28 diciembre 2022

Intuición lectora


Soy «gamer», los videojuegos me fascinan. Hace un mes, la profe me pilló con la consola y me la quitó. Dijo que para devolvérmela tenía que leer un libro y después contarle la historia. Se titulaba: Pedida de mano en Nochevieja

Iba de una familia que celebraba la cena de Nochevieja. Con el papeo y buen vino se les iba soltando la lengua. La joven Julia era la más excitada, no dejaba de mirarse en el gran espejo del salón y a la vez cuestionaba a su madre con la mirada. Sí, estaba preciosa. Al llegar a los postres se les veía nerviosos. Cuando la tía Alejandra susurraba a los de su alrededor que Julia se casaba de penalti, apareció él. Y con él llegó el acontecimiento de peso que estaban esperando. 

—Hola, Andrew —dijeron todos. 

Con aquel sombrero de copa y el abrigo negro hasta los tobillos, me pareció un ser siniestro. Ni para saludar se lo quitó. Ellos no lo tomaron como un gesto de desdén, más bien lo achacaron al aturdimiento momentáneo. A mí no me engañaba, me lo decía mi intuición lectora, aunque este fuera mi primer libro: Andrew, de Androide, estaba claro. Nos estaban invadiendo. De entrada, sus pupilas inquietas lo grababan todo. Era un robot programado para ejecutar órdenes. Y todo aquel ropaje, el disfraz para ocultar su verdadera identidad. 

La familia, encantada por casar a la niña, opinaba que sus pestañeos repetidos acusaban el nerviosismo y el enredo mental que tenía el pobre. Solo cuando sus ojos se clavaron en Julia encontró la valentía necesaria para soltarse. 

 ¡Aaaah! ¡Qué horror! Las pupilas saliendo de sus órbitas y como agujas clavándose en la víctima elegida. Se me estaba revolviendo el estómago. ¡Era un androide asesino!

Que no era políglota ya había quedado claro, pero con pocas palabras demostró su crueldad. Pidió al padre la mano de su hija y este, muy dichoso, se la concedió. Hasta se levantó para hacer un brindis con la copa de cava. La joven, trémula por el descuartizamiento que iba a sufrir, agachó la cabeza ruborizada. 

La mano saltaría por un lado, y la copa hecha añicos por el otro. Al que escribió el libro se le olvidó decir cómo se la entregaron. Me imaginé que lo harían en bandeja de plata. ¡Qué desagradable el sanguinolento muñón colgando!

Julia, tras un leve ruido ahogado, como un acezo, le dijo, enloquecida de dolor, “junto con mi mano que te ha entregado mi padre, yo te ofrezco mi corazón”. Andrew aceptó encantado y se unió a la fiesta como uno más. Entre brindis, aplausos y jolgorio, lo celebraron. ¡Una vergüenza! Tan solo yo me solidaricé con ella.  

No me pidáis que os explique los detalles al extraerle el corazón. El comedor se convirtió en una carnicería. ¡Qué horror! El hedor a sangre atrajo la primera mosca verde tras la que vinieron muchas más. Empecé a dar manotazos a diestro y siniestro. La cabeza me daba vueltas y caí desmayado. 

El psicólogo dijo que habituado a los juegos virtuales donde él tiene el mando para neutralizar monstruos, ante el libro se sintió impotente frente a su imaginación.

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21 diciembre 2022

No me cuentes cuentos

#CuentosdeNavidad

Una mañana de frío invierno, durante el tiempo que tardó en hacer la ronda, el soldado descubrió que la lavandera había desaparecido. Sí, la joven de ojos negros de mirar profundo y pómulos arrebolados. A la que un mechón de pelo se le salía del pañuelo y le caía en un lado de la cara. La que no quería vivir la vida de las princesas de los cuentos porque le gustaba comer las manzanas a mordiscos, dormir a pierna suelta y mirarse cada mañana en el espejo claro de las aguas del río que le susurraban un futuro que ella iría construyendo día a día. 

«¡Qué extraño!», pensó el soldado confuso. No podía haberse ido por su propia voluntad porque ella nunca dejaría la ropa allí tirada. El barreño estaba volcado y las prendas recién lavadas se mezclaban entre el barro de la orilla. Dejó la vigilancia a un compañero, bajó corriendo del torreón, cruzó el puente y se acercó al río. Revisó con detenimiento el lugar. Severas arrugas de preocupación le surcaban la frente. Había sido arrancada con violencia. Con la mandíbula en tensión, apretó los labios, miró al cielo y se tragó el grito de rabia e impotencia que quería salir de su garganta. Una babucha de las que calzaba la joven había quedado allí abandonada. La recogió con sumo cuidado y la metió en la bolsa de cuero que siempre llevaba con él. 

Recorrió el laberinto de callejuelas del pueblo hasta llegar al mercado de la plaza. Dio la voz de alarma y muchos partieron con él a buscarla. Atrás dejaron gemidos y llantos de los que tanto la querían; otros, los menos, aseguraban que se había ido con algún juglar de los que habían llegado como avanzadilla de la cabalgata de los Reyes Magos. 

Se adentraron río arriba, donde el terreno se hacía más empinado y difícil de transitar. El viento frío que les daba de cara parecía anunciarles que la tragedia ya se había consumado. Encajonados, habían perdido la vista del pueblo. Las torres del palacio ya apenas despuntaban cuando se encontraron con un hundimiento del terreno de algunos metros de profundidad. Hasta el sol temía pasar por aquel lugar dejándolo en penumbra. 

Allí la habían arrojado precipitadamente, con las ropas arrancadas, ensangrentadas, golpeada con brutalidad hasta quedar desfigurada. Todo enmudeció a su alrededor. El soldado se quitó la capa para cubrirla. 

—Nadie nos moverá de aquí, hasta que se recupere y la podamos trasladar en unas angarillas. Y que no se le ocurra al causante de esto asomarse por estas tierras. Es más, nosotros lo sacaremos, como la sabandija que es, de la grieta en la que se esconda. No pararemos hasta que pague por lo que ha hecho. 

Habían pasado varias lunas. Un día que lucía un sol espléndido primaveral, la lavandera echó mano a la daga que llevaba en la cintura ante el ruido de unas pisadas que se acercaban. Al mirar de refilón vio las botas ajadas de un hombre. Quizá fuera un aldeano que venía a refrescarse la cara y las manos en el río. El hecho la sobresaltó, dejó su faena, e, instintivamente, metió bajo el pañuelo la guedeja de pelo que le caía por la cara. 

—Deberías dejarlo suelto.

Ella se estremeció al conocer la voz. 
Él no le dijo si tú quieres ser mi mujer, yo seré tu marido para siempre. No, no habló de mío y tuyo. Simplemente, la abrazó y abrazados se fundieron en uno los dos.

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16 diciembre 2022

Desmontando mitos



En una imagen etrusca, el minotauro bebé está en brazos de su madre antes de que el mito lo convirtiera en monstruo. 

Pasífae lo acuna en su regazo. Ha terminado de amamantarlo, se ha ajustado la saya para cubrir sus pechos y espera que el niño eructe. Parece querer darle, suavemente, golpecitos en la espalda para ayudarlo, pero la mano se detiene en el aire y le está diciendo adiós. La entrega no le deja pensar. El bebé, mientras, está tranquilo en sus brazos, como nunca más lo estará en su vida. Y, aunque la noche es oscura, no llora. Todavía no. 

La madre siente en las losas las pisadas que se acercan. Los hombres de su marido vienen a buscarlo. Por lo demás, el palacio está mudo. Las paredes no opinan. Aunque en el ambiente se respira una gran preocupación. Ocurrirá esa noche. En ese momento. Así lo ha dicho Minos, y así se cumplirá. Madre e hijo, por última vez juntos, bañados en soledad. 

Dedos como garras se lo arrancarán de los brazos. Ni las ropas del bebé querrán llevarse. Ella no pondrá resistencia. Son órdenes del rey que ya ha tomado la decisión de encerrarlo en el laberinto. Su hijo es una criatura marcada y debe ocultarla al mundo.


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11 diciembre 2022

La casa de arena


En formato papel y en ebook.
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Estas fiestas navideñas regálate un libro, regálate tiempo para leer, para disfrutar viviendo sus aventuras, conociendo otros lugares, saludando a sus gentes. Regálate La casa de arena. 
Un libro en el que el mundo rural cobra el protagonismo, en especial un pueblo muy pequeño que define el universo de los personajes. Con ellos vivirás historias de distintos géneros en las que destaca el realismo mágico, donde encontramos elementos fantásticos formando parte de lo cotidiano. 
Pone el punto de mira en la España vaciada, pero si os adentráis en su lectura, veréis que de vacío nada, hay mucha vida, desconocida y olvidada.

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01 diciembre 2022

Las lealtades de Delphine de Vigan




Título: Las lealtades 
Autora: Delphine de Vigan 
Traductor: Javier Albiñana Serraín 
Editorial: Anagrama 
Año de publicación: 2019 
Nº de páginas: 208




Descubrí a Delphine de Vigan con su novela corta Los días sin hambre. Ahora constato en Las lealtades que las historias que nos cuenta esta autora son dramas intensos muy pegados a los problemas de la realidad actual. 

Más que la historia, que también, me ha gustado mucho esa manera de contar tan singular, hace que no puedas dejar el libro hasta el final. De lectura fácil y rápida, nos atrapa con el ritmo ágil de su prosa directa, y clara, sin artificios, con la que nos va metiendo en la cruda realidad que viven los personajes. Sin esconder el dolor, la culpa o la soledad, porque no juzga, ni entra en lo moral o inmoral de los actos. Los presenta, sin más, desde su observación, para que el lector los conozca. 

Son cuatro los personajes que nos van contando la historia. Cuatro voces que se van intercalando en capítulos cortos. Dos preadolescentes muy distintos: Thèo y Mathis, sienten la soledad que les pesa y es lo que les une como amigos. Para ellos la autora elige la tercera persona, un narrador, que observa desde cierta distancia. Y dos mujeres: Helèlene, la profesora de los chicos, y Cècile, la madre de Mathis, ambas hablan en primera persona. 

El tema que trata es el alcoholismo adolescente. El protagonista, Théo, se refugia en el alcohol para escapar de la cruda realidad en la que vive. Está dividido entre dos mundos. Hijo de padres separados, alterna las semanas en casa del padre o de la madre. El padre está sumido en una depresión. La angustia que padece Thèo, al verlo, no la puede compartir con nadie por la lealtad que siente hacia su padre. Para colmo, la madre, llena de odio hacia su exmarido, lo proyecta sobre el hijo cada vez que viene de la casa del padre a la suya.

Las lealtades, como el título indica, son la línea transversal en toda la novela. Esos pactos tácitos que marcan con tanta fuerza las relaciones humana, lo que se puede decir y lo que no. En ello está en juego la pertenencia al grupo o el ostracismo. Aunque muchas veces uno no esté del todo de acuerdo, como le pasa a Mathis en su relación con Thèo, es capaz de mentir como un bellaco a su propia madre para mantenerse leal al amigo. 

La autora nos demuestra cómo las lealtades son monedas de doble cara, pueden crear lazos de unión y comunicación fluida, pero también pueden esconder los silencios más amargos que nos ahogan o un infierno de vida que nos puede marcar el pozo por el que descender. Todo ello nos lleva a pensar en casos reales, muy duros y dolorosos que hemos conocido en los noticiarios. Leyendo la historia, las emociones afloran por los personajes a los que vas cogiendo cariño y deseas que alguien rompa el angustiante silencio. Deseo que de Vigan nos ofrece al final, cuando uno de los personajes decide quebrantar la lealtad porque comprende que es la única forma de salvar al otro. 

25 noviembre 2022

Mañana, un nuevo día amanecerá

Dicen que los monstruos no existen. Mienten. Tú me estás mirando desde el espejo. Estás loco, y caprichoso, el que más. A veces pasas en un pispás para acortar el disfrute del momento y otras te eternizas para hacer morder el polvo hasta el final.

Cada día acortas las alas de la vida y tienes declarada la guerra a la memoria, produciéndole lapsus que quedan perdidos en la bruma de los acontecimientos de la existencia. Implacable, te carcajeas de la retahíla inconexa o del atasco que termina uniformado en paisaje lunar. Te escurres cuando se te quiere atrapar dejando horas empantanadas con imágenes sin posibilidad de ubicar. Da igual que no se sepa si son las tres o las seis, tienes tus rendijas por las que te cuelas poniendo cara al miedo.

Impasible observas la impotencia para desenredar la madeja y te mantienes indiferente ante los nubarrones de agua amarga que empiezan a descargar. Solo sabes repetir: «Mañana, un nuevo día amanecerá». Sí, eres el villano más reconocible, un personaje taimado que no devuelve nada de lo que le fue dado y que ni por todo el oro del mundo se deja comprar. Nunca alguien pudo escapar de tu inhumano tic, tac.

18 noviembre 2022

La perorata del apestado


Perorata de un apestado es un libro de Gesualdo Bufalino que lo leí porque nos lo propusieron en un club de lectura en el que participo. No, no es el libro que yo hubiera elegido por mí misma, pero parece que nos encontramos, él y yo, en el momento adecuado porque lo leí con mucho interés sin poder dejarlo hasta el final. 

Me impresionó por la calidad literaria y lo fuerte que es la historia que nos narra. En 1946, en un sanatorio para tuberculosos de la Conca d’Oro, unos singulares personajes, supervivientes de la guerra, pelean consigo mismos y con los otros, en espera de la muerte. 

El tema dominante es la muerte que se propaga sutilmente por el lugar. De tintes autobiográficos, destacan dos figuras memorables: el Gran Flaco, el impresionante médico del sanatorio, al mismo tiempo director y actor del espectáculo de la muerte, y Marta, la bailarina, una belleza de mujer, todo misterio, sufrimiento e impostura. Es la enferma con la que el joven protagonista, del que desconocemos su nombre, vive una historia de amor sin futuro. 

La novela es admirable desde todos puntos de vista. Está soberbiamente construida, aunque no es de esos libros que recomendarías a cualquiera. Todos los del sanatorio están en ese proceso lento de morir. Se puede decir que es un morir en vida. Y da la impresión que allí todo es un sinsentido, por qué luchar frente a la muerte que te pisa los talones. Pero esa es la grandeza de la novela, cuenta la historia donde la muerte es el único sentido de continuar con la vida. 

Es un libro vital, tal vez porque los roles están invertidos. Y en ese mundo donde se han reinventado absolutamente todas las reglas que nada tienen que ver con el de fuera, se abre frente a nosotros la maravillosa prosa barroca de Bufalino. No se trata de una prosa solo estética, que lo es, sino también desgarradora y terriblemente humana. Bufalino es un genio que construye arte con la palabra. 

Fragmento: 
Por ello dijo Marta he salido contigo esta tarde. Tras tantas caricias de viejo, quería abandonar el mundo con el recuerdo de una caricia de joven sobre mí. 

Pobre de mí, no se cuidaba mucho de no contradecirse. Pero yo, como hacía poco había dudado para mis adentros de su declaración de antigua abstinencia, tampoco ahora me sorprendió oírla admitir, aunque en forma enigmática, lo que ya había supuesto desde el inicio: que había estado con el Magro, por debilidad o especulación, en aquel camastro del pabellón o en otro lugar… Y bien, no me importaba. Ya nada me importaba de la Rocca, ni de mis penosos compañeros, todos con la cabeza en el cepo, a la espera, o dedicados, con cuchillas y ligas, a intentar rudimentarios suicidios en las letrinas. Ni de él, de aquel tuerto e iracundo Geronte, un antipapa con tiara de ceniza, anidado en el vientre de la Rocca, como sus cultivos de gérmenes en compotas de gelatina. Más bien, la idea de haberlo quizás traicionado me produjo un sobresalto de satisfacción, mientras pasaba despacio la mano por el pelo tan corto de Marta. 

A Román, el mago de la Chistera

Mientras escribo, en el umbral de la noche, me recuerdo como una adolescente cuando apareció él, Román, en nuestra casa. Era un cazador de sueños y Marilé, su talismán. 
Escuchad un momento que están hablando. 

—Madre, te estás sonriendo. 
—¡Ah! Eres tú, Román. No te había visto. 
—Claro, estabas tan atenta mirandolos a todos. Es bonito verlos juntos, ¿verdad? Lo que tú siempre hiciste con nosotros, mantener la familia unida, tomamos el testigo y lo quisimos continuar. Si es que la relación contigo siempre fue fácil porque nos acogiste a todos los que íbamos llegando. Y sobre todo, porque fuiste una buena madre. Te gustaba verte rodeada de familia y siempre estabas al servicio de los demás. Sabías escuchar y tenías una sonrisa que te iluminaba la cara. 

—Mira, Román, ahora que dices lo de mi sonrisa. Cuando alguna cosa me sorprendía gratamente o me hacía gracia, quería contarla y no podía parar de reír, hasta me brotaban las lágrimas. Algunos de esos momentos te los debo a ti. Como esa vez que me llevaste en el coche a Palencia. Íbamos por la calle Mayor, cuando, de repente, paraste el coche y me dijiste: «Madre, espera un momento». Por el cristal del parabrisas te vi recogiendo billetes de dinero que el viento zarandeaba de un lado a otro, como si fueran hojas secas de otoño o pájaros aturullados que volaban a merced del viento. Yo me ahogaba de la risa. Pronto otros peatones se te unieron para ayudarte y cuando te daban los billetes les decías: «Gracias, muchas gracias». 
Los años se me escapaban por la sonrisa cuando me decía: «Verlo para creerlo». 

Era una de esas cosas mágicas, que solo te ocurrían a ti, con las que tejías historias que nos maravillaban. Incansable, sacabas de la chistera sueños no cumplidos para verlos florecer. «Verlo para creerlo». 

Eras mago sin saberlo. Y en las fiestas del pueblo lo volviste a hacer. Hasta estos cielos llegó tu hermosa voz cantando la ranchera mexicana con el grupo de músicos profesionales en el escenario de las fiestas del pueblo. Los cautivaste a todos. Te estabas despidiendo, lo sé. Hasta en eso fuiste elegante. A mí también me emocionaste. 

¡Cómo olvidar a alguien que nos dio tanto para recordar!

13 noviembre 2022

Matando monstruos

Cuando cumplí los 65 años, pensé que ya iba siendo hora de dormir con la luz apagada. Esa noche, al abrir el armario, el monstruo que lo habitaba se horrorizó al verme. Las rodillas se le doblaron y cayó de bruces contra la caja de pandora de mis propios miedos. Cuando nació, había depositado en él toda mi energía para hacerlo a mi imagen y semejanza. ¡Y vaya si lo había conseguido! Era mi vivo retrato. 

—¡¿Qué haces aquí?! Deberías estar visitando a los niños. Muertos de miedo se esconden entre las sábanas para evitar verte. 

—Son unos asesinos —pudo decir mi pequeño monstruo con un hilo de voz. 

—Los niños… ¡Ja, ja, ja! Si tan solo saber de tu presencia en la oscuridad les causa dolores de barriga. 

—Eso era en tus tiempos. Ahora son sádicos. Tienen unas máquinas con las que se dedican a matar monstruos con una violencia extrema. Cuando voy por los pasillos oscuros y aparecen con sus artefactos, acompañados con efectos de sonidos horripilantes, me persiguen para matarme. Por eso, corro a esconderme en tu armario. Es la única forma de defenderme. ¡No quiero que me maten! 

—Eso lo dices porque eres un miedoso. ¡Hala, fuera! A trabajar. 

La madre escuchó una ráfaga de metralleta. Gritos de alegría de los niños celebrando algo. Y se rompió en mil pedazos ante ese futuro tan sombrío en un mundo en constante cambio. El villano más reconocible, sigiloso e impasible, se acercó con su guadaña y la arrastró al averno. 

© María Pilar

09 noviembre 2022

La habitación de las llaves antiguas

La habitación de las llaves antiguas (fragmento) 
de Elena Mikhalkova 

Mi abuela una vez me dio este consejo: 
Cuando los tiempos sean difíciles, avanza en pequeños pasos. 
Haz lo que tengas que hacer, pero hazlo lentamente. 
No pienses en el futuro ni en lo que pueda pasar mañana. 
Limpia los platos. 
Limpia el polvo. 
Escribe una carta. 
Cocina sopa. 
¿Ves eso? 
Sigue adelante, paso a paso. 
Da un paso y luego haz una pausa.
Toma un descanso. 
Valórate a ti mismo. 
Da el siguiente paso. 
 Luego otro. 
 Apenas lo notarás, pero tus pasos se harán más largos. 
Hasta que llegue el momento en que puedas volver a pensar en el futuro sin llorar.

(Elena Mikhalkova, escritora Rusa, nació el 1 de abril de 1974).

07 noviembre 2022

La cigarra y la hormiga

Nada anunciaba algo diferente.
  
Por la noche, cuando se iluminaban las calles de manera que la ciudad se teñía de un gris ceniciento, Carlos, de cuarenta años, salía de casa para divertirse con sus amigos. Todos desocupados, con demasiado tiempo libre para regodearse en sus inmaduras diatribas tabernarias. 

Olas humanas hormigueaban por las calles estrechas del Casco Viejo de la ciudad. El viento intercambiaba franjas de músicas, a todo volumen, entre voces humanas. Los camareros sudaban haciendo equilibrios con las bandejas cargadas de bebidas, y los jóvenes desinhibidos se entregaban al disfrute de la vida. 

Nada anunciaba algo diferente. 

Al regresar a casa y abrir la puerta, Carlos, en estado ebrio, se dio un susto de muerte. Allí estaba su madre, como una momia. La mujer, a punto de jubilarse, con los maxilares apretados, contenía la rabia a punto de explotar, mientras lo interrogaba con ojos lacerantes e intensos, como si sondeara las profundidades de su alma. Él se puso torvo y se quedó callado también porque no encontraba las palabras precisas para encararse con ella. La madre le alcanzó una carta notarial y, como si tuviera mucha prisa, le puso una maleta en la otra mano. Con un gesto severo, le indicó que se largase. Y, antes de que Carlos se recobrase de la fatal sorpresa, ya había echado el cerrojo a la puerta. 

© María Pilar

02 noviembre 2022

Un paseo por el cementerio


El turismo de cementerios está cada vez más en boga. Cuando viajamos, visitamos los más grandiosos para encontrarnos con auténticos parques, museos donde reposan celebridades de siglos pasados y, sobre todo, para descubrir la cultura del lugar respecto a la muerte. 

Un ejemplo de ello son los cementerios parisinos. Mausoleos suntuosos ante los que te sientes observada por el mutismo de sus estatuas. Parecen competir con el afán de perpetuar en el recuerdo lo que su dueño o dueña fue en vida. Lo apacible del paraje te invita a recorrerlo. Las tumbas históricas, el encontrarnos con nombres muy conocidos y las anécdotas junto con los epitafios más sonados hacen que los recorramos con un espíritu muy lejano al de la muerte, el dolor o las lágrimas. 

Como contraposición, yo pondría al viejo cementerio de Praga donde nos encontramos cientos de sencillas lápidas amontonadas sin orden ni concierto en un estado de asfixia total. 

En todo caso, los cementerios siempre marcan una realidad diferente. Aunque estén en medio de la ciudad, te hacen sentir en un lugar cerrado dominado por el silencio. En ese silencio repetimos los versos del poeta que está allí enterrado, oímos la música del propio compositor, descubrimos un inventor cuyo invento nos es tan conocido y nos convencemos de que la inmortalidad existe. 

Sopla el viento y las nubes grises amenazan lluvia en este atardecer otoñal. Me encuentro en el corazón de Vitoria paseando por un parque espacioso y lleno de historia, protege el antiguo cementerio judío. 

Sentada en un banco, mi mente hace una radiografía al césped del jardín y se encuentra con las tumbas envejecidas que desprenden un frío húmedo y tembloroso. Me acompaña en mi soliloquio particular. No me atrevo a asegurar que no será escuchado por algunas almas que vagan por este espacio. Aquí descansan tantos y tantos que ayudaron a forjar el devenir de la ciudad en los albores de la Edad Moderna. La última morada de ricos comerciantes, médicos de renombre, jóvenes doncellas y siervos sin más ganancia que un cobijo y el parco alimento diario. Todos ellos se han ido igualando sumidos bajo la tierra en un grisáceo uniforme a tono con el color exterior que hoy lo domina todo. Las lápidas, con sus letras y símbolos identificativos, habrán sido removidas de su lugar y estarán mezcladas entre sí por el trabajo de las raíces de los árboles que hoy pueblan el parque. La naturaleza ha ayudado así, con su saber hacer tan silencioso, a confirmar que la muerte nos iguala.

Todos los vitorianos sabemos que el parque de Judimendi se creó en lo que otrora fuera el cementerio judío de la ciudad para que no se construyese nada. Así se lo prometió el consistorio de la ciudad a la comunidad judía cuando fueron obligados a marcharse por imperativo real. Y así se sigue cumpliendo lo acordado hasta el día de hoy, aunque en el 1952 la ciudad de Vitoria fue liberada de dicha obligación por los descendientes de aquellos judíos. 

Para que los vitorianos no lo olvidemos, el acuerdo escrito en un monumento de piedra nos lo recuerda.

01 noviembre 2022

Un fantasma en mi IPad

Era un día gris de noviembre y los relojes daban las trece. La cálida luz de la lámpara sobre mi rincón de lectura me aportaba intimidad. Apenas me sumergí en la historia del libro que estaba leyendo, cuando algo me sacó de mi quietud y me puso nerviosa. No era el viento que zumbaba en los cristales del balcón y zarandeaba con fuerza los árboles de la plaza, doblegándolos y partiendo sus ramas.

Se hizo el silencio. El silencio angustioso del miedo a algo que se presiente, sin verlo. Como cuando en un sueño quieres huir y el barrizal que pisan tus zapatos te impide avanzar. Un eco de pasos y un crujir de ropas que se arrastraban trajo a la pantalla del iPad una imagen siniestra, vinculada al mundo de los muertos. Encapuchada y cubierta con una capa negra, sus ojos oscuros brillaban iluminados de maldad. Aterrada por el miedo, mis pupilas no podían dejar de seguir la luz brillante que irradiaban sus cuencas, me tenía atrapada en su red de araña. Temerosa, giré la cabeza por encima del hombro derecho, pensando que estaba a mi espalda. Nadie. Nada. Me froté los ojos repetidas veces para deshacer aquella alucinación que creía alojada en mi cabeza.Un terror frío me recorrió el cuerpo al ver salir sus manos de la pantalla, y como garfios se cerraron alrededor de mi cuello. Mi grito se ahogó dentro. Noté el mareo por la falta de oxígeno. Iba a morir estrangulada. Todo mi cuerpo se revolvió en el intento de captar algo de oxígeno. Acabé cayendo al suelo, vencida. Saltó sobre mí y movió mis piernas inertes. 

Amanecía cuando desperté de mi pesadilla con el cerebro embotado. Un mal sueño. Eso había sido. Me reincorporé aturdida. El reflejo en el azogue me horrorizó. Al otro lado del espejo, las incisiones de los garfios en mi cuello me estaban desangrando. 
 
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28 octubre 2022

La casa de arena

El placer de tener un libro en las manos es indescriptible. Si ese libro es tu ópera prima con la que has dado el paso a incursionar en el viaje por el mundo de las letras, ¿Qué os puedo decir? 
¡Qué nervios al abrir los paquetes! Como si fuera una niña ante el mejor de los regalos. El tamaño del libro, el número de páginas, el olor a nuevo..., de los que se dejan acariciar cuando los coges y ya no los puedes soltar. 
El ritual de hojearlo, ver la portada y contraportada, abrirlo con mimo, sostenerlo en una mano mientras se abre y vas pasando las hojas... ¡Qué placer! 
La cubierta tan original con ese diseño exclusivo de la ilustradora Celia Sendino Moreno: esa gran puerta de La Casa de Arena semiabierta, invita a pasar sin llamar y poder disfrutar de su fascinante travesía. 
La Casa de Arena es un libro de relatos en los que el mundo rural cobra el protagonismo, en especial el pueblo de Villamediana, que define el universo de los personajes. Son historias de distintos géneros. Fragmentos de la vida real donde memoria e imaginación se toman de la mano para que las palabras invocadas traigan al presente paisajes, rostros y voces y rescatarlos del olvido.

© María Pilar

26 octubre 2022

Las tres Marías

 

Una de las ventajas de madrugar es la de disfrutar del amanecer, disponer de un momento de paz y calma durante ese tiempo, mientras todos duermen, y más cuando conseguir madrugar es una tarea sencilla para mí porque me la pide el cuerpo. Cada persona es un mundo y a mí no me cuesta madrugar. 

Si he descansado bien las horas que necesito, me levanto pletórica de actividad, con la ilusión de afrontar el día. Además, cuento con ese momento extra para disfrutar de la mañana en soledad y silencio, para ser más consciente del presente y de todo lo que me rodea. Así, es un deleite pensar en el nuevo día que tengo por delante. Puedo empezar degustándolo. Sin prisas.
 
Siempre salgo a la terraza para observar el mundo que me rodea y respirar, profundamente, el aire fresco del amanecer. Contemplo la ciudad dormida. A la derecha, mirando al norte, está la mole oscura del monte Gorbea, como un tótem protector de todos nosotros. Él no duerme. Lo miro, sonrío y le doy los buenos días. Él siempre me lo agradece. 

Estos días, no es el sol, saliendo del mar, lo que veo desde mi mirador, como me ocurría en verano en la playa. Estos días, tres pequeñas estrellas, juguetonas, me saludan asomándose por encima del tejado de mi casa. Son tan luminosas que se hacen visibles frente a otras muchas que están apagadas por la iluminación nocturna de la ciudad. Forman una brillante alineación inclinada y están separadas por distancias equidistantes. Aparentemente son iguales en tamaño y forma, como trillizas. Hay otras estrellas en su entorno, pero nada que ver con el atractivo y la empatía que te transmiten estas, las hace únicas, colosales. ¿Serán las tres Marías de las que tanto oí hablar de pequeña? Me encantaría formar parte del grupo y ser cuatro en vez de tres, seguro que me acogerían. ¿Acaso no son casi todas las estrellas dobles o triples, aunque nuestro ojo no lo capte? 

 © María Pilar

18 octubre 2022

Me gustaba mucho mi casa

Me gustaba mucho mi casa, era alegre y divertida, y yo la había ido perfilando a mi imagen y semejanza. En la puerta de entrada había colgado un letrero que decía: «Piensa en positivo», más que nada por los que venían a visitarla, para que supieran de su talante. 

Con los años había adquirido vigor y energía renovada, justo lo contrario de esas casas modernas que sucumben al paso del tiempo. No era muy grande, pero sí acogedora, y podías desenvolverte en ella con confianza. Durante el día, tenía mucha actividad que atendía de manera entusiasta; después, siempre se lo premiaba cuando, por la noche, se hacía el silencio. Se cobijaba en su rincón preferido, tras la ventana, y contemplaba el cielo estrellado. Allí sentía cómo se revitalizaba al ver que formaba parte de aquella expansión cósmica. 

No supe en qué momento un okupa se instaló en mi casa. Se filtró despacio, como un ladrón receloso. Tal vez entró por la trasera, con los zapatos en la mano para que no se oyera su pisar, y empezó a tejer su guarida en el pilar más importante, el que la sostiene, su columna vertebral. En ello mostró una destreza extraordinaria. Era poderoso y cruel como una termita invasora, muy destructiva. 

Un día escuché un crujido y la expresión de dolor se mostró en su cara. Pareció quebrarse. En ese momento del atardecer, al verla alabeada, pensé que se derrumbaba. Pasado un tiempo breve, que a mí se me hizo más largo de lo normal, mi casa logró mantenerse erguida, volvió a ser la misma, con sus ruidos habituales y su risa contagiosa, demostrando que ella no se amilanaba fácilmente. Solo por la noche se tornaba en silenciosa. En ese sentido, todo siguió callado en mi casa, pero yo la observaba y veía que se palpaba más que nunca cuando suponía que no la miraba. Algo le acuitaba y a mí aquello me golpeaba en la cabeza como si una alarma sonase sin haberla conectado.

Pasado un tiempo, el okupa dio la cara y manifestó que estaba dispuesto a quedarse. A partir de ese momento, las cosas cambiaron de manera importante. Él tomó el poder e instauró un régimen autoritario con ninguna empatía hacia la casa que se sintió invadida con la horrible sensación del desgarramiento. 

Así, empezó su decadencia, sin remisión. Vi en sus ojos que parecía querer retenerme con una mezcla de súplica. Se le había aborrascado la mirada con una impaciencia que nunca había visto en ella. No sabía poner nombre a lo que le estaba ocurriendo, solo que le inspiraba temor. 

Lo mío era un sinvivir por no encontrar remedio para sus males. Esta sensación de fracaso me dejaba la boca seca y se me abrían las carnes. La contemplaba con la emoción de saber que tenía que responder a sus requerimientos, pero no encontraba el camino. 

Me hablaron de un chamán que hacía una limpieza de espíritus en las casas. Tenía el rostro envejecido con la piel cuarteada y una larga melena negra le caía sobre su túnica amarilla con bordados de diferentes símbolos. Parecía sereno y bondadoso. Habló unas palabras extrañas en tono firme, frente a la pilastra, luego cogió la flauta de su cinturón y empezó a tocar. Las dulces notas del instrumento irrumpieron en la calidez de la atmósfera de la casa y, al instante, se apaciguaron las tensiones y los crujidos. 

La salvaje criatura, que se había mimetizado con la columna principal, fue desenroscándose y cayó al suelo donde quedó ovillada, como hipnotizada por la música. Después, empezó a deslizarse con suavidad, ondeando su cuerpo flexible, hasta acercarse al músico. Y allí se quedó quieta, con la pequeña cabeza levantada, mostrando su lengua bífida y retráctil. El chamán ni se inmutó. Siguió tocando la bella melodía con la seriedad y el misticismo que lo caracterizaba. A los pocos instantes, el ser tan dañino trepó dócil por la cesta, que estaba abierta ante el músico, y se metió en ella. Él esperó a terminar la pieza, colgó la flauta de su cinturón, cerró la cesta y se la llevó, perdiéndose en la noche con la paz y serenidad que había venido. 

© María Pilar

21 septiembre 2022

Alzheimer

¡Qué árboles tan grandes! 
 ¿Te acuerdas? 
 Tú y yo los plantamos 
 ¡¿Pero qué dices, papá?! 
 No insistas tanto, no te alteres 
 Yo lo intento  
Mi mente no quiere 
 Perdida en un limbo 
 No la pidas que recuerde 
 Quédate a mi lado 
 Nunca me dejes 
 No me grites porque lloro 
 Decepcionarte me duele 
 Sin recuerdos estoy perdido 
 Hazme sentir que estás presente 
 Con tu abrazo, con tu voz 
 Acompáñame siempre 
 Coge mis manos entre las tuyas 
 Tu calor me envuelve 
 Y tu presencia ilumina 
 Esta nebulosa de mi mente