Hay criminales que proclaman tan campantes ‘la maté porque era mía’, así no más, como si fuera cosa de sentido común y justo de toda justicia y derecho de propiedad privada, que hace al hombre dueño de la mujer. Pero ninguno, ninguno, ni el más macho de los supermachos tiene la valentía de confesar ‘la maté por miedo’, porque al fin y al cabo el miedo de la mujer a la violencia del hombre es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo.
Eduardo Galeano
El día estaba claro y soleado en aquel pequeño pueblo. La estrecha calle por la que pasaba ella, con soportales y casas bajas a ambos lados, remarcaba su silueta con todo su esplendor. El reloj de la torre de la iglesia, que hacía tiempo que no marcaba las horas, sobresalía por encima de los tejados como ojo curioso que no quiere perder detalle. Su aspecto de alemana nos cautivó a todos. Alta, con media melena rubia, de ojos azules y piel transparente, llevaba un vestido ajustado que enmarcaba su figura. Andaba como una actriz de cine con un ramo de flores en las manos. Tenía que darse cuenta de la curiosidad que despertaba su presencia por la cantidad de gente que se arremolinaba para verla, pero ella seguía con la mirada al frente sin manifestar desagrado.
Había visto mujeres guapas del pueblo, con flores en las manos, pero ninguna con el porte que ella tenía. Irradiaba la luz del sol empequeñeciendo al pequeño séquito que la acompañaba rendido a sus pies.
El hombre moreno que iba a su lado, de ojos hermosos y labios gruesos, le llegaba al hombro, pero mostraba en su semblante un orgullo desafiante, el orgullo de quien exhibe un trofeo a la gente de su pueblo. El traje marengo con camisa oscura y corbata a juego, le daba aires de gran señor, pero no le impedía el brillo del sudor en el rostro. Ella era tan ideal como etérea por aquel pueblo, y tenías ganas de tocarla con suavidad no como aquella mano ruda que la agarraba por la cintura de forma tan poco fina que en el raso del vestido le dejaba las marcas de su manoseado sudor.
En este amanecer de recuerdos, me interrumpen las noticias con el grave suceso de que un hombre gris y anodino, el dueño de aquella mano cargada de deseo, ¡ha sido su asesino!
© María Pilar
Eduardo Galeano
El día estaba claro y soleado en aquel pequeño pueblo. La estrecha calle por la que pasaba ella, con soportales y casas bajas a ambos lados, remarcaba su silueta con todo su esplendor. El reloj de la torre de la iglesia, que hacía tiempo que no marcaba las horas, sobresalía por encima de los tejados como ojo curioso que no quiere perder detalle. Su aspecto de alemana nos cautivó a todos. Alta, con media melena rubia, de ojos azules y piel transparente, llevaba un vestido ajustado que enmarcaba su figura. Andaba como una actriz de cine con un ramo de flores en las manos. Tenía que darse cuenta de la curiosidad que despertaba su presencia por la cantidad de gente que se arremolinaba para verla, pero ella seguía con la mirada al frente sin manifestar desagrado.
Había visto mujeres guapas del pueblo, con flores en las manos, pero ninguna con el porte que ella tenía. Irradiaba la luz del sol empequeñeciendo al pequeño séquito que la acompañaba rendido a sus pies.
El hombre moreno que iba a su lado, de ojos hermosos y labios gruesos, le llegaba al hombro, pero mostraba en su semblante un orgullo desafiante, el orgullo de quien exhibe un trofeo a la gente de su pueblo. El traje marengo con camisa oscura y corbata a juego, le daba aires de gran señor, pero no le impedía el brillo del sudor en el rostro. Ella era tan ideal como etérea por aquel pueblo, y tenías ganas de tocarla con suavidad no como aquella mano ruda que la agarraba por la cintura de forma tan poco fina que en el raso del vestido le dejaba las marcas de su manoseado sudor.
En este amanecer de recuerdos, me interrumpen las noticias con el grave suceso de que un hombre gris y anodino, el dueño de aquella mano cargada de deseo, ¡ha sido su asesino!
© María Pilar