21 octubre 2014

El internado de chicas

Miren Madinabeitia (1954-1969) 
Miren nació en Eguino en 1954, tenía quince años cuando la encontraron muerta en el patio del colegio de las Ursulinas donde estudiaba interna. Estaba descalza y vestía un camisón blanco. Amanecía un triste día de invierno entre grises nubarrones sin alma que le hacían de sudario. 

Dicen que el internado ya no es lo que era 
Que el jardín está sin árboles, 
Que la secuoya murió de tristeza. 
Antes las niñas la abarcaban 
Muchas niñas y muchas manos, 
Estirando, estirando hasta lograrlo. 
Dicen que todo es silencio y deterioro 
Que solo queda la empinada escalera 
Para contarlo 
Dicen que los que contemplan 
La tristeza inmensa de sus ruinas 
Se santiguan a su paso. 
Dicen que al anochecer 
Sombras de culebras se arrastran 
Peldaño a peldaño 
Dicen que un rasgado visillo tiembla 
En una de sus desvencijadas ventanas 
Sombra del miedo 
De la joven que al vacío fue arrojada. 

La casa que habitas

Desde la distancia he visto
La casa que habitas
No es la más grande, lo suficiente
Me he acercado
Su entrada está abierta
El pastor alemán
Vigila su puerta
Dormida a voces nuevas
El rumor de mis zapatos
Del pasado aviva las huellas
Cuando en los meses cálidos
Entre la frondosa higuera
Del rastrero mirlo
Intentabas proteger tus cerezas
Os veía jugar al escondite
Un runrún entre hojas secas
Para al final llevarse en su pico
La grana de la carne fresca
Son esas pequeñas cosas
De los día lejanos
En que éramos felices
Sin saber constatarlo
Cae la noche
Salgo a tu puerta
En la bóveda oscura
Horadada por luciérnagas
La Osa Mayor
Me espera

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El funeral fue en otoño

La mañana soleada de aquel día de otoño no maridaba con un atardecer tan gélido. La oscuridad se impuso y los cielos se abrieron para descargar una lluvia torrencial que lo enfangó todo. Los coches quedaron abandonados en el barro y los paraguas abiertos terminaron como mástiles quebrados ante una lucha desigual. Los del funeral, calados hasta los huesos, se agarraban entre sí para hacer frente a la escorrentía que bajaba trepidante arrastrando piedras y lodo.
Muchos abandonaron.
Solo los más afines al difunto siguieron apesadumbrados. El chaparrón tabaleaba sobre el féretro que cargaban los cuatro hijos del fallecido. Con coraje chapoteaban el barrizal para mantener el equilibrio. Sus rostros denotaban las penalidades en el empeño. Quizá fuera la vida ahogada en sombras lo que les infligía tanto dolor. Cuando se tambaleaban un grito unánime de angustia rasgaba el golpear del agua. La lluvia trazaba misteriosos caminos como los recuerdos vividos junto a su padre los habían inundado arañando el alma. Más que el peso que cargaban parecía que la pesadumbre del abandono del padre los aplastara.
Ululó el búho.
Los suspiros y llantos arreciaron.
La violencia del agua con su danza macabra no respetó ni al anciano sacerdote que aguantó estoico y recitó in memoriam las oraciones ante la imposibilidad de leer el libro sagrado convertido en un puñado de papel mojado. Los ramos de múltiples y vistosas flores lucieron su minuto de gloria esparciendo el aroma para terminar formando parte del fango como flores del olvido.
La lluvia creó tal atmósfera de soledad y pérdida que los allí reunidos se sintieron atrapados junto al difunto, elegidos para compartir con él la eternidad.
Acabadas las exequias, entumecidos y con dolor en las piernas, se dispersaron con la rapidez del que huye de la muerte dejando al finado en su mundo de silencio, abrazado a su soledad. Solo algún que otro raudo: "Te acompaño en el sentimiento" se unió al monótono y persistente caer del agua.
A la salida se quedaron petrificados ante la hecatombe. Los gritos se les ahogaron en las gargantas ante la furia de las aguas que sin piedad arrastraban una cáfila de personas que intentaban huir con sus permanencias. Algunos tejados parecían estirarse para sacar la nariz y no morir ahogados. Todo un pueblo engullido por un improvisado embalse les acercaba la tragedia.
La muerte había cambiado de lugar.
© María Pilar


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09 octubre 2014

Edgar Degas y el taller de escritura

Edgar Degas
Por la oscura y crujiente escalera se extiende el fuerte olor a pintura. Al empujar la puerta de madera produce un chirrido que rasga el silencio del ático parisino. Antes de entrar, mis ojos escudriñan al hombre que busco, coincide con el nombre escrito en la placa de la puerta. Edgar Degas no se inmuta, hurga en una caja que tiene bajo el caballete, elige el pincel adecuado y se concentra en su obra. La luz de la única ventana ilumina una estela de polvo hasta detenerse en el lienzo que está pintando. Es esa luz la que colorea el cuadro dejando el resto del estudio en penumbra.

Con mano diestra el artista maneja pinceles, mezcla colores, traza líneas, cuida el claro oscuro y la perspectiva. Emborrona y empieza de nuevo. Las figuras de dos jóvenes van cobrando forma, su pelo recogido y sus vestidos negros son manchas que resaltan sobre el fondo. El pintor lo mira detenidamente, se acerca y se aleja sosteniendo el pincel entre los dedos, duda. Por fin la inspiración irrumpe con fuerza y trabaja con frenesí. El taller de costura, que es el tema de la pintura, desborda los perfiles del cuadro para solapar por completo al propio taller de pintura.

Dos jovencísimas costureras que trabajan en el atelier con el pelo recogido y vestido oscuro entallado, son sorprendidas en un gesto espontáneo cuando dan con suma delicadeza los últimos retoques a unos elegantísimos sombreros, piezas exclusivas para ser lucidas por damas de lo más selecto de la aristocracia y de la alta burguesía. Señoras que saben desenvolverse entre el glamour de las grandes fiestas en palacios y mansiones. El sombrero es la pieza clave, puede engrandecerlas o por el contrario estropear toda su indumentaria.

No basta contar con los materiales más exquisitos, la seda más cara, el terciopelo más fino o el raso más brillante. Hace falta creatividad, originalidad, técnica, mezclar colores, formas, puntadas invisibles, paciencia y mucho trabajo. Y estas dos humildes costureras, obligadas a trabajar durante horas y horas sin descanso para poder mantenerse en la gran ciudad, poseen todo eso. Las telas, los pespuntes, los patrones, se convierten en sus manos en una obra de arte digna de La Dama de las Camelias.

Su trabajo es la imagen visible de la actividad en el taller de escritura. Una puntada, una palabra; un pespunte, una frase; un botón, el punto; un boceto, el esquema y el sombrero... ¡un bello relato!

© María Pilar