La tienda de pianos estaba enfrente de nuestra casa y por extraño que parezca era uno de los lugares más silenciosos del barrio. La campanilla de la puerta sonó cuando entramos mi madre y yo. El dueño, señor Carrión, con su sempiterno guardapolvo negro sin abotonar a causa de su obesidad, se apresuró a dejar unas partituras y levantó la mirada para fijar sus ojos en nosotras por encima de las gafas. De toda la vida vecinos, nunca habíamos entrado en contacto hasta ese día que mi madre le alquiló mi primer piano. Y salí convertida en empleada por horas. El señor Carrión necesitaba una chica y yo dinero para mis gastos.
El negocio podía ir mucho mejor, pero no hacía nada para modernizarlo. Una cortina corrida separaba en dos el espacio: en un lado, el mostrador y el rincón donde exhibía algún piano; y en el otro, el desordenado almacén con una escalera que subía a la vivienda. Pronto entendí por qué me había contratado: padecía temblores en las manos y poco a poco ocupé su lugar como afinadora de pianos.
A veces, el señor Carrión hablaba algo más de lo normal con gente de su generación. De esas conversaciones supe que su hijo era un importante director de orquesta en Alemania. "Cómo había cambiado", me dije. Con el pánico que tenía de niño a actuar en público. Coincidimos en el conservatorio los primeros años, después se fue a estudiar fuera. Al principio venía de vez en cuando; más tarde, dejó de hacerlo.
Un día que llovía, volví por el paraguas que me había olvidado y vi a un joven desaliñado ante el piano. Con los ojos cerrados y el leve movimiento de su cuerpo, simulaba seguir el ritmo de la melodía que sus manos interpretaban sin llegar a tocar el teclado. Por suerte no traspasé el marco de la puerta y la campana no sonó.
¡Era Raúl, el hijo del señor Carrión! Completamente calvo, demacrado, con zapatillas de casa... No me cabía la menor duda, era él, cargado de hombros y con las marcas indelebles que el acné de la adolescencia le había dejado en la cara. Tenía que haber bajado de la vivienda en cuanto yo había salido. Tal vez había estado esperando tras la cortina del almacén a que me fuera. Me evitaba. Evitaba encontrarse con la gente y su padre lo protegía inventándose la historia de Alemania. Cerré la puerta con cuidado para no hacer el menor ruido, me di la vuelta y atravesé la calle bajo la lluvia.
El negocio podía ir mucho mejor, pero no hacía nada para modernizarlo. Una cortina corrida separaba en dos el espacio: en un lado, el mostrador y el rincón donde exhibía algún piano; y en el otro, el desordenado almacén con una escalera que subía a la vivienda. Pronto entendí por qué me había contratado: padecía temblores en las manos y poco a poco ocupé su lugar como afinadora de pianos.
A veces, el señor Carrión hablaba algo más de lo normal con gente de su generación. De esas conversaciones supe que su hijo era un importante director de orquesta en Alemania. "Cómo había cambiado", me dije. Con el pánico que tenía de niño a actuar en público. Coincidimos en el conservatorio los primeros años, después se fue a estudiar fuera. Al principio venía de vez en cuando; más tarde, dejó de hacerlo.
Un día que llovía, volví por el paraguas que me había olvidado y vi a un joven desaliñado ante el piano. Con los ojos cerrados y el leve movimiento de su cuerpo, simulaba seguir el ritmo de la melodía que sus manos interpretaban sin llegar a tocar el teclado. Por suerte no traspasé el marco de la puerta y la campana no sonó.
¡Era Raúl, el hijo del señor Carrión! Completamente calvo, demacrado, con zapatillas de casa... No me cabía la menor duda, era él, cargado de hombros y con las marcas indelebles que el acné de la adolescencia le había dejado en la cara. Tenía que haber bajado de la vivienda en cuanto yo había salido. Tal vez había estado esperando tras la cortina del almacén a que me fuera. Me evitaba. Evitaba encontrarse con la gente y su padre lo protegía inventándose la historia de Alemania. Cerré la puerta con cuidado para no hacer el menor ruido, me di la vuelta y atravesé la calle bajo la lluvia.
Qué fuerte!!!
ResponderEliminarPobre padre, pobre hijo... pobre todo... es una historia tristísima.
Besos.
Una joven comprensiva, lo mejor era callar, cualquier otra cosa hubiera sido humillante. Historias de la muchas que hay detrás de las cortinas y que tu cuentas con pluma sabia. Abrazos
ResponderEliminarCreo que eso ocurre bastante. Un beso
ResponderEliminar“Con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver” (Proverbio judío).
ResponderEliminarBesos.
Joder y menudo drama, es para coger una depresión y no soltarla de por vida.
ResponderEliminarBesos María Pilar.
Una historia muy triste... Pero excelentemente narrada como solo vos, Pilar, podés hacerlo!
ResponderEliminarCariños!!
Que triste cariños.
ResponderEliminarQué triste... El orgullo es a veces una losa en la vida de las personas...
ResponderEliminarUn saludillo.
Uy así es la vida vemos solo lo que esta en la superficie sin saber lo que sufre cada persona a nuestro alrededor. Me encanto la forma en como llevas la historia y la actitud de la protagonista.
ResponderEliminarMe gusto mucho
ResponderEliminarBesos
Uf, de verdad que es una historia muy triste. Tu destreza narrativa nos ha sobrecogido a todos los que hemos leído.
ResponderEliminarUn abrazo grande.
Cada persona guarda una historia, la que nos cuentas es la mar de triste, por desgracia esta vida está repleta de ellas.
ResponderEliminarEn cuanto a tu comentario, quiero darte las gracias, levantarse ya de mañana y leer tan estimulantes letras, es como ver el sol cuando el día amenaza tormenta.
Vuelve, mi niña, me has alegrado la mañana.
Te dejo un fuerte abrazo y el deseo de que disfrutes de un estupendo fin de semana.
Kasioles
Qué triste me parece tener que inventarse una vida de escaparate y llevar otra bien diferente, mucho menos exitosa y gratificante. No hay nada de malo en las vidas sencillas siempre y cuando uno sea feliz con lo que hace, así que supongo que Raúl no lo era o que de alguna forma se avergonzaba...
ResponderEliminarComo siempre un relato impecable en su forma y muy cuidado en su forma. Corto pero con "mucha historia" detrás. Felicidades, Pilar :)
¡Un beso!
Sabés muy bien cómo contar una historia, María Pilar. Mostrar la emociones humanas como de pasada, pero que al lector le llegan profundamente.
ResponderEliminarUn abrazo bien grande.
La realidad es dura de aceptar y de contar. Los sueños ocupan su lugar. Dejemos soñar al afinador de pianos.
ResponderEliminarBesos, María Pilar.
¡Cuanta tristeza!!
ResponderEliminarQue los habrá llevado a esconderse y vivir de esa manera...?
Cuantos dramas hay en cada familia y que bien lo has contado, tu narración es perfecta.
mariarosa
Muy triste, ese estar encerrado en el silencio, al no atreverse a tocar el piano.
ResponderEliminarBesos
Pilar, tu historia nos hace reflexionar a todos...Esas manos que tiemblan conllevan toda una historia profunda y sentida. La protagonista ahonda en ello al alquilar sus manos para facilitar la vida a ambos...Además intuimos su grandeza interior, su discreción y empatía...Mi felicitación por la sencillez y claridad objetiva con que nos has contado la historia, que podrías continuar de forma magistral...Cosa que nos gustaría.
ResponderEliminarMi abrazo y mi cariño, amiga.
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ResponderEliminarMe encaaaaaaantó esta conmovedora hostoria tan bien narrada. Me tuviste en vilo hasta el final. La descripción del hijo es muy grafica.
ResponderEliminarTe felicito, María Pilar. Besos