26 abril 2013

El día después de la tragedia

Pasada la tormenta, el mundo se silenció y llegó la calma, una calma siniestra que la luna de agosto iluminó reflejándose en la tumba de las aguas.
Las primeras luces del alba empezaron a dibujar formas en la penumbra. Súbitamente aparecía algo o alguien conocido que encogía el corazón de los vivos y era rápidamente engullido y arrastrado. 

Fatigados y exhaustos, atenazados por el rugir de la hecatombe y con los gritos que les perseguirían de por vida, rompieron las sombras y en silencio afrontaron los escombros, sin más medios que la fuerza de voluntad de que está dotada la naturaleza humana para sobrevivir. 
Entre los troncos, los derrumbes y el lodo, se encontraban con la cara de la amargura, la desesperación y la muerte. 
El arroyo, que se resistía a volver a su cauce, seguía recibiendo a su paso riachuelos que rodaban de forma tortuosa por las calles empinadas. 
Ese estrepitoso ruido del agua producto de su furia tremebunda, era lo único que se oía en aquel valle: los pájaros dejaron de trinar en los árboles, las palomas de arrullarse y se silenciaron las esquilas de los rebaños de ovejas. El silencio se convirtió en sombras de esperanzas perdidas e ilusiones muertas.
Entumecidos por la humedad y el frío de la noche, los miembros que quedaban de la familia fueron bajando del tejado para encontrarse con la ciénaga en la que se había convertido la parte baja de su casa. 

Con la luz pálida del amanecer todo ofrecía un aspecto lúgubre. Las goteras chorreaban y se filtraban por doquier. En la bodega el excelente vino se había echado a perder y en la despensa los alimentos almacenados flotaban entre cadáveres de ratas y cucarachas. Los olores eran nauseabundos. En las cuadras el recio alazán del abuelo los miraba con la boca abierta del último relincho que lo ahorcó con su propia correa y en los corrales gallinas, patos, conejos y cerdos bailaban en el agua de manera grotesca.
Lentamente el sol fue acercándose a aquel pueblo abandonado a su suerte para mostrar que no había aves en el corral ni cerdos gruñendo en la porquería ni trigo en las eras. Los niños lloraban en silencio, seguía el calendario para las mujeres preñadas y todos supieron lo que era la necesidad y el hambre.
© María Pilar

21 abril 2013

En el patio de vecinos

He parado el reloj
Son las siete menos cinco
Las siete menos cinco
Detenidas, congeladas
Un minuto, una eternidad.

Un piso por debajo
Su eco sigue sonando
Las horas, las medias, los cuartos...

Eso es lo que ha escrito mi dueña, pero si pudiera escribir mi historia os diría que me trajeron de Suiza. Soy pequeño y cantarín, mi casa es de madera de caoba y fue trabajada por un famoso ebanista, su nombre luce en letras negras en mi esfera. Mi dueña me desembaló con mucho cuidado y me colocó en una columna al lado del luminoso mirador, el sitio ideal, manifestó, porque así presidía todo el salón. “Esta vez te has pasado”, le dijo con una radiante sonrisa a mi comprador. 

Así comenzó mi eterna andadura con una exactitud propia de mi condición suiza. El golpeo de mi maquinaria es sutil y armonioso. Hipnotizados se quedan todos mirándome al escuchar mis embaucadores trinos con los que doy salida a los latidos de mi corazón. La que más, mi dueña; hay que notar la suavidad de sus dedos cuando me acaricia, aunque ella dice que me está quitando el polvo.
Cuando entreabrió la puerta cuyo timbre no paraba de sonar, la vecina cotilla del bajo se coló hasta el salón .
—Pero ¿qué pasa? Te veo muy nerviosa —le dice mi dueña.
—¡Verás! Es que como no viniste a la reunión de vecinos, pues hablé yo por ti bla, bla, bla,… siguió desgranando rumores y habladurías.
El efecto cascada de su voz en los oídos me dejaba imperturbable, pero no me pasaron desapercibidas sus miradas envidiosas y sus ojeadas asesinas. 

Se me descubrió cuando empezó a actuar como una moscona fisgoneando hasta mis interioridades. Me elogiaba y aparentaba interesarse por mí y mi dueña vanidosa se dejó calentar el oído y le respondió a todo con la simpatía que le caracteriza sin percatarse de sus verdaderas intenciones.
Pronto, el sonido carraspeño de un impostor se hizo notar por todo el edificio, acompañado de un carillón que marcaba la melodía “ave, ave, ave María…” a los cuartos, las medias y las enteras. Con su peso y envergadura, no pudo seguirme y pasó a hacerme el eco retrasándose unos minutos cada día; lo que convirtió el edificio en una torre de babel: día y noche se oían campanadas, pero nunca sabían qué hora era. Esta situación desató la alarma de dimes y diretes por todo el vecindario.
Otro vecino llamó a la puerta, quedo y silencioso habló con mi dueña. No pillé ni una sola palabra, pero en cuanto se fue, ella se acercó a mí y me asfixió.
Mi eco sigue sonando en el bajo con su desbarajuste enloquecido.
© María Pilar

10 abril 2013

La guerra de las bacterias

"En el día de hoy, cautivo y desarmado ha quedado nuestro ejército familiar"
La batalla ha sido una confrontación sin igual, hemos luchado cuerpo a cuerpo, al final hemos sido vencidos y el pequeño ejército familiar ha quedado destrozado.
Cuando nos llegó la primera avanzadilla, la obligamos a retirarse con cajas destempladas, aquí no tenía cabida y la derrotamos con contundencia. Entre los virus se extendió la alarma, nos habíamos atrevido a ridiculizar a sus hermanos y la respuesta no se hizo esperar: todos los virus del mundo se aliaron para demostrar que quien ríe el último ríe mejor.
Empezó la venganza.
Negociaron con las bacterias el prepararles el terreno y una vez que lo tuvieran, para ellas sería coser y cantar. Parece que algún virus se quedó dentro de nuestra casa en estado latente y cuando llegó el gran cuerpo de batalla, le abrió la puerta a traición, como el de Troya. Se nos coló, por el flanco más débil —la pequeña de la familia— un ejército formado por millones de elementos todos muy bien equipados que nos dejó muy tocados, pero no hundidos. Nos demostraron que son grandes estrategas y saben golpear al adversario allá donde más le duele.
En el fragor de la batalla, un nuevo traidor inesperado hizo coalición con el enemigo: el tiempo. En Vitoria cayeron las temperaturas y cuando nos creíamos envueltos en una preciosa primavera, amanecimos cubiertos con una capa de nieve de entre 5 y 15 cm. Los virus se quedaron al calor del hogar y siguieron engordando a nuestra costa. Como en la Invencible, aquí también el tiempo jugaba en campo contrario.
Aprovechándose de la situación llegó el ejército bacteriano que nos arrasó. Las bacterias entraron a tropel y empezaron a celebrar su orgía. Astutas ellas, conocen las armas de destrucción masiva con las que contamos: los antibióticos, y nos hacen cuchufletas.
La abuela del pueblo inundó la casa de nueva energía. Su sola presencia nos hizo cambiar la concepción del mundo de trincheras que teníamos. Con sus ojos claros de mirada viva nos pasó revista y con humor campechano ridiculizó nuestro abuso de medicina. Se encerró en la cocina y de su enorme bolso, en el que cabían todas las plantas del bosque etiquetadas en bolsitas, extrajo las que necesitaba. Con amor nos preparó un té con jengibre, una pizca de canela, limón y miel. Estaba delicioso. Mientras lo saboreábamos se puso a destilar eucalipto en un pequeño alambique de cobre en el que volcaba sus conocimientos. Tras el proceso de destilación, extrajo el aceite en un pequeño frasquito. Disfrutaba al aplicar su sabiduría transmitida de generación en generación. Éramos los primeros que habíamos roto la cadena y nos habíamos reído de sus remedios que considerábamos obsoletos. Inspirar el vapor de unas gotas de la esencia obtenida fue mano de santo. Nos hicimos los enfermos algo más de la cuenta para contar con su calor, sus manos que nos arropaban y sus ricas comidas. Aromatizó la casa con esencia de eucalipto. Era un alivio poder respirar.
© María Pilar