Siempre tomo el metro en la estación de Bayswater para ir a visitar a mi amigo a Baker Street. Nostálgico me adapto a los nuevos tiempos. El vagón va atestado de gente. La prisa los domina. Nadie parece reparar en mi presencia, para ellos soy un ser invisible en este rincón del vagón en el que me he acomodado. ¡Qué vida la de antes cuando viajaba en aquellos coches tirados por caballos!
Sacudo el cordón de la campanilla y la Sra. Hudson me conduce a la habitación que, anteriormente, había compartido con él. Aunque la mañana está avanzada lo encuentro en bata hundido en su viejo sillón con las piernas cruzadas y la vieja pipa de brezo entre los labios exhalando volutas de humo. La habitación envuelta en una densa niebla del tabaco me indica que lleva toda la noche trabajando. Es la luz de una lámpara que languidece sobre el escritorio atiborrado de papeles la que me permite ver su perfil aguileño con la mirada perdida en una boina roja que destaca, ente otros objetos, en la mesita anexa a la librería. Siempre que lo veo así me deja perplejo.
Sus maneras no son efusivas, nunca lo fueron; pero creo que se alegra de verme porque con una mano me señala el sillón libre y la licorera. Me sirvo dos dedos del cálido licor marrón y me siento frente a él que sigue fumando en silencio un buen rato. Algo importante se trae entre manos, espero pacientemente.
—Mi querido Watson, no podía venir en mejor momento —me dice saliendo de su ensimismamiento—. Hay una historia tan simple que resulta incomprensible que se nos torciera en su momento.
Mi mirada interrogadora hace que se ponga en pie con la impetuosa energía que lo caracteriza. Se frota las manos huesudas junto al fuego de la chimenea y abre las contraventanas para que entre la luz del día. Una ciudad entumecida se deshace en lluvia. La fachada de las casas de enfrente queda tan lejana y desdibujada como la historia que empieza a relatar.
—En octubre de 1886 participé, a petición del mayor Murphy, en un caso policial. La valija con los diamantes que el rey Leopoldo II mandaba a Su Majestad la Reina Victoria fue robada en Vitoria, una pequeña ciudad del norte de España. El emisario del rey, Henry Shelton, viajaba camuflado porque la misión que lo llevaba a Londres era secreta, por ello, se habían tomado los cuidados de no seguir las rutas habituales. Aunque se tuvo la máxima discreción para guardar la valija en la caja fuerte de la estación durante la media hora que paraba el tren, se encontraron el maletín vacío. El alguacil de la ciudad hizo la vigilancia reforzado por dos miñones en la puerta. Los tres alegaron absoluta ignorancia. Henry, el único que tenía la llave para abrirlo, dejó el caso envuelto en un gran misterio porque en cuanto se descubrió su identidad decidió volver al Congo. Para los de Scotland Yard fue el único sospechoso y en vano intenté hacerles ver que podía aportar algo a la solución del caso. Ya conoce mis métodos, amigo Watson, pero no pude aplicarlos. El agente Jones y yo tuvimos que regresar a Londres. Traje conmigo esta vieja chapela que el alguacil dejó olvidada en la sala de interrogatorio. Me acordé de ella ayer cuando vi con una igual al vasco que actúa en el Southbank Center con un espectáculo de magia para niños. La boina roja me iluminó como un rayo de luz en las tinieblas.
—¿Y piensa investigarlo? —le pregunto contagiado por su dinamismo.
—A mi manera, pero desde luego en presencia de un testigo —me dice con la plena confianza que me tiene.
— ¡¿Yo?! —respondo con la emoción que siento cuando lo acompaño en sus investigaciones.
—Si me hace el favor —me responde bastante excitado y con los ojos como centellas—. Esta noche canta Ainhoa Arteta en el Royal Albert Hall, le enviamos una invitación desde allí a su hotel.
—¿Y después? —pregunto a sabiendas que no soltará prenda hasta que el caso esté resuelto.
—Déjelo de mi cuenta —me contesta enigmático—. Si no lo consigo que saquen mi espíritu a patadas de esta ciudad que me cobija.
Cerca de las ocho llega el vasco al Royal Albert Hall con puntualidad inglesa. Unos seis pies de altura y los hombros de un Hércules, yo diría de noble corazón. La joven pelirroja del guardarropa, con gracia y coquetería, le pide el paraguas y la parka con forro polar que chorrea. «Qué ordinariez», musita al darse la vuelta para dejar la prenda en el guardarropa, «donde esté un buen "trench coat"». Tan vivaz como irrespetuosa le señala el gran brillante que centellea en el dedo meñique de su mano derecha:
—¡Con algo así uno tiene la vida resuelta!
—Es el único recuerdo que tengo de mi padre —contesta el muchacho con fuerte acento español.
—Sería joyero —añade ingeniosa mientras lo envuelve con sus chispeantes ojos azules.
—Era levantador de pesas —El espontáneo interés de la chica lo anima a hablar—. Mi abuelo, alguacil, se encontró una bolsita con diamantes. Se quedó con cuatro para jugar al mus con sus amigos y los demás, un joyero, que lo engañó a cambio de unas monedas. Mi padre nos repartió uno a cada hermano.
A pesar de estar habituado a la asombrosa habilidad de mi amigo para el empleo de disfraces tengo que mirarlo detenidamente para convencerme de que es él. Se ha caracterizado de moza y vaya que da el pego. Los ojos no son los de Holmes sabueso, la nariz aguileña, tal vez. Desaparece y regresa en breves minutos.
—¡Quién iba a decirlo! —exclamo—. Se ríe hasta sofocarse y cae repantigado en una silla.
—Elemental —dice echando a andar.
Los dos nos esfumamos en la neblina fría y lluviosa de la noche londinense.
Sacudo el cordón de la campanilla y la Sra. Hudson me conduce a la habitación que, anteriormente, había compartido con él. Aunque la mañana está avanzada lo encuentro en bata hundido en su viejo sillón con las piernas cruzadas y la vieja pipa de brezo entre los labios exhalando volutas de humo. La habitación envuelta en una densa niebla del tabaco me indica que lleva toda la noche trabajando. Es la luz de una lámpara que languidece sobre el escritorio atiborrado de papeles la que me permite ver su perfil aguileño con la mirada perdida en una boina roja que destaca, ente otros objetos, en la mesita anexa a la librería. Siempre que lo veo así me deja perplejo.
Sus maneras no son efusivas, nunca lo fueron; pero creo que se alegra de verme porque con una mano me señala el sillón libre y la licorera. Me sirvo dos dedos del cálido licor marrón y me siento frente a él que sigue fumando en silencio un buen rato. Algo importante se trae entre manos, espero pacientemente.
—Mi querido Watson, no podía venir en mejor momento —me dice saliendo de su ensimismamiento—. Hay una historia tan simple que resulta incomprensible que se nos torciera en su momento.
Mi mirada interrogadora hace que se ponga en pie con la impetuosa energía que lo caracteriza. Se frota las manos huesudas junto al fuego de la chimenea y abre las contraventanas para que entre la luz del día. Una ciudad entumecida se deshace en lluvia. La fachada de las casas de enfrente queda tan lejana y desdibujada como la historia que empieza a relatar.
—En octubre de 1886 participé, a petición del mayor Murphy, en un caso policial. La valija con los diamantes que el rey Leopoldo II mandaba a Su Majestad la Reina Victoria fue robada en Vitoria, una pequeña ciudad del norte de España. El emisario del rey, Henry Shelton, viajaba camuflado porque la misión que lo llevaba a Londres era secreta, por ello, se habían tomado los cuidados de no seguir las rutas habituales. Aunque se tuvo la máxima discreción para guardar la valija en la caja fuerte de la estación durante la media hora que paraba el tren, se encontraron el maletín vacío. El alguacil de la ciudad hizo la vigilancia reforzado por dos miñones en la puerta. Los tres alegaron absoluta ignorancia. Henry, el único que tenía la llave para abrirlo, dejó el caso envuelto en un gran misterio porque en cuanto se descubrió su identidad decidió volver al Congo. Para los de Scotland Yard fue el único sospechoso y en vano intenté hacerles ver que podía aportar algo a la solución del caso. Ya conoce mis métodos, amigo Watson, pero no pude aplicarlos. El agente Jones y yo tuvimos que regresar a Londres. Traje conmigo esta vieja chapela que el alguacil dejó olvidada en la sala de interrogatorio. Me acordé de ella ayer cuando vi con una igual al vasco que actúa en el Southbank Center con un espectáculo de magia para niños. La boina roja me iluminó como un rayo de luz en las tinieblas.
—¿Y piensa investigarlo? —le pregunto contagiado por su dinamismo.
—A mi manera, pero desde luego en presencia de un testigo —me dice con la plena confianza que me tiene.
— ¡¿Yo?! —respondo con la emoción que siento cuando lo acompaño en sus investigaciones.
—Si me hace el favor —me responde bastante excitado y con los ojos como centellas—. Esta noche canta Ainhoa Arteta en el Royal Albert Hall, le enviamos una invitación desde allí a su hotel.
—¿Y después? —pregunto a sabiendas que no soltará prenda hasta que el caso esté resuelto.
—Déjelo de mi cuenta —me contesta enigmático—. Si no lo consigo que saquen mi espíritu a patadas de esta ciudad que me cobija.
Cerca de las ocho llega el vasco al Royal Albert Hall con puntualidad inglesa. Unos seis pies de altura y los hombros de un Hércules, yo diría de noble corazón. La joven pelirroja del guardarropa, con gracia y coquetería, le pide el paraguas y la parka con forro polar que chorrea. «Qué ordinariez», musita al darse la vuelta para dejar la prenda en el guardarropa, «donde esté un buen "trench coat"». Tan vivaz como irrespetuosa le señala el gran brillante que centellea en el dedo meñique de su mano derecha:
—¡Con algo así uno tiene la vida resuelta!
—Es el único recuerdo que tengo de mi padre —contesta el muchacho con fuerte acento español.
—Sería joyero —añade ingeniosa mientras lo envuelve con sus chispeantes ojos azules.
—Era levantador de pesas —El espontáneo interés de la chica lo anima a hablar—. Mi abuelo, alguacil, se encontró una bolsita con diamantes. Se quedó con cuatro para jugar al mus con sus amigos y los demás, un joyero, que lo engañó a cambio de unas monedas. Mi padre nos repartió uno a cada hermano.
A pesar de estar habituado a la asombrosa habilidad de mi amigo para el empleo de disfraces tengo que mirarlo detenidamente para convencerme de que es él. Se ha caracterizado de moza y vaya que da el pego. Los ojos no son los de Holmes sabueso, la nariz aguileña, tal vez. Desaparece y regresa en breves minutos.
—¡Quién iba a decirlo! —exclamo—. Se ríe hasta sofocarse y cae repantigado en una silla.
—Elemental —dice echando a andar.
Los dos nos esfumamos en la neblina fría y lluviosa de la noche londinense.
Buen relato,abrazos.
ResponderEliminarUn relato jugoso, el tiempo viaja y la justicia impera, nada que "Él" y tu maravillosa pluma no seáis capaces de resolver. Ayer lei que habían encontrado en un glaciar los cuerpos de una pareja desaparecida hace 75 años, el tiempo a veces vuelve. Un abrazote
ResponderEliminarMuy bueno
ResponderEliminarBesos
Queridos amigos y a todos los que paséis por aquí, releyendo lecturas de las de antes que son las de siempre, en estos días de verano se me ocurrió escribir este relato que espero os resulte entretenido. Ya que un Sherlock Holmes no surge por ningún lado en esta sociedad nuestra, he jugado a resucitar, por un momento, al de siempre.
ResponderEliminarGracias por leerme y por los comentarios tan alentadores que me dejáis siempre.
¡Feliz verano!
Mi cariño y mi abrazo sincero.
¡Feliz verano!
ResponderEliminarUn abrazo.
Estupendo relato Pilar!! Me ha encantado este estilo!
ResponderEliminarFeliz verano para vos!! Que lo disfrutes!!
Cariños a montones!!
Lau.
Lo reviviste con todo su estilo tan peculiar. Me encantó!
ResponderEliminarAbrazo grande.
Por un momento pensé que la joven pelirroja del guardarropa eras tú, pero recordé que tú —al contrario de lo que a mí me ocurre— eres la no pelirroja de una familia de pelirrojos.
ResponderEliminarBonito relato de Holmes llevado a tu ciudad.
Un abrazo y buen verano.
Te felicito por esta resurrección.
ResponderEliminarEstá muy bien hilvanada y me ha gustado mucho.
Aplauso.
Lo has resucitado muy bien, Pilar, porque me tuviste en vilo hasta el final. Jajajaja, ¡Muy buen relato!
ResponderEliminarBesotes
(Me alegro de que mi Napo te guste. Te vas a reír.... Resulta que fui a una exposición "Napoleón estuvo aqui" (en Israel)y antes de sentarme a escribir la entrada, me puse a leer y leer sobre Napoleón y me salió ese choclo, que aun falta, porque ni modo de meter todo en una entrada. Las fotos que tomé en la exposición las pondré al final.
...Pues no sé si tu relato será congoleño...¡pero un diamante sí lo es!
ResponderEliminarMuchos besos y gracias por haber pasado por mi (semiabandonado) blog.
Jeje, disfrazado de moza. Se lee muy bien. Un abrazo.
ResponderEliminarVersión alavesa del genial personaje británico. Sherlock fumaba algo que no era tabaco. Podría ser.
ResponderEliminar¡Feliz verano, Pila!
todo un placer poder leerte y admirarte
ResponderEliminarEste lo tiene que leer mi nieto cuando vuelva. Es su ídolo:-) Bss
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