29 junio 2021

No me ocurre nada


Clavo los ojos en el techo con desasosiego. Cada vez soporto menos estas broncas constantes que me llegan por las noches de la habitación de mis padres. Me producen angustia. El espejo de mi cuarto me devuelve la imagen de un niño pálido, asustado. Con las manos me froto las mejillas, pero no consigo enrojecerlas. Soy tan poca cosa. Sigo mirando al techo como si pudiera traspasarlo y atisbar lo que sucede arriba. Con lo que escucho hago mi composición del lugar. Ahora, llevan unos minutos en silencio. 

 Mamá empieza otra vez: «Revolviendo en mi armario he encontrado una caja con las notas que me dejabas cada día. Sueño contigo. Hoy voy a hacerte feliz. Siempre pienso en ti. No sucedió. Lo de hacernos felices no ocurrió. ¿Dónde se nos perdió? Nuestra convivencia se fue encrespando como una gata furiosa. Nunca te has implicado en las rutinas diarias de lo que supone formar una familia. Así, qué pronto envejeció nuestro amor mal amado. Qué pena no decirnos un  te quiero con la misma pasión con la que nos llevamos la contraria. Prefieres que seamos dos extraños bien sincronizados. Cenar juntos, salir con amigos como una pareja más, pero luego, ni mirarnos a los ojos cuando nos hablamos. 

 Solo te he dicho que necesito espacio, retumba la voz grave de papá en el silencio de la noche. 

No me vengas ahora con: ‘Necesito espacio’. Una estupidez como tantas de las tuyas. ¿Por qué no llamas a las cosas por su nombre? ¡Ah!, ya; que vienes de un mundo donde las verdades no se dicen de frente. Esos son los muros invisibles que nos separan, las cosas que nos hemos silenciado. Siempre te impresionó mi franqueza, ¿recuerdas? De hecho fue lo que te enamoró de mí, ¿no? Al menos, eso decías. Claro que a estas alturas, con el arsenal de desilusiones acumuladas a lo largo de los años de convivencia contigo, ya no sé qué pensar» 

 Han vuelto a parar. Pasan los minutos sin que ocurra nada. 
 Como diré yo cuando me pregunte la profesora: ‘’No me ocurre nada’’ 
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24 junio 2021

Celia la aventurera (Cuento)

 Aquella noche, con dos años, fui corriendo a despertar al abuelo. Encendió la lamparita y me vio junto a su cama. No daba crédito. 
 —¿Qué haces aquí, pequeña? ¡Vete a dormir! 
 —Están los Gremlins, y me asustan. 
 —¿Los Guemlis? —El abuelo no pronuncia bien algunas palabras y yo se las enseño. Pero esa noche no tenía tiempo. 
—¡Ya voy! —Se levantó con su pijama de rayas azules y se puso las pantuflas. 
 Cogida de su mano, ya no tenía miedo. El abuelo es mi héroe y los héroes tienen superpoderes. Al llegar a mi cuarto, con su voz grave, les echó una bronca de cuidado.
 —¡Ja, ja, ja! Mira cómo corren —le dije. 
—Estos ya no vuelven —afirmó él. 
—Seguro —contesté feliz. 

 Ahora que soy mayor, cuando me lleva al colegio, me protege mientras voy caminando por encima de la valla. Sabe que me estoy entrenando para volar como una superheroína y hacer aterrizajes dignos del circo en el que él trabajó. El abuelo dice que ser en la vida lo que uno quiere es la base de la felicidad. 
Por eso, hoy estoy castigada en mi habitación. Unos roces en las piernas que no he podido esconder. Estaba tan contenta que perdí la concentración al volver de mi recorrido por las alturas. Mamá me observa por la rendija de la puerta que ha dejado entreabierta. Si le digo la verdad, no me cree. Pues le cuento algunas mentiras y se muestra muy preocupada por mí. 

 La casa donde vivimos forma parte de una urbanización de adosados con tres plantas más desván y altas chimeneas. La siesta, en verano, es un aburrimiento. Así que me dije: «¿Por qué no me doy una vuelta por los tejados?». 
Decidida, subí a la buhardilla. ¡Uf! ¡Cómo olía a cerrado! Con seis años, no era lo bastante alta para llegar al ventano. Arrastré una caja levantando una nube de polvo que me obligó a hacer ¡achís! Coloqué otra encima más pequeña y formé una escalera. De esa manera, logré agarrarme al alféizar, di un impulso y salí por el hueco. Un gato se quedó mirándome sorprendido, no entendía mi presencia por su territorio. Y escuché el parloteo de los gorriones tras la chimenea. Curiosos, hablaban de mí. 

El viento cálido me zarandeó al ponerme en pie. Miré al frente, imaginé una cuerda tensa que llegaba hasta el otro extremo y con el corazón excitado empecé a andar por ella. ¡Yujuuu! Mis pies permanecían suspendidos tanto tiempo que en realidad flotaba. De repente, un chiquillo como de seis años, me contemplaba incrédulo con la frente pegada al cristal de su ventana. Levanté la mano para saludarlo y sus ojos azules brillaron un momento, pero enseguida, me dio la espalda con un gesto hosco de no querer nada conmigo. 
¡Vaya con el niño! ¡Rubicundo, pecoso y gordinflón! Me acerqué y di unos golpes con los nudillos en el vidrio. Abrió la ventana enfadado. 
 —Este tejado es mío. 
 —Los tejados son de quien los pisa, como las calles. Si sales aquí será tan tuyo como mío. 
 —Yo no puedo salir porque mis padres no me dejan. 
 —Puedes salir un poquito y luego entrar, seguro que ellos ni se enteran —le reté pizpireta. 
 Con los brazos caídos y los puños apretados, se resistía. Sin embargo, ante mi sonrisa picarona, cedió. Me invitó a pasar. 
 —¡Sin hacer ruido! —me avisó colorado como un tomate a la vez que miraba de reojo la puerta. 
Con las mejillas arreboladas por el calor, de un salto, caí en aquel sobrado que era bastante serio. En la mesa de estudio, aguardaban, con una capa de polvo, unos tomos que le había regalado su padre. A él no le gustaban aquellos libros. No le llevaban a mundos mágicos y permanecían cerrados, silenciosos. Me dijo que todas las tardes de verano las tenía que pasar allí porque su madre tenía jaquecas si oía algún ruido. 
 ¡Pobre chico! Qué solo estaba subido en aquella mesa para ver un trozo de cielo azul. 
 
—Yo creo que puedes hacer cosas divertidas sin enfadar a tu mamá. Si coloreas las paredes, por arte de magia, se convertirá en un lugar especial para ti. 
—¿Las paredes? No, eso no —contestó sobresaltado. 
—Entonces, pinta en láminas y luego las pones donde quieras. 
—Eso sería guay, ¿sabes? Me encanta dibujar. 
—¡Te has reído! Oye,  me llamo Celia. ¿Y tú? 
—Yo, Javier. Pero si vamos a ser amigos, puedes llamarme Javi. 

 Dibujamos un bosque de pinos, el sol y un camino. También, una casa rural con lilas perfumadas, la dueña y animales de corral. Y el molino al lado del arroyo, con peces de colores. 
 Javi me dijo que tenía la sensación de correr entre los pinos que habíamos pintado, al aire libre. En esos momentos sonreía feliz. Y añadió: 
 —Celia, tú tienes un superpoder. ¡Qué cosa tan valiente has hecho para llegar hasta aquí! Tus brazos se batían impulsando al viento y flotabas como una cometa de colores entre los tejados y el cielo azul. 
 —El verdadero superpoder —le dije que me lo había enseñado el abuelo— es cerrar los ojos y concentrarse en el momento en el que te has sentido feliz. Qué ves en ese sitio, a qué huele, con quién estás. Siempre que estés triste puedes ir allí y te sentirás bien. 
 —¡Lo he visto! ¡Está aquí! —exclamó entusiasmado. 
 Volvió a cerrar los ojos porque deseaba que la fragancia que había en su buhardilla en ese momento permaneciera para siempre. 

© María Pilar

La capa es de Ester. Ingeniosa, ¿verdad? Visitad su blog: Autodidactaos encantará.

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21 junio 2021

Acrofobia

Salíamos de Poncebos con destino a Caín. Una ruta a pie de unos doce Kilómetros con una riqueza paisajística impresionante. La verdad es que la dificultad de la ruta era baja. Bastaba caminar por la estrecha senda tallada literalmente en la roca de la montaña que atraviesa el desfiladero, sin desviarse un paso a la izquierda, porque entonces, sí, puede ocurrir el desastre. 

Allá en el fondo, se oía el rumor del río. Mi pareja abría la marcha. Yo me fui quedando rezagada paulatinamente. Apenas podía caminar. Hasta llegar a aquella situación. Sin que pudiera enfrentarme a ello. 

Al empezar la subida, el monstruo del precipicio se instaló en mi cabeza antes de que mis ojos lo afrontaran. Despiadado se burlaba de mí, y la angustia iba en aumento. La pelea que se daba en mi mente cortó por lo sano las maravillas del paisaje exterior. Un sudor frío me envolvía y estaba a punto de llorar, por impotencia, ante aquella situación extrema. Ese día comprendí que la naturaleza tiene muchas artimañas para convencerte de lo ínfima que eres. Se silenció. En medio de aquella quietud extraña entré en una crisis de pánico. No podía respirar. Me surgían extraños pensamientos. Y el temor a la muerte se apoderó de mí. Tan solo oía la voz de mi cerebro: «Te vas a caer». Sabía cuánto me llamaba la muerte, podía sentirla. Un gemido cortó el aire, había salido de mi garganta. Agazapada contra la roca, lloraba lastimosa mi final. 

Al ver que no seguía, mi pareja regresó a mi lado. Su paciencia se vio recompensada, al fin, cuando con la angustia reflejada en mi cara, pude decirle: «el precipicio me tiene atrapada». 

Acrofobia —dijo. —Quién cree que se va a caer al vacío, termina cayéndose. 

Ya no hubo más conversación. La dificultad de mi situación no permitía tales lujos. ¡Cómo agradecí su silencio! Estaba doblada, agarrada a las lascas de la roca en la que se había abierto la senda. Mis manos sangraban. Toda entera temblaba. Y mi mirada aterrada debió asustarle. Recuerdo el miedo reflejado en sus ojos. Avisó al grupo para decirle que nosotros no seguíamos. Me cogió por la cintura y me sacó de aquel infierno. 

20 junio 2021

Parejas desparejadas

Qué solo me he quedado. Acostumbrado a hacerlo todo en pareja, qué va a ser de mí. Aquí, en este rincón, olvidado, me cuesta recordar el olor a tierra y a vida. Mi respiración agitada ya no lo percibe. Paso los días amodorrados entre estas cuatro paredes con las que choco de vez en cuando. Los otros, al verme compungido, creen que soy tonto o se mueren de la risa. Vivo atormentado con el temor de que algo malo me suceda y nadie se dé cuenta. 

 Hace unos días, lo vi. Un sentimiento de alivio profundo se apoderó de mí. De cuando en cuando, me miraba para asegurarse de que yo seguía allí, y sonreía levemente. Tenía necesidad de él. Lo raro era que él también tenía necesidad de mí; pero ninguno de los dos nos atrevíamos a dar el paso. Y el tiempo pasaba. A veces me acompañaba una cierta tristeza porque si nos dispersábamos no nos volveríamos a ver. Fue cuando escuché una sonrisita a mi lado. 

 —¿Quieres ser mi pareja? —Me susurró un tanto tímido. Y sus nubes azules acariciaron, con infinita ternura, mis rayas rojas. 
¡Qué experiencia más hermosa vivimos! Una explosión de color y fantasía. 

Es verdad que se oyeron críticas de algunos compañeros. Tan serios y formales, con sus colores oscuros, querían seguir bailando la pavana como en la época de sus tatarabuelos.
Nuestro ritmo era otro. Mucho más moderno. Dos calcetines desparejados que marcaban tendencia.

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