Aquella noche, con dos años, fui corriendo a despertar al abuelo. Encendió la lamparita y me vio junto a su cama. No daba crédito.
—¿Qué haces aquí, pequeña? ¡Vete a dormir!
—Están los Gremlins, y me asustan.
—¿Los Guemlis? —El abuelo no pronuncia bien algunas palabras y yo se las enseño. Pero esa noche no tenía tiempo.
—¡Ya voy! —Se levantó con su pijama de rayas azules y se puso las pantuflas.
Cogida de su mano, ya no tenía miedo. El abuelo es mi héroe y los héroes tienen superpoderes. Al llegar a mi cuarto, con su voz grave, les echó una bronca de cuidado.
—¡Ja, ja, ja! Mira cómo corren —le dije.
—Estos ya no vuelven —afirmó él.
—Seguro —contesté feliz.
Ahora que soy mayor, cuando me lleva al colegio, me protege mientras voy caminando por encima de la valla. Sabe que me estoy entrenando para volar como una superheroína y hacer aterrizajes dignos del circo en el que él trabajó. El abuelo dice que ser en la vida lo que uno quiere es la base de la felicidad.
Por eso, hoy estoy castigada en mi habitación. Unos roces en las piernas que no he podido esconder. Estaba tan contenta que perdí la concentración al volver de mi recorrido por las alturas. Mamá me observa por la rendija de la puerta que ha dejado entreabierta. Si le digo la verdad, no me cree. Pues le cuento algunas mentiras y se muestra muy preocupada por mí.
La casa donde vivimos forma parte de una urbanización de adosados con tres plantas más desván y altas chimeneas. La siesta, en verano, es un aburrimiento. Así que me dije: «¿Por qué no me doy una vuelta por los tejados?».
Decidida, subí a la buhardilla. ¡Uf! ¡Cómo olía a cerrado! Con seis años, no era lo bastante alta para llegar al ventano. Arrastré una caja levantando una nube de polvo que me obligó a hacer ¡achís! Coloqué otra encima más pequeña y formé una escalera. De esa manera, logré agarrarme al alféizar, di un impulso y salí por el hueco.
Un gato se quedó mirándome sorprendido, no entendía mi presencia por su territorio. Y escuché el parloteo de los gorriones tras la chimenea. Curiosos, hablaban de mí.
El viento cálido me zarandeó al ponerme en pie. Miré al frente, imaginé una cuerda tensa que llegaba hasta el otro extremo y con el corazón excitado empecé a andar por ella. ¡Yujuuu! Mis pies permanecían suspendidos tanto tiempo que en realidad flotaba.
De repente, un chiquillo como de seis años, me contemplaba incrédulo con la frente pegada al cristal de su ventana. Levanté la mano para saludarlo y sus ojos azules brillaron un momento, pero enseguida, me dio la espalda con un gesto hosco de no querer nada conmigo.
¡Vaya con el niño! ¡Rubicundo, pecoso y gordinflón! Me acerqué y di unos golpes con los nudillos en el vidrio. Abrió la ventana enfadado.
—Este tejado es mío.
—Los tejados son de quien los pisa, como las calles. Si sales aquí será tan tuyo como mío.
—Yo no puedo salir porque mis padres no me dejan.
—Puedes salir un poquito y luego entrar, seguro que ellos ni se enteran —le reté pizpireta.
Con los brazos caídos y los puños apretados, se resistía. Sin embargo, ante mi sonrisa picarona, cedió. Me invitó a pasar.
—¡Sin hacer ruido! —me avisó colorado como un tomate a la vez que miraba de reojo la puerta.
Con las mejillas arreboladas por el calor, de un salto, caí en aquel sobrado que era bastante serio. En la mesa de estudio, aguardaban, con una capa de polvo, unos tomos que le había regalado su padre. A él no le gustaban aquellos libros. No le llevaban a mundos mágicos y permanecían cerrados, silenciosos. Me dijo que todas las tardes de verano las tenía que pasar allí porque su madre tenía jaquecas si oía algún ruido.
¡Pobre chico! Qué solo estaba subido en aquella mesa para ver un trozo de cielo azul.
—Yo creo que puedes hacer cosas divertidas sin enfadar a tu mamá. Si coloreas las paredes, por arte de magia, se convertirá en un lugar especial para ti.
—¿Las paredes? No, eso no —contestó sobresaltado.
—Entonces, pinta en láminas y luego las pones donde quieras.
—Eso sería guay, ¿sabes? Me encanta dibujar.
—¡Te has reído! Oye, me llamo Celia. ¿Y tú?
—Yo, Javier. Pero si vamos a ser amigos, puedes llamarme Javi.
Dibujamos un bosque de pinos, el sol y un camino. También, una casa rural con lilas perfumadas, la dueña y animales de corral. Y el molino al lado del arroyo, con peces de colores.
Javi me dijo que tenía la sensación de correr entre los pinos que habíamos pintado, al aire libre. En esos momentos sonreía feliz. Y añadió:
—Celia, tú tienes un superpoder. ¡Qué cosa tan valiente has hecho para llegar hasta aquí! Tus brazos se batían impulsando al viento y flotabas como una cometa de colores entre los tejados y el cielo azul.
—El verdadero superpoder —le dije que me lo había enseñado el abuelo— es cerrar los ojos y concentrarse en el momento en el que te has sentido feliz. Qué ves en ese sitio, a qué huele, con quién estás. Siempre que estés triste puedes ir allí y te sentirás bien.
—¡Lo he visto! ¡Está aquí! —exclamó entusiasmado.
Volvió a cerrar los ojos porque deseaba que la fragancia que había en su buhardilla en ese momento permaneciera para siempre.
© María Pilar

La capa es de Ester. Ingeniosa, ¿verdad? Visitad su blog: Autodidacta, os encantará.