llego a un pequeño pueblo de luz radiante que no soporta la mirada y se tiene que refugiar en los adustos soportales en sombra. Sus campos proyectan un matiz dorado salpicado del rojo amapola.
Juego con Josu, mi hermano mayor. Siempre me quita las cosas. Pronto se cansa y las abandona, muchas veces rotas. En esos momentos me enfado con él. Zalamero me hace carantoñas y no para hasta que me río y lo abrazo.
En invierno el manto de nieve silencioso lo uniforma todo a ratos, y otros, con pisadas misteriosas de seres invisibles que excitan mi imaginación. Unas huellas, que parecen puntas de estrella, me llevan hasta la base de un chopo cercano. Son de un gorrión común. Tiembla de frío, tal vez de miedo al verme. Me acerco despacio. Está tan débil que se deja coger. Siento en el hueco de mis manos el palpitar desorbitado de su corazón. Acaricio la suavidad de su plumaje. Le preparo una caja de zapatos con un vasito de agua y unas migas de pan en una taza. Lo escondo en un rincón de mi habitación y extiendo por encima un trozo de una cortina de guipur para que no lo vea Josu. Es la primera vez que le oculto algo.
Al volver del colegio está en la puerta de casa esperándome. En cuando me ve corre a mi encuentro con esa manera suya tan desgarbada y torpe al moverse. Está radiante, algo importante quiere compartir conmigo y no puede esperar.
—Nena, nena… —habla de manera atropellada babeando más que nunca. Esconde algo en el puño cerrado que me muestra.
Entonces lo veo. Su cabecita asoma y su pico se abre exageradamente intentando alcanzar algo de oxígeno. Puedo sentir su asfixia. Un último gorjeo ronco le raspa la garganta. Sus pupilas negras giran y sus ojos se velan con la agonía de la muerte.
— ¡Josu! Por favor…—le grito intentando abrirle la mano con las lágrimas emborronando mi vista.
Percibe el llanto que se apodera de mí y se olvida del regalo que me traía. Pestañea perplejo, sin comprender. 

© María Pilar


02 abril 2017

Sin coraza - Autorretrato

La noche está en calma. Ciertos ruidos aislados se han ido silenciando. A la luz de la lámpara te dispones a escribir una imagen de ti misma. Tus manos se encogen sobre el teclado ante la pantalla en blanco del ordenador. ¡Qué compleja tarea la de resumirte en 600 palabras!
Dudas.
Quizá no seas tú la persona reflejada con tu independencia y rebeldía. Quizá no queden perfilados la variedad de paisajes que surcan tu alma. Ya se sabe que los que escribís os hacéis trampas.

Lo intentas con ilusión.
Cierras los ojos y te miras hacia dentro. Te intuyes, te sabes en los mil y un aspectos que confirman tu personalidad. ¿Pero cómo hilarlos para que formen un todo? ¿Cómo tejer un texto que refleje algo del brillo y la calidez humana que te guía? Es muy difícil atrapar la vida entre los vocablos de un escrito. Confías en el lector que sabio leerá entre líneas lo que quieres decir si la imagen te sale borrosa.

Eres un despertar de sobresalto con la alarma del móvil. El caminar zombi frotándote los ojos hacia el primer café recién hecho. La sacudida de los noticieros con el sufrimiento constante de un mundo desequilibrado. Cuando se trata de abusos de la infancia, te enciendes como un volcán. Ahí está una de tus luchas; aunque una cerilla no ilumina la tierra, te alegra saber la cantidad de personas que estáis en ese afán.

De pequeña eran las nubes las que encendían tu imaginación. Fue tu primer libro, ¿recuerdas? Embelesada las mirabas y te dejabas enredar con sus historias de ogros y princesas. Hoy, lectora empedernida, siempre te acompaña un libro junto con el cuaderno donde escribes y escribes. Letras ardientes, irónicas o cargadas de pesadumbre; su destino, casi siempre, es el olvido. Si la lectura es tu fiel compañera, la escritura es tu cómplice. Te lleva a crear historias, a reflexionar sobre la vida, a investigar, a empatizar con el lector. Te divierte y te gusta.

Tienes manías, no aguantas un cuadro torcido, acaricias la portada de los libros como si fueran personas y compras el periódico solo para resolver el sudoku y el crucigrama. Te apasiona trastear con el código HTML de las páginas web y los widgets insolentes y escurridizos. Ellos saben que son tu debilidad y, por momentos, se vuelven respondones y arrogantes. No tienes remedio. Te relajan.

Te forjaste en una ciudad donde el frío es frío y el calor, calor. De ahí que seas una persona directa. «No me pidas la verdad aunque duela, cuando lo que esperas es un elogio que satisfaga tu vanidad », dices.
Muchas veces prefieres callar.

No sabes sonreír a medias ni amar a medias. Con el tiempo, la vida te ha enseñado a contenerte y no defender a muerte tus ideas porque si te pones en la posición del otro descubres más opciones que enriquecen el pensamiento. Lo que no entiendes es la falsedad.

Hace ya tiempo que llevas el control del gobierno de tu vida, la verdad es que no sigues modas para aparentar ni religiones donde comerse los santos de manera hipócrita. Crees que tienes facilidad para relacionarte y hacer amistades duraderas.

A los veinte años te cuestionabas un futuro incierto, pero querías comerte el mundo. Ahora, que cuentas con una experiencia de vida, los terrenos movedizos por los que se desliza el mundo son los que te marcan un futuro sin agarres ni asideros. Enérgica y positiva, tu entusiasmo te hace pensar que te mantendrás ágil para ser flexible ante los cambios venideros. Agradeces a la vida las cartas que te ha dado. Pintas sonrisas y levantas ánimos entre aquellos que lo son todo para ti y que te quieren tanto.
© María Pilar