Perorata de un apestado es un libro de Gesualdo Bufalino que lo leí porque nos lo propusieron en un club de lectura en el que participo. No, no es el libro que yo hubiera elegido por mí misma, pero parece que nos encontramos, él y yo, en el momento adecuado porque lo leí con mucho interés sin poder dejarlo hasta el final.
Me impresionó por la calidad literaria y lo fuerte que es la historia que nos narra.
En 1946, en un sanatorio para tuberculosos de la Conca d’Oro, unos singulares personajes, supervivientes de la guerra, pelean consigo mismos y con los otros, en espera de la muerte.
El tema dominante es la muerte que se propaga sutilmente por el lugar.
De tintes autobiográficos, destacan dos figuras memorables: el Gran Flaco, el impresionante médico del sanatorio, al mismo tiempo director y actor del espectáculo de la muerte, y Marta, la bailarina, una belleza de mujer, todo misterio, sufrimiento e impostura. Es la enferma con la que el joven protagonista, del que desconocemos su nombre, vive una historia de amor sin futuro.
La novela es admirable desde todos puntos de vista. Está soberbiamente construida, aunque no es de esos libros que recomendarías a cualquiera. Todos los del sanatorio están en ese proceso lento de morir. Se puede decir que es un morir en vida. Y da la impresión que allí todo es un sinsentido, por qué luchar frente a la muerte que te pisa los talones. Pero esa es la grandeza de la novela, cuenta la historia donde la muerte es el único sentido de continuar con la vida.
Es un libro vital, tal vez porque los roles están invertidos.
Y en ese mundo donde se han reinventado absolutamente todas las reglas que nada tienen que ver con el de fuera, se abre frente a nosotros la maravillosa prosa barroca de Bufalino. No se trata de una prosa solo estética, que lo es, sino también desgarradora y terriblemente humana. Bufalino es un genio que construye arte con la palabra.
Fragmento:
—Por ello —dijo Marta— he salido contigo esta tarde. Tras tantas caricias de viejo, quería abandonar el mundo con el recuerdo de una caricia de joven sobre mí.
Pobre de mí, no se cuidaba mucho de no contradecirse. Pero yo, como hacía poco había dudado para mis adentros de su declaración de antigua abstinencia, tampoco ahora me sorprendió oírla admitir, aunque en forma enigmática, lo que ya había supuesto desde el inicio: que había estado con el Magro, por debilidad o especulación, en aquel camastro del pabellón o en otro lugar… Y bien, no me importaba. Ya nada me importaba de la Rocca, ni de mis penosos compañeros, todos con la cabeza en el cepo, a la espera, o dedicados, con cuchillas y ligas, a intentar rudimentarios suicidios en las letrinas. Ni de él, de aquel tuerto e iracundo Geronte, un antipapa con tiara de ceniza, anidado en el vientre de la Rocca, como sus cultivos de gérmenes en compotas de gelatina. Más bien, la idea de haberlo quizás traicionado me produjo un sobresalto de satisfacción, mientras pasaba despacio la mano por el pelo tan corto de Marta.