25 noviembre 2022

Mañana, un nuevo día amanecerá

Dicen que los monstruos no existen. Mienten. Tú me estás mirando desde el espejo. Estás loco, y caprichoso, el que más. A veces pasas en un pispás para acortar el disfrute del momento y otras te eternizas para hacer morder el polvo hasta el final.

Cada día acortas las alas de la vida y tienes declarada la guerra a la memoria, produciéndole lapsus que quedan perdidos en la bruma de los acontecimientos de la existencia. Implacable, te carcajeas de la retahíla inconexa o del atasco que termina uniformado en paisaje lunar. Te escurres cuando se te quiere atrapar dejando horas empantanadas con imágenes sin posibilidad de ubicar. Da igual que no se sepa si son las tres o las seis, tienes tus rendijas por las que te cuelas poniendo cara al miedo.

Impasible observas la impotencia para desenredar la madeja y te mantienes indiferente ante los nubarrones de agua amarga que empiezan a descargar. Solo sabes repetir: «Mañana, un nuevo día amanecerá». Sí, eres el villano más reconocible, un personaje taimado que no devuelve nada de lo que le fue dado y que ni por todo el oro del mundo se deja comprar. Nunca alguien pudo escapar de tu inhumano tic, tac.

18 noviembre 2022

La perorata del apestado


Perorata de un apestado es un libro de Gesualdo Bufalino que lo leí porque nos lo propusieron en un club de lectura en el que participo. No, no es el libro que yo hubiera elegido por mí misma, pero parece que nos encontramos, él y yo, en el momento adecuado porque lo leí con mucho interés sin poder dejarlo hasta el final. 

Me impresionó por la calidad literaria y lo fuerte que es la historia que nos narra. En 1946, en un sanatorio para tuberculosos de la Conca d’Oro, unos singulares personajes, supervivientes de la guerra, pelean consigo mismos y con los otros, en espera de la muerte. 

El tema dominante es la muerte que se propaga sutilmente por el lugar. De tintes autobiográficos, destacan dos figuras memorables: el Gran Flaco, el impresionante médico del sanatorio, al mismo tiempo director y actor del espectáculo de la muerte, y Marta, la bailarina, una belleza de mujer, todo misterio, sufrimiento e impostura. Es la enferma con la que el joven protagonista, del que desconocemos su nombre, vive una historia de amor sin futuro. 

La novela es admirable desde todos puntos de vista. Está soberbiamente construida, aunque no es de esos libros que recomendarías a cualquiera. Todos los del sanatorio están en ese proceso lento de morir. Se puede decir que es un morir en vida. Y da la impresión que allí todo es un sinsentido, por qué luchar frente a la muerte que te pisa los talones. Pero esa es la grandeza de la novela, cuenta la historia donde la muerte es el único sentido de continuar con la vida. 

Es un libro vital, tal vez porque los roles están invertidos. Y en ese mundo donde se han reinventado absolutamente todas las reglas que nada tienen que ver con el de fuera, se abre frente a nosotros la maravillosa prosa barroca de Bufalino. No se trata de una prosa solo estética, que lo es, sino también desgarradora y terriblemente humana. Bufalino es un genio que construye arte con la palabra. 

Fragmento: 
Por ello dijo Marta he salido contigo esta tarde. Tras tantas caricias de viejo, quería abandonar el mundo con el recuerdo de una caricia de joven sobre mí. 

Pobre de mí, no se cuidaba mucho de no contradecirse. Pero yo, como hacía poco había dudado para mis adentros de su declaración de antigua abstinencia, tampoco ahora me sorprendió oírla admitir, aunque en forma enigmática, lo que ya había supuesto desde el inicio: que había estado con el Magro, por debilidad o especulación, en aquel camastro del pabellón o en otro lugar… Y bien, no me importaba. Ya nada me importaba de la Rocca, ni de mis penosos compañeros, todos con la cabeza en el cepo, a la espera, o dedicados, con cuchillas y ligas, a intentar rudimentarios suicidios en las letrinas. Ni de él, de aquel tuerto e iracundo Geronte, un antipapa con tiara de ceniza, anidado en el vientre de la Rocca, como sus cultivos de gérmenes en compotas de gelatina. Más bien, la idea de haberlo quizás traicionado me produjo un sobresalto de satisfacción, mientras pasaba despacio la mano por el pelo tan corto de Marta. 

A Román, el mago de la Chistera

Mientras escribo, en el umbral de la noche, me recuerdo como una adolescente cuando apareció él, Román, en nuestra casa. Era un cazador de sueños y Marilé, su talismán. 
Escuchad un momento que están hablando. 

—Madre, te estás sonriendo. 
—¡Ah! Eres tú, Román. No te había visto. 
—Claro, estabas tan atenta mirandolos a todos. Es bonito verlos juntos, ¿verdad? Lo que tú siempre hiciste con nosotros, mantener la familia unida, tomamos el testigo y lo quisimos continuar. Si es que la relación contigo siempre fue fácil porque nos acogiste a todos los que íbamos llegando. Y sobre todo, porque fuiste una buena madre. Te gustaba verte rodeada de familia y siempre estabas al servicio de los demás. Sabías escuchar y tenías una sonrisa que te iluminaba la cara. 

—Mira, Román, ahora que dices lo de mi sonrisa. Cuando alguna cosa me sorprendía gratamente o me hacía gracia, quería contarla y no podía parar de reír, hasta me brotaban las lágrimas. Algunos de esos momentos te los debo a ti. Como esa vez que me llevaste en el coche a Palencia. Íbamos por la calle Mayor, cuando, de repente, paraste el coche y me dijiste: «Madre, espera un momento». Por el cristal del parabrisas te vi recogiendo billetes de dinero que el viento zarandeaba de un lado a otro, como si fueran hojas secas de otoño o pájaros aturullados que volaban a merced del viento. Yo me ahogaba de la risa. Pronto otros peatones se te unieron para ayudarte y cuando te daban los billetes les decías: «Gracias, muchas gracias». 
Los años se me escapaban por la sonrisa cuando me decía: «Verlo para creerlo». 

Era una de esas cosas mágicas, que solo te ocurrían a ti, con las que tejías historias que nos maravillaban. Incansable, sacabas de la chistera sueños no cumplidos para verlos florecer. «Verlo para creerlo». 

Eras mago sin saberlo. Y en las fiestas del pueblo lo volviste a hacer. Hasta estos cielos llegó tu hermosa voz cantando la ranchera mexicana con el grupo de músicos profesionales en el escenario de las fiestas del pueblo. Los cautivaste a todos. Te estabas despidiendo, lo sé. Hasta en eso fuiste elegante. A mí también me emocionaste. 

¡Cómo olvidar a alguien que nos dio tanto para recordar!

13 noviembre 2022

Matando monstruos

Cuando cumplí los 65 años, pensé que ya iba siendo hora de dormir con la luz apagada. Esa noche, al abrir el armario, el monstruo que lo habitaba se horrorizó al verme. Las rodillas se le doblaron y cayó de bruces contra la caja de pandora de mis propios miedos. Cuando nació, había depositado en él toda mi energía para hacerlo a mi imagen y semejanza. ¡Y vaya si lo había conseguido! Era mi vivo retrato. 

—¡¿Qué haces aquí?! Deberías estar visitando a los niños. Muertos de miedo se esconden entre las sábanas para evitar verte. 

—Son unos asesinos —pudo decir mi pequeño monstruo con un hilo de voz. 

—Los niños… ¡Ja, ja, ja! Si tan solo saber de tu presencia en la oscuridad les causa dolores de barriga. 

—Eso era en tus tiempos. Ahora son sádicos. Tienen unas máquinas con las que se dedican a matar monstruos con una violencia extrema. Cuando voy por los pasillos oscuros y aparecen con sus artefactos, acompañados con efectos de sonidos horripilantes, me persiguen para matarme. Por eso, corro a esconderme en tu armario. Es la única forma de defenderme. ¡No quiero que me maten! 

—Eso lo dices porque eres un miedoso. ¡Hala, fuera! A trabajar. 

La madre escuchó una ráfaga de metralleta. Gritos de alegría de los niños celebrando algo. Y se rompió en mil pedazos ante ese futuro tan sombrío en un mundo en constante cambio. El villano más reconocible, sigiloso e impasible, se acercó con su guadaña y la arrastró al averno. 

© María Pilar

09 noviembre 2022

La habitación de las llaves antiguas

La habitación de las llaves antiguas (fragmento) 
de Elena Mikhalkova 

Mi abuela una vez me dio este consejo: 
Cuando los tiempos sean difíciles, avanza en pequeños pasos. 
Haz lo que tengas que hacer, pero hazlo lentamente. 
No pienses en el futuro ni en lo que pueda pasar mañana. 
Limpia los platos. 
Limpia el polvo. 
Escribe una carta. 
Cocina sopa. 
¿Ves eso? 
Sigue adelante, paso a paso. 
Da un paso y luego haz una pausa.
Toma un descanso. 
Valórate a ti mismo. 
Da el siguiente paso. 
 Luego otro. 
 Apenas lo notarás, pero tus pasos se harán más largos. 
Hasta que llegue el momento en que puedas volver a pensar en el futuro sin llorar.

(Elena Mikhalkova, escritora Rusa, nació el 1 de abril de 1974).

07 noviembre 2022

La cigarra y la hormiga

Nada anunciaba algo diferente.
  
Por la noche, cuando se iluminaban las calles de manera que la ciudad se teñía de un gris ceniciento, Carlos, de cuarenta años, salía de casa para divertirse con sus amigos. Todos desocupados, con demasiado tiempo libre para regodearse en sus inmaduras diatribas tabernarias. 

Olas humanas hormigueaban por las calles estrechas del Casco Viejo de la ciudad. El viento intercambiaba franjas de músicas, a todo volumen, entre voces humanas. Los camareros sudaban haciendo equilibrios con las bandejas cargadas de bebidas, y los jóvenes desinhibidos se entregaban al disfrute de la vida. 

Nada anunciaba algo diferente. 

Al regresar a casa y abrir la puerta, Carlos, en estado ebrio, se dio un susto de muerte. Allí estaba su madre, como una momia. La mujer, a punto de jubilarse, con los maxilares apretados, contenía la rabia a punto de explotar, mientras lo interrogaba con ojos lacerantes e intensos, como si sondeara las profundidades de su alma. Él se puso torvo y se quedó callado también porque no encontraba las palabras precisas para encararse con ella. La madre le alcanzó una carta notarial y, como si tuviera mucha prisa, le puso una maleta en la otra mano. Con un gesto severo, le indicó que se largase. Y, antes de que Carlos se recobrase de la fatal sorpresa, ya había echado el cerrojo a la puerta. 

© María Pilar

02 noviembre 2022

Un paseo por el cementerio


El turismo de cementerios está cada vez más en boga. Cuando viajamos, visitamos los más grandiosos para encontrarnos con auténticos parques, museos donde reposan celebridades de siglos pasados y, sobre todo, para descubrir la cultura del lugar respecto a la muerte. 

Un ejemplo de ello son los cementerios parisinos. Mausoleos suntuosos ante los que te sientes observada por el mutismo de sus estatuas. Parecen competir con el afán de perpetuar en el recuerdo lo que su dueño o dueña fue en vida. Lo apacible del paraje te invita a recorrerlo. Las tumbas históricas, el encontrarnos con nombres muy conocidos y las anécdotas junto con los epitafios más sonados hacen que los recorramos con un espíritu muy lejano al de la muerte, el dolor o las lágrimas. 

Como contraposición, yo pondría al viejo cementerio de Praga donde nos encontramos cientos de sencillas lápidas amontonadas sin orden ni concierto en un estado de asfixia total. 

En todo caso, los cementerios siempre marcan una realidad diferente. Aunque estén en medio de la ciudad, te hacen sentir en un lugar cerrado dominado por el silencio. En ese silencio repetimos los versos del poeta que está allí enterrado, oímos la música del propio compositor, descubrimos un inventor cuyo invento nos es tan conocido y nos convencemos de que la inmortalidad existe. 

Sopla el viento y las nubes grises amenazan lluvia en este atardecer otoñal. Me encuentro en el corazón de Vitoria paseando por un parque espacioso y lleno de historia, protege el antiguo cementerio judío. 

Sentada en un banco, mi mente hace una radiografía al césped del jardín y se encuentra con las tumbas envejecidas que desprenden un frío húmedo y tembloroso. Me acompaña en mi soliloquio particular. No me atrevo a asegurar que no será escuchado por algunas almas que vagan por este espacio. Aquí descansan tantos y tantos que ayudaron a forjar el devenir de la ciudad en los albores de la Edad Moderna. La última morada de ricos comerciantes, médicos de renombre, jóvenes doncellas y siervos sin más ganancia que un cobijo y el parco alimento diario. Todos ellos se han ido igualando sumidos bajo la tierra en un grisáceo uniforme a tono con el color exterior que hoy lo domina todo. Las lápidas, con sus letras y símbolos identificativos, habrán sido removidas de su lugar y estarán mezcladas entre sí por el trabajo de las raíces de los árboles que hoy pueblan el parque. La naturaleza ha ayudado así, con su saber hacer tan silencioso, a confirmar que la muerte nos iguala.

Todos los vitorianos sabemos que el parque de Judimendi se creó en lo que otrora fuera el cementerio judío de la ciudad para que no se construyese nada. Así se lo prometió el consistorio de la ciudad a la comunidad judía cuando fueron obligados a marcharse por imperativo real. Y así se sigue cumpliendo lo acordado hasta el día de hoy, aunque en el 1952 la ciudad de Vitoria fue liberada de dicha obligación por los descendientes de aquellos judíos. 

Para que los vitorianos no lo olvidemos, el acuerdo escrito en un monumento de piedra nos lo recuerda.

01 noviembre 2022

Un fantasma en mi IPad

Era un día gris de noviembre y los relojes daban las trece. La cálida luz de la lámpara sobre mi rincón de lectura me aportaba intimidad. Apenas me sumergí en la historia del libro que estaba leyendo, cuando algo me sacó de mi quietud y me puso nerviosa. No era el viento que zumbaba en los cristales del balcón y zarandeaba con fuerza los árboles de la plaza, doblegándolos y partiendo sus ramas.

Se hizo el silencio. El silencio angustioso del miedo a algo que se presiente, sin verlo. Como cuando en un sueño quieres huir y el barrizal que pisan tus zapatos te impide avanzar. Un eco de pasos y un crujir de ropas que se arrastraban trajo a la pantalla del iPad una imagen siniestra, vinculada al mundo de los muertos. Encapuchada y cubierta con una capa negra, sus ojos oscuros brillaban iluminados de maldad. Aterrada por el miedo, mis pupilas no podían dejar de seguir la luz brillante que irradiaban sus cuencas, me tenía atrapada en su red de araña. Temerosa, giré la cabeza por encima del hombro derecho, pensando que estaba a mi espalda. Nadie. Nada. Me froté los ojos repetidas veces para deshacer aquella alucinación que creía alojada en mi cabeza.Un terror frío me recorrió el cuerpo al ver salir sus manos de la pantalla, y como garfios se cerraron alrededor de mi cuello. Mi grito se ahogó dentro. Noté el mareo por la falta de oxígeno. Iba a morir estrangulada. Todo mi cuerpo se revolvió en el intento de captar algo de oxígeno. Acabé cayendo al suelo, vencida. Saltó sobre mí y movió mis piernas inertes. 

Amanecía cuando desperté de mi pesadilla con el cerebro embotado. Un mal sueño. Eso había sido. Me reincorporé aturdida. El reflejo en el azogue me horrorizó. Al otro lado del espejo, las incisiones de los garfios en mi cuello me estaban desangrando. 
 
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