26 enero 2013

Volver a nacer

Wassily Kandinsky
La noticia le produjo una gran inquietud y le lanzó a una actividad frenética. Era su manera de espantar los fantasmas que se aprovechan de hechos semejantes para hundirnos en el pasado y sacarnos las emociones de las entrañas. Llamó al hospital pidiendo información:
—¿Quién es usted? ¿Es familiar?
Colgó.
Se hizo el silencio.
La nostalgia fue colándose como sólo ella sabe hacerlo. Dejó lágrimas en la almohada.
Se enteró por una nota de prensa que había salvado la vida de milagro, que el cuchillo no le había llegado al corazón por muy poco, que había requerido cirugía mayor y que tras el proceso de hospitalización necesitaría un tiempo de recuperación.
Quería verlo, tenía que verlo.
Un día, consiguió burlar la vigilancia urgencias, y se alejó por el pasillo pisando firme, la sostenía una mente llena de recuerdos. Llegó a la planta en la que estaba ingresado.Lo encontró postrado en una cama de hospital, entubado y con respiración asistida. Con la poca luz de la habitación resplandecía su rostro de cera. Tuvo que contener el frío aliento del desconsuelo y no acercarse para tocarlo. El resto quedaba en penumbra, como en penumbra estaba aquella mujer con su juventud, su larga melena y su belleza a pesar de las ojeras y el cansancio manifiesto en su rostro. Apartó de ella la mirada para fijarse en la foto de la mesita. Allí se les veía guapos, jóvenes y resplandecientes; con aquel bebé en sus brazos proclamaban al mundo su felicidad.
En ese momento la joven supo de su presencia.
—¿Desea algo?
—Perdón, me he equivocado de habitación.
Se fue con su solitaria sombra, pero sabiendo que, por esta vez, la dama de la guadaña no se había salido con la suya.
© María Pilar

18 enero 2013

Víctimas y verdugos

El agresor actuó con astucia y rapidez. No exigió más dinero que los 350 € que en ese momento tenía la víctima en la mano sabedor que, según las leyes de este país, eso no es más que una falta y para llegar a delito tiene que superar los 400 €. 
Su historial delictivo presentaba numerosas retenciones policiales para quedar en libertad muy pronto por orden judicial; aparte, contaba con otros delitos por los que había pasado temporadas en la cárcel. 
Con el uso del cuchillo intentó cubrirse las espaldas. El tipo era muy alto, fuerte y era evidente que presentaba buena musculatura. En una pelea cuerpo a cuerpo no tenía nada que hacer. Silenciarlo de por vida le pareció lo mejor. Por eso el apuñalamiento había sido certero, con fuerza, profundo, entre las costillas para llegar directo al corazón.
A primera hora de la tarde les llegó el aviso a los de la UVI móvil: “Una hemorragia grave, no tiene buena pinta”. 

El conductor experimentado sabe que en esos momentos ganar segundos al tráfico es crucial. Por suerte varios miles de coches han abandonado la ciudad para pasar el fin de semana fuera. En muy poco tiempo la UVI móvil llega al lugar donde está desplomado el científico apuñalado. Varias personas silenciosas observan el cuerpo inerte de la víctima. 
La policía empieza a despejar la zona. 
Los especialistas sanitarios actúan con la rapidez propia de su profesionalidad, dos llevan una camilla y material de urgencias, mientras otro se adelanta, posa sus dedos sobre el cuello del paciente y mira a sus compañeros haciéndoles un gesto afirmativo de que presenta signos vitales. Con perfecta coordinación empiezan las maniobras de resucitación aplicando tratamiento de cuidados intensivos ya camino de un importante hospital de la ciudad.
Un niño de 8 años de pelo castaño y piel transparente, inquieto y nervioso, no hace más que mirar por la ventana. En una de estas, lo vio venir corriendo y pararse en frente del edificio. El atracador hizo visera con la mano para evitar los rayos del sol y poder mirar hacia arriba en dirección de aquella ventana. 

El niño se quedó petrificado, se le tragó la voz y se meó en los pantalones. Al ver el charco que había dejado en el suelo, pudo reaccionar y corrió al teléfono para marcar el número que le habían dejado.
—No es posible, te has equivocado chaval, está en la cárcel.
Al tener la respuesta de la cárcel, el jefe de policía mandó un coche patrulla a la zona y por allí lo encontraron merodeando. 

Lo agarraron porque tenía una orden de alejamiento por ser padre maltratador. Al cachearlo en la comisaría, le encontraron 300 € que no pudo justificar más una mancha de sangre en la manga de la chaqueta sin tener ninguna herida.
© María Pilar

11 enero 2013

Atraco en la ciudad

Al encuentro en el tren le siguió un flirteo durante algún tiempo. Tuvo sus cotas de romanticismo, pero en esos momentos ninguno de los dos estaba dispuesto a asumir las renuncias que un mayor compromiso les exigía. Sus vidas profesionales transcurrían en paralelo y tenían que hacer encajes de bolillos para que coincidieran sus respectivas agendas.Los encuentros esporádicos siempre fueron en su casa de soltero ambientada con un aire de transitoriedad propio del que está de paso. Decía, medio en broma, que si una vez entraba en la de Celia no iba a poder escapar.
Para ella siempre fue su chico del tren, que era donde se habían conocido. Tras las últimas decepciones intentaba no comprometerse para no sufrir cuando llegara el relevo. Si una casualidad había hecho posible el encuentro otra podría provocar el distanciamiento. No había lugar a preguntas, la vida real de cada cual se quedaba esperando como un despojo con la ropa que se quitaban y al vestirse la volvían a recuperar. Lo que hubo en ese paréntesis, que fue intenso y maravilloso, sólo entre ellos quedó. Nadie dejó a nadie, la situación tan provisional fue languideciendo hasta que acabó en un hasta pronto. Nunca más se volvieron a ver.

Un día, al abrir las páginas de un periódico, Celia se lo encontró. La foto era de archivo —del carné de identidad o de alguna otra documentación— y pertenecía a la época en la que lo conoció. No pudo dejarse llevar por los recuerdos que le traía porque las letras del titular se interponían a sus pensamientos: «Importante investigador atracado y acuchillado en un cajero de la ciudad».

Era un largo fin de semana primaveral. La operación salida, con su correspondiente atasco, había tenido lugar el día anterior. El sábado se respiraba tranquilidad y hasta una brisa suave colaboraba deshaciendo la capa de contaminación que como una lapa se posa por encima de la ciudad. Él saldría el sábado para ir más tranquilo. Se despojó de su piel de trabajo —traje, corbata y zapatos de vestir— y se puso ropa deportiva. Estaba más cómodo a la vez que le daba un aspecto joven y atlético. Fue al cajero más cercano para llevar algo de dinero en efectivo. Allí creía estar solo hasta que una voz insolente le habló pegada a su espalda.
—Pero, ¡qué pasa! ¿No funciona o qué?
—Sí, sí. Ya está —le contestó él a la par que cogía el dinero de la máquina.
Todo fue tan rápido. Al darse la vuelta sintió un fuerte golpe en el pecho y en un pispás le usurparon el dinero que tenía en la mano. Vio salir corriendo a un hombre esmirriado, de unos 50 años, con guedejas a pesar de la calvicie manifiesta, aspecto descuidado y lo más curioso, por primera vez observó el cuchillo que llevaba en la mano derecha. Chorreaba sangre e intentaba ocultarlo en la manga de la chaqueta.

En ese momento sintió la humedad que le dejaba un cerco en el niqui azul. Se estremeció. Cuando sus dedos palparon el orificio, la sangre fluía de manera profusa. La herida era considerable. El implacable asaltante había golpeado con pericia y la puñalada había penetrado directa al corazón. Apretó con fuerza el agujero para poder detener la hemorragia y evitar desangrarse. Con la otra mano temblorosa logró sacar el móvil del bolsillo del pantalón, pero la vista se le nublaba, no podía marcar los números. Quiso pedir ayuda, que pasara un coche por allí, que alguien hubiera visto lo ocurrido. Nadie. Aquella zona residencial del barrio de Moratalaz era la estampa del vacío cómplice de la época de vacaciones.

Se sintió desamparado.
Pensó en su mujer que a esa hora estaría cerrando la maleta preparada para viajar. Y en su hijo de apenas unos años que lo esperaría impaciente, nervioso por salir de la ciudad.

Con temblores en todo el cuerpo, sintiendo que la vida se le escapaba de las manos anduvo unos metros que se le hicieron eternos. Al llegar a la calle principal dio su móvil a la primera persona que encontró para que llamara al 112. Y se desplomó en la acera lo que permitió a la sangre derramarse a borbotones.
© María Pilar