11 mayo 2018

El afinador de pianos -microrrelato-

La tienda de pianos estaba enfrente de nuestra casa y por extraño que parezca era uno de los lugares más silenciosos del barrio. La campanilla de la puerta sonó cuando entramos mi madre y yo. El dueño, señor Carrión, con su sempiterno guardapolvo negro sin abotonar a causa de su obesidad, se apresuró a dejar unas partituras y levantó la mirada para fijar sus ojos en nosotras por encima de las gafas. De toda la vida vecinos, nunca habíamos entrado en contacto hasta ese día que mi madre le alquiló mi primer piano. Y salí convertida en empleada por horas. El señor Carrión necesitaba una chica y yo dinero para mis gastos.
El negocio podía ir mucho mejor, pero no hacía nada para modernizarlo. Una cortina corrida separaba en dos el espacio: en un lado, el mostrador y el rincón donde exhibía algún piano; y en el otro, el desordenado almacén con una escalera que subía a la vivienda. Pronto entendí por qué me había contratado: padecía temblores en las manos y poco a poco ocupé su lugar como afinadora de pianos.
A veces, el señor Carrión hablaba algo más de lo normal con gente de su generación. De esas conversaciones supe que su hijo era un importante director de orquesta en Alemania. "Cómo había cambiado", me dije. Con el pánico que tenía de niño a actuar en público. Coincidimos en el conservatorio los primeros años, después se fue a estudiar fuera. Al principio venía de vez en cuando; más tarde, dejó de hacerlo.
Un día que llovía, volví por el paraguas que me había olvidado y vi a un joven desaliñado ante el piano. Con los ojos cerrados y el leve movimiento de su cuerpo, simulaba seguir el ritmo de la melodía que sus manos interpretaban sin llegar a tocar el teclado. Por suerte no traspasé el marco de la puerta y la campana no sonó.
¡Era Raúl, el hijo del señor Carrión! Completamente calvo, demacrado, con zapatillas de casa... No me cabía la menor duda, era él, cargado de hombros y con las marcas indelebles que el acné de la adolescencia le había dejado en la cara. Tenía que haber bajado de la vivienda en cuanto yo había salido. Tal vez había estado esperando tras la cortina del almacén a que me fuera. Me evitaba. Evitaba encontrarse con la gente y su padre lo protegía inventándose la historia de Alemania. Cerré la puerta con cuidado para no hacer el menor ruido, me di la vuelta y atravesé la calle bajo la lluvia.

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06 mayo 2018

Día de la madre

Anoche me preguntaste: «¿Qué es la felicidad, mamá?» Con esa pregunta avivaste en mí recuerdos imposibles de olvidar.
Mira, hija, también yo fui adolescente un día y también, como tú, lo cuestionaba todo. ¿Cómo encontrar la felicidad en un mundo tan injusto? A pesar de todo la perseguía, pero como una mariposa difícil de atrapar se posaba en algún lugar inalcanzable para mí. Por eso ahora te insisto tanto que la felicidad no es una meta, que es una opción de vida, una manera de andar por el mundo que nos ayuda a dar sentido a lo que nos ocurre y a disfrutar de las pequeñas cosas.
Solo a veces experimentamos lo que es tocar la felicidad con los dedos y para mí, el primer encuentro contigo fue uno de esos momentos mágicos.
Nunca olvidaré el instante en el que te vi, más bien, en el que oí tu corazón por primera vez. Tenías tan solo cinco semanas. Eras tan diminuta que parecía imposible verte con los ojos, pero ahí estaba latiendo rapidísimo, una luz enérgica que parpadeaba en el centro de la ecografía; me encandiló. Entre sístoles y diástoles oía tu voz que me llamaba: mamá, mamá. Y toda esa ternura que brotó de pronto me inundó los ojos de lágrimas. Te aferrabas a mí con unas ganas locas por vivir y yo me aferré a ti. Sí, me aferré a ti porque en tu pequeñez descubrí emocionada la fuerza necesaria para adaptarme a la nueva vida. Y allí se selló esta unión entre las dos, el nexo más fuerte que puede darse entre los seres humanos y que dura de por vida.
Al salir de la consulta me sentía ingrávida, como flotando. Aún estaba envuelta en la experiencia que acababa de vivir cuando la mirada temblorosa de tu padre se encontró con el brillo especial de la mía. No necesité decirle nada. Lo leyó en mi cara radiante de felicidad. Sin tiempo para recuperar el aliento, sus brazos me atrajeron y nos fundimos en un inmenso abrazo. Fue el primer abrazo que nos dábamos conscientes los tres.
Y sonreímos de felicidad por y para ti.

¡Feliz día de la madre!
© María Pilar
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03 mayo 2018

En manos del destino

Hoy hace un año me dejaron tetrapléjico en esta cama del hospital de Toledo.
Había llamado a la mejor amiga de mi mujer:
—Hola, Isabel, ¿puede ponerse Blanca?
—¿Blanca? ¿Pasa algo?
—No, nada. Quería ponerme la americana gris marengo y tal vez la ha llevado a la tintorería. Como me dijo que iba a pasar la noche contigo… por lo de tu madre. A propósito, ¿qué tal está?
—Mi madre…, ya sabes…, achaques de la edad. Bueno…, Blanca se ha quedado dormida. Estaba muy cansada. En cuanto se despierte le digo que has llamado.
Era noche de sábado. Salí a tomarme una copa.
Caminaba entre el tumulto por las estrechas calles del Casco Viejo de mi ciudad cuando creí reconocer a mi mujer en una de las parejas que se hacían arrumacos. Me apresuré, pero le perdí la pista entre la aglomeración de gente que inunda esas calles los fines de semana. «Cosas de la imaginación», me dije.
De regreso a casa, en la solitaria zona del ensanche donde había dejado mi automóvil aparcado, aceleré el paso porque había notado que alguien me seguía. Cambié de acera, mi sombra hizo lo mismo. En el momento que intentaba abrir la puerta del coche, un fuerte golpe en la cabeza con un objeto contundente me hizo caer desplomado en la calzada. Allí tirado sentí que la cabeza me estallaba, todo me daba vueltas y la sangre se abría paso por mi cara. Percibí una bocanada de olor a pescado podrido de los contenedores cercanos. Unos pasos rompieron el silencio antes de detenerse sobre mí. Alguien hurgaba en el bolsillo interior de mi americana y se llevaba la cartera con mi dinero y la documentación. En vez de seguir en el suelo como me pedía el cuerpo, hice un esfuerzo sobrehumano por levantarme para enfrentarme al tipo que me estaba atracando. Aturdido intenté que mi vista se adaptara a la penumbra en la que estaba sumergida aquella parte de la ciudad a consecuencia de la la poca iluminación por la crisis económica y, atónito, me encontré con los ojos de mi amigo y compañero de trabajo. De pie frente a mí, me miraba con la expresión de un odio feroz cuando siempre me había halagado por el éxito que había alcanzado en la vida. Fue la voz de mi mujer la que, a sus espaldas, protegida por la oscuridad, dijo: «Ramiro, te ha conocido».
—Espera que será la última cara que vea en su vida.
© María Pilar