Salgo de Ponferrada con la mochila a la espalda y paso ligero para aprovechar la fresca del amanecer. Los kilómetros recorridos desde que empecé esta ruta del Camino de Santiago empiezan a pesarme en las piernas. El cansancio se va acumulando. Los pies recién curados de sus llagas me piden a gritos un descanso. Me animo sabiendo que la meta está ya cerca. Pronto las nubes se cierran y empiezan a descargar enfurecidas. Se les une un viento frío racheado que hace que cada uno de mis pasos sea una lucha titánica. Arrastrando los pies doloridos, aterido de frío y calado hasta los huesos, entre un ambiente gris gélido, llego al albergue avanzada ya la tarde. A duras penas, he logrado superar la etapa de hoy. El pórtico de la Gloria que veía tan cercano cuando empecé esta aventura, hoy se me desvanece. Todo me da vueltas. La joven del albergue me abre la puerta. Sobre mis huellas de olvido y flashes de memoria, una luz irreal lo ilumina todo. La joven, de blancura virginal, vestida
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