06 noviembre 2015

Cuando un monte se quema

El viento sur soplaba esa noche de otoño cuando Carlos me atrajo con mimo, me rozó con sus labios, respiró muy hondo y parecía sentirse encantado. Después, me lanzó por la ventana y caí en la broza al otro lado de la valla del patio. Las hojas crujieron enfadadas, me rechazaban de plano y querían que me largase de allí porque la tragedia se cernía en mi entorno, pero no podía moverme, necesitaba ayuda, me estaba ahogando.
Un destello de fuego apareció en las hierbas más cercanas que como yesca se volatilizaron. Un hilo de humo se fue extendiendo, se oyó un chisporroteo y unas llamas amarillas se agitaron, el ramaje seco ardió. La noche estaba como ausente, el inconsciente viento siguió soplando hasta sacar una lengua roja que se elevó en el aire, su calor contagió al monte cercano de encinas. El humo se hizo más negro que la noche entre los árboles centenarios y tapó el cielo estrellado. Las llamas se apoderaron de la espesura, se propagaron con su rugido incontrolable y lo arrasaron todo sin piedad. Los gritos que los animales lanzaban quedaban ahogados. Corrían aterrados para escapar de la lengua de fuego que astuta y cruel los envolvía y terminaban achicharrados en su ardiente abrazo. El viento siguió azuzando lenguas de fuego que estremecieron al inmenso hayedo con la magia de sus vistosos colores otoñales. Agitado crujió a ritmo alocado y vacilando herido de muerte fue cayendo carbonizado. Y el tronar del fuego pasó la carretera, prendió los extensos campos de cultivo y se arrastró devorando con furia lo que encontraba a su paso. El viento cómplice llevó noticias de dolor y llanto a los pueblos cercanos y Carlos muy a gusto en su cama, seguía soñando.
Quién responderá por esto, por tanta devastación y daño si soy una triste colilla y tú te justificas diciendo no poder dejarlo.

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