Una de las ventajas de madrugar es la de disfrutar del amanecer, disponer de un momento de paz y calma durante ese tiempo, mientras todos duermen, y más cuando conseguir madrugar es una tarea sencilla para mí porque me la pide el cuerpo. Cada persona es un mundo y a mí no me cuesta madrugar.
Si he descansado bien las horas que necesito, me levanto pletórica de actividad, con la ilusión de afrontar el día. Además, cuento con ese momento extra para disfrutar de la mañana en soledad y silencio, para ser más consciente del presente y de todo lo que me rodea. Así, es un deleite pensar en el nuevo día que tengo por delante. Puedo empezar degustándolo. Sin prisas.
Siempre salgo a la terraza para observar el mundo que me rodea y respirar, profundamente, el aire fresco del amanecer. Contemplo la ciudad dormida. A la derecha, mirando al norte, está la mole oscura del monte Gorbea, como un tótem protector de todos nosotros. Él no duerme. Lo miro, sonrío y le doy los buenos días. Él siempre me lo agradece.
Estos días, no es el sol, saliendo del mar, lo que veo desde mi mirador, como me ocurría en verano en la playa. Estos días, tres pequeñas estrellas, juguetonas, me saludan asomándose por encima del tejado de mi casa. Son tan luminosas que se hacen visibles frente a otras muchas que están apagadas por la iluminación nocturna de la ciudad. Forman una brillante alineación inclinada y están separadas por distancias equidistantes. Aparentemente son iguales en tamaño y forma, como trillizas. Hay otras estrellas en su entorno, pero nada que ver con el atractivo y la empatía que te transmiten estas, las hace únicas, colosales. ¿Serán las tres Marías de las que tanto oí hablar de pequeña? Me encantaría formar parte del grupo y ser cuatro en vez de tres, seguro que me acogerían. ¿Acaso no son casi todas las estrellas dobles o triples, aunque nuestro ojo no lo capte?
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